Hans Christian Andersen
Cuentos de nunca acabar
El mundo conmemora hoy doscientos años del nacimiento de uno de los más grandes narradores de literatura infantil: Hans Christian Andersen (1805-1875). El autor danés se inspiró en le yendas populares para crear maravillosos cuentos que despiertan en los niños que los escuchan o leen toda clase de sensaciones. La sirenita, El soldadito de plomo, El patito feo y El traje nuevo del emperador son algunas de sus inmortales historias.
Con pocas excepciones, los inventores de los cuentos que seguimos contando a lo largo de los siglos son anónimos. Quienes imaginaron por primera vez las aventuras de Ulises y de Simbad el marino, de Edipo y del rey Arturo, de Fausto y de Don Juan no creyeron que fuera necesario firmar sus obras; tal vez les sorprendería saber que hoy asociamos sus invenciones con el prestigio de la literatura. Las excepciones, sin embargo, son honrosas y, para mí, conmovedoras. Poder ponerle un nombre y una cara a quienes una cierta noche soñaron con el conde Drácula o con el monstruo de Frankenstein, con Alonso Quijano o con el desdoblado doctor Jekyll, saber a ciencia cierta que estos magos se llamaron Bram Stoker, Mary Shelley, Cervantes o Robert Louis Stevenson, tiene algo de inaudito, de imposible. Aceptamos que Blancanieves y Caperucita sean apadrinados por los hermanos Grimm (quienes célebremente fueron sus recopiladores); más difícil es creer que la Reina de las Nieves y la enamorada Sirenita fueran la obra de un inspirado danés llamado Hans Christian Andersen.
Sabemos que, como un personaje de uno de sus cuentos, Andersen fue hijo de una lavandera y de un zapatero, que quiso ser hombre de teatro, que creyó que sus atiborradas novelas, melodramáticas obras teatrales, lacrimosos libros de poemas, severas crónicas de viajes y varias jactanciosas autobiografías le otorgarían fama literaria, que juzgaba sus cuentos meras smaating o pamplinas. El hecho de que lectores del mundo entero sólo conocieran y admiraran estas últimas, nunca dejó de atormentarlo. Charles Dickens, cuyos Cuentos de Navidad deben mucho a Andersen, quiso conocerlo y lo invitó a pasar un tiempo en su casa de Londres. Andersen, para quien Dickens era "el autor más grande del mundo", aceptó entusiasmado y permaneció más de un mes en casa del novelista. Para la familia de Dickens, la visita fue una pesadilla. Como Andersen decía perderse fácilmente en los laberintos de Londres, se quedaba días enteros en el salón recortando innumerables muñequitos de papel o haciendo ramitos de flores que prendía a escondidas a los sombreros de sus anfitriones. Mientras tanto, hablaba sin parar, pero nadie entendía lo que decía. "En francés o en italiano, es un salvaje; en inglés, un sordomudo", se quejó Dickens a un amigo. "Mi hijo mayor dice que no hay oído humano que pueda reconocer su alemán ¡y su traductora opina que no sabe hablar danés!". Cuando por fin se despidió, Dickens puso un cartel en el cuarto de su huésped que decía: "Aquí durmió Hans Christian Andersen durante cinco semanas que para mi familia fueron eternidades".
A pesar de la engorrosa visita, Dickens nunca dejó de admirar los cuentos del danés cuya invención le maravillaba. Sin duda, Andersen se inspiró en leyendas populares oídas en su infancia. En Odense, su ciudad natal, habría escuchado de boca de sus padres y de sus abuelos fábulas y cuentos de hadas, y de los locos del asilo donde su abuela trabajaba y donde el niño pasaba horas enteras, los sueños y pesadillas de posesos y hechizados. Según señalan los especialistas, en una de sus primeras historias, La yesquera maravillosa, publicada cuando Andersen había cumplido ya los 29 años y se hallaba en la más penosa miseria, hay ecos de un cuento folclórico escandinavo, La candela embrujada. Tal ascendencia es probable, como es probable que no exista obra alguna, por más original que nos parezca, enteramente impune de tradición. Lo cierto es que si La pequeña vendedora de cerillas, El ruiseñor del emperador de China, Los zapatos rojos fueron inspirados por narraciones más antiguas, Andersen supo darles la forma justa que los convirtió, para nosotros, sus lejanos lectores, en memorables.
¿Qué es esa forma? Como tantas historias que adquieren misteriosamente inmortalidad literaria, los cuentos de Andersen se recuerdan mejor que se leen. Quiero decir: en la página, una cierta intención moralizadora, un dejo de cursilería, un humor algo pedestre y toda suerte de convenciones retóricas obstaculizan la lectura. Leídas en la infancia, cuando somos capaces de leer sin que nos ofusquen las manías del autor, o en el caritativo recuerdo que tanto olvida o perdona, estas trampas del estilo desaparecen y el cuento queda, destilado y pertinaz. No necesito volver al texto para sentir, aún hoy, el delicioso terror que me causó hace ya medio siglo la historia de la niña que pisó un pan para no ensuciarse los zapatos y que, hundida como castigo en el lodo, oye que otros niños cantan su terrible historia. No me hace falta releer el cuento de la ropa nueva del emperador o el Bildungsroman del patito feo para aplicar sus lecciones a tantos momentos de mi vida. ¿Y cómo olvidar la historia del viajero acompañado por un misterioso desconocido que se revela ser alma de un hombre que ha muerto pero que también (lo siento a mi lado mientras escribo) es otra cosa?
Desconozco la fecha precisa en la que leí los cuentos de Andersen por primera vez; me parece conocerlos desde siempre. Los conozco, pero (como la mejor, la mayor literatura) no los entiendo del todo. No logro seguir paso a paso la saga de la pequeña Gerda en busca de su amigo Kay, el de la astilla de cristal en el corazón; no sé por qué el hermano menor de la princesa se ve condenado, al acabar la historia, a conservar una triste ala de cisne, no me explico el trágico final del soldadito de plomo. Siento sin embargo que estas historias son necesarias, que no podrían suceder de ninguna otra manera y que yo, que tantas otras he leído, no sería capaz de concebir el mundo sin ellas.
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