martes, 23 de septiembre de 2014

Bioy Casares y Silvina Ocampo / La gracia y la malicia

Silvina Ocampo y Bioy Casares

Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo: la gracia y la malicia, unidas en un matrimonio fascinante


En el año del centenario del escritor, reproducimos una extraordinaria entrevista que ambos concedieron juntos a la revista Claudia, en 1983, rescatada ahora por Ernesto Montequin para la edición de El dibujo del tiempo, libro que Lumen distribuirá en marzo y que incluye textos inéditos de Ocampo, de los que aquí se ofrece una selección
Tienen la belleza, la fascinación y la crueldad de lo perfectamente acabado, de todo aquello que por su plenitud se basta a sí mismo. Después de haber estado con ellos, cualquier conversación resulta insípida, pesada, vulgar, como si uno hubiera abandonado una región iluminada por un sol perpetuo para pasar a una comarca cubierta por las nieblas. Probablemente haya otros matrimonios literarios en el país, pero, sin duda, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo forman la pareja más talentosa e imaginativa de la Argentina.
Ella es autora de poesías memorables y de cuentos llenos de gracia, de malicia y de perversidad. La palabra “perversidad” seguramente aparecerá varias veces en esta nota, pero en el sentido en que se aplica a las travesuras -a menudo infernales- de los chicos. Porque sobre todo Silvina ha hecho un culto de su personaje de “ingenua” terrible, capaz de los gestos más tiernos, pero también más complejos, en los que nunca falta una veta de ironía, de burla. Es el mismo espíritu que se encuentra en su primer libro Viaje olvidado (1937) y después en Enumeración de la patria, Espacios métricos, Autobiografía de Irene, La furia, Las invitadas, Lo amargo por dulce.
Él irrumpió con la fuerza de un meteoro en la literatura nacional tras la publicación de La invención de Morel (1940), una novela fantástica que suscitó el deslumbramiento de sus colegas argentinos y extranjeros. Después Plan de evasión, El sueño de los héroes, El lado de la sombra, El gran serafín, Diario de la guerra del cerdo -llevado al cine por Torre Nilsson-, así como los libros escritos en colaboración con Jorge Luis Borges con el pseudónimo de Bustos Domecq, confirmaron que, junto con Borges y Silvina, su mujer, forman el trío de escritores más brillantes de la Argentina.
Cuando se los trata, se comprueba que son lo que los franceses llaman charmeurs. Compiten en rasgos de ingenio, en demostraciones de simpatía, en gestos corteses, que alternan de tanto en tanto con abruptos llamados a la realidad. Silvina es una de esas autoras cuya obra coincide con su personalidad como la piel con el músculo de un atleta. Porque Silvina ejerce sobre quien hable con ella el mismo poder hipnótico de sus cuentos y poesías. Así como es difícil dejar de leerla, una vez que se empezó, también cuesta despedirse de ella porque es imposible cansarse de sus ocurrencias, de sus tonos de voz tan deliberadamente infantiles, de ese candor espontáneo que es el resultado de años de cuidadoso ejercicio.
Pero así como es un placer hablar con ellos, entrevistarlos puede ser un complicado proceso. Los Bioy odian las entrevistas; detestan dejarse tomar fotografías; aborrecen la publicidad, la promoción, es decir, todo aquello que la mayoría de sus colegas acepta con resignación o que también buscan desesperadamente. Obtener de ellos una corta charla destinada a la publicación es el fruto de infinitas llamadas telefónicas, de reticencias, diplomacia, sonrisas, negativas, dudas. Es el estilo de la casa: juguetón, inquietante, lleno de imprevistos sabiamente calculados como una vertiginosa vuelta en la montaña rusa. Eso hace muy difícil que se les pueda hacer un reportaje de manera tradicional. No quieren grabadores, tampoco les gusta mucho que se tomen notas: en suma, hay que librarse a la buena memoria, la observación y seguir con aparente despreocupación el hilo meandroso, encantador, de sus razonamientos y descripciones.
Esa noche de primavera, en el piso que ocupan en la calle Posadas, comenzamos hablando de los espectaculares de televisión dirigidos por Boyce Díaz Ulloque en los que se verán dos adaptaciones de cuentos de Silvina y dos de Bioy.
Adolfo Bioy Casares: -Boyce es amigo personal nuestro y se ha tomado un enorme trabajo para llevar a la televisión esos relatos. Además se ha ocupado desde la ropa, la música y la elección de exteriores hasta los más mínimos, minuciosos detalles.
-Tanto tus cuentos como los de Silvina son muy cinematográficos. Por otra parte, vos sos un aficionado al cine y a la fotografía. Tus fotos siempre fueron muy celebradas.
ABC: -Alguna vez declaré: “Me gustaría que el fin del mundo, si llega, me encuentre en una sala de cine”. Me agrada que me cuenten historias.
Silvina Ocampo: -Adolfito es un espectador muy paciente, muy fiel. Ve todas las películas hasta el final. Yo soy más inquieta. Cuando estoy en el cine, de pronto, me doy cuenta de que en realidad me gustaría haber ido al día siguiente. Entonces me levanto y me voy. Me digo: “Mañana vengo”. Y no es cierto. Mañana no voy. Y cuando voy, que no es mañana, me ocurre otra vez lo mismo. Yo siento que el cine y la televisión me esterilizan, me quitan inspiración, me dispersan.
ABC: -Sin embargo hay películas que te gustaron mucho, El desierto de los tártaros, Fama, los filmes de Buñuel.
-Bioy, algunos de tus libros fueron llevados al cine, como La invención de Morel, Diario de la guerra del cerdo, Invasión, que escribiste en colaboración con Borges; ¿qué te parecieron esas versiones?
ABC: -No he tenido demasiada suerte con ellas. Me acuerdo que un grupo francés hizo La invención. para televisión. Yo estaba en ese entonces en París y cuando la proyectaron la vi en el aparato de los dueños del hotel donde me hospedaba. Me acuerdo de que, en una habitación bastante chica, estábamos el matrimonio de propietarios, un hijo, yo, y creo que alguna otra persona. Fue muy incómodo. A medida que transcurría la acción ellos se fueron aburriendo. Se levantaban, iban a la cocina, volvían. Yo me sentía inclinado a pedirles disculpas, a decirles que si querían podían irse. Ellos trataban de ser gentiles.
-¿Por qué no hiciste personalmente la adaptación de los cuentos que dirigió Díaz Ulloque?
ABC: -No sé hacer ese trabajo. En algún momento de mi juventud, debo de haber fantaseado hasta con la posibilidad de dirigir. Pero esa tarea no es para mí. Hay que ser muy organizado y saber mandar. Yo detesto dar órdenes. Me parece una falta de respeto.
-¿Cuándo empezaste a escribir, Silvina?
SO: -Mi carrera literaria se la debo a Bioy. Fue él quien me introdujo a la literatura. Siempre me había gustado leer y también escribir. De chica, redactaba unas cartas larguísimas. Muchos de mis cuentos son cartas. Pero, cuando era más joven, quería ser pintora. Estudié con distintos maestros, uno de ellos fue Giorgio De Chirico. Escribí una poesía sobre él: “Giorgio De Chirico, yo fui su alumna/ recuerdo el perfil griego y la mañana/ y el cielo de París en la ventana/ donde soñó el espacio y la columna”.
-¿Y vos, Bioy?
ABC: -Mi primer libro lo terminé a los seis años. Era una novela de amor dedicada a mi prima. Se llamaba Iris Margarita. Después terminé varias novelas más. Toda mi producción hasta La invención de Morel es un horror: Prólogo (1929); 17 disparos contra lo porvenir, Caos, Vanidad, La estatua casera, y otros más. Yo insistía en publicar para castigo de mis amigos. Ellos me consideraban un buen muchacho, pero yo les infligía novela tras novela.
Alguno, más sincero, llegó a decirme: “¡Adolfito, caramba, qué cosas escribís!”. Con La invención decidí intentar otro sistema de escritura. Quise hacer una novela que no tuviera nada que ver conmigo. Transcurre en el trópico, en una isla, en ambientes que nunca fueron los míos. Traté de evitar las frases largas que siempre llevan a equivocarse, tienden a ser pesadas. Intenté desaparecer de la obra. Hasta ese momento estaba demasiado ansioso de demostrar que sabía escribir muy bien, que manejaba un vocabulario extenso, que tenía conocimientos de matemática, de filosofía, de historia. Fui más simple, lo que me llevó mucho más tiempo y trabajo. Así fui aprendiendo.
-A vos y a Borges siempre les ha interesado la matemática. ¿De dónde nace esa afición?
ABC: -En los primeros años del colegio secundario yo era muy mal alumno. Por fin mis padres me pusieron un profesor de aspecto muy especial: gran melena, frente ancha, corbata lavallière. Era la típica imagen de los poetas y socialistas de principios de siglo. Con él me puse al día y me convertí en el mejor alumno de matemática del colegio. Después llegué a leer Principia Mathematica, de Russell. Pero hoy me he olvidado de todo lo que sabía de fotografía. Eso me ha enseñado que en la vida no se conquista nada definitivamente.
EL AMOR, LA LITERATURA Y LOS PERROS
-Silvina, ¿cómo conociste a Bioy?
SO: -En realidad, yo me enamoré de Áyax, su perro. Era precioso. A mí no me gustaban mucho los perros, prefería los gatos. Pero Áyax, el perro de Bioy, sí me gustaba. No había otro como él. Después Bioy me ayudó a comprender a los perros. Y los amé. Los perros nos acompañaron toda la vida. Áyax es muy fiel: casi se suicida por Adolfito. Una vez estaba en la planta baja de su casa, un servidor fingió atacarlo para ver la reacción de Áyax, y el perro por poco se tira del balcón del primer piso para defenderlo. Después tuvimos muchos perros. Diana fue una de mis preferidas, murió hace poco.
-¿Qué fue lo que te atrajo de Silvina, Bioy?
ABC: -Me deslumbró su inteligencia. Ella tiene una personalidad tan compleja, tan rica, y yo soy tan elemental, tan simple.
SO (indignada): -¡Ay, qué respuesta tan convencional, Adolfito! ¡Qué van a decir tus lectores! ¡No es cierto que te enamoraste de mi inteligencia!
ABC: -Pero sí, es verdad. A mí las entrevistas no me gustan por este tipo de cosas. Es como si uno mostrara unas míseras moneditas -la vida de uno, al fin y al cabo- y les diera enorme valor. O al revés, se dice lo que para uno tiene mucha importancia, y eso resulta una nimiedad para otros. Quizá se deba a que soy muy tímido.
-Los tres somos muy tímidos, probablemente.
SO: -¡Ah! Entonces ahora yo voy a hacer algunas preguntas. Vos, Hugo, ¿cuándo empezaste a ser tímido?
-No recuerdo ninguna fecha precisa.
SO: -¿Y vos, Adolfito?
ABC: -Yo he vivido avergonzado.
SO: -En cambio, yo me acuerdo perfectamente del momento en que empecé a ser tímida. Tenía cuatro años. Estaba en París en un restaurante acompañada por mi institutriz. Ella le aseguraba al maître que yo sabía leer y escribir “arveja”, que en francés se dice petit pois. Y yo, en vez de escribir esa expresión puse petitpipi. Toda la gente se echó a reír a los gritos. Me pareció que se burlaban de mí. Desde entonces soy tímida.
-¿Cuándo se casaron?
ABC: -En el 40, cuando apareció La invención de Morel. Éramos novios desde hacía mucho tiempo. Estábamos en el campo y se nos ocurrió casarnos, así que subimos al coche y fuimos al pueblo para hacerlo. Recuerdo que en el camino nos encontramos con un amigo. Nos preguntó: “¿Adónde van?”. Le respondí: “Nos vamos a casar”. Y él contestó: “Espérenme. Voy a buscar unos rifles y los acompaño”. Pensó que íbamos a matar perdices.
-La amistad de Borges con ustedes ha marcado la vida y la obra de los tres. ¿Cómo lo conociste, Bioy?
ABC: -En casa de Victoria Ocampo. Simpatizamos. Yo tenía que escribir la publicidad de un producto; un trabajo que alguien me había conseguido. Entonces me fui a trabajar al campo junto con Borges. Y allí planeamos hacer cuentos en colaboración.
-¿Y de dónde proviene la pasión de los tres por la literatura fantástica?
SO: -De la literatura inglesa. Nosotros pusimos de moda la literatura fantástica en la Argentina, así como pusimos de moda la novela policial. Adolfito me convenció de que escribiera con él una novela policial a pesar de que no me sentí dotada para ese género. Pero él me dijo que si uno quería adquirir oficio debía escribir de todo. Y lo hicimos.
ABC: -Yo me obligo a escribir todos los días. Me obligo a versificar, aunque no publique esos poemas. También escribo piezas teatrales, además de mis cuentos y de mis novelas. Tengo la suerte de poder mantener en suspenso varias obras a la vez, y pasar de la una a la otra sin inconvenientes. Ahora tengo pendiente la terminación de varias novelas y cuentos. El perjurio de la nieve, que Torre Nilsson hizo en cine con el título de El crimen de Oribe, se me ocurrió una noche por la calle mientras caminábamos con Borges. Yo le conté el argumento. Y él me dijo que era una buena idea, pero muy difícil de escribir. Pasaron años hasta que lo hice. Durante una enfermedad, mucho tiempo después de esa madrugada, me desvelé y me puse a escribirlo. Esa posibilidad de tener en redacción varias cosas simultáneamente me hizo más fácil la vida. Porque yo no sólo he escrito. La ambición más querida de mi juventud era ser campeón mundial de tenis. También fui capitán del equipo de rugby de mi club. Por vanidad, por el gusto de ser capitán. Pero después no se me ocurría qué hacer, qué instrucciones impartir. También me gustaban y me gustan los caballos, los amigos, las lecturas y, por supuesto, las chicas. El campo también me agradaba mucho, pero desde el punto de vista estético. No me ocupo de la administración de los míos. Te repito: no sabría dar órdenes. Si tuviera que despedir a alguien, sufriría horriblemente.
LOS GNOCCHI PROHIBIDOS
Hemos pasado al comedor, como la naranja de las canciones de María Elena Walsh. Mientras Bioy llena las copas de champagne, Silvina trae primero una bandeja con una corona de arroz y una crema de espinacas. Después de aconsejarme que eche todo el queso posible sobre esa combinación, me aclara que no le gusta el arroz; por eso, trata de disimular su sabor. Cuando le comento que el arroz es uno de mis alimentos preferidos, Silvina me mira con una expresión casi de horror. Un espanto que aumenta cuando me sirvo por segunda vez. “Ponele más queso, por favor, que me impresiona verte comer eso”, ruega. Unos minutos después, un pollo sucede al arroz. Entonces comento: “De saber que había un segundo plato, no me hubiera servido dos veces del primero. Es mucho”. Y Silvina le enrostra a Bioy:
SO: -Si yo te digo, Adolfito, que le servimos mucha comida a la gente. Una vez casi perdemos una amistad por esa insistencia en atosigar a las visitas con comida.
-En el libro Encuentros con Silvina Ocampo, de Noemí Ulla, hablás bastante de la comida. Un tema frecuente en tu obra.
SO: -La comida es importante en la vida de todos. Si los personajes no comen, se mueren. Escribí algunos cuentos en que debí hacer descripciones de muchos platos. En “Los amantes”, por ejemplo, ya se me habían acabado las recetas de tortas y no sabía a quién acudir para agregar más detalles. A mí me encantan los crêpes hechos por los franceses. (A esta altura ya había llegado a los postres.) Estos crêpes de mi cocinera española son ricos, pero salieron más gruesos de lo que a mí me gustan. Hay muchos que los prefieren así. Una vez en casa de la señora de X, comí unos panqueques horribles. Eran tan raros. Uno tenía la impresión de estar mascando neumáticos. La cocina siempre me interesó. Pero en esta casa tienen éxito las comidas que salen mal. En una época yo hacía un budín de dulce de leche riquísimo. No te imaginás: era perfecto, sin grumos. Pasaba inadvertido. Hasta que un día me salió mal y todos empezaron a pedírmelo. Desde entonces, como te imaginás, me aplico para que me salga mal. Lo mismo me sucede con las gelatinas. A mí me gustan temblequeantes como deben ser. Pero a los demás les agradan durísimas.
Mi inclinación por la cocina se remonta a la infancia. Adolfito dijo que a los seis años había escrito su primera novela. Yo, a los cuatro, hice un aporte considerable: inventé los gnocchi. Era la menor de mis hermanas. Recuerdo que un día estaba con una de ellas, Pancha, junto a un fuego. Era algo que no me estaba permitido. Entonces con unas basuritas y harina me puse a amasar, y así me salieron los gnocchi. Yo no sabía que se llamaban así y pensaba que eran una creación. Los gnocchi eran mi invento prohibido, el resultado de una transgresión. Había tantas cosas que no se podían hacer en mi niñez. Todo es distinto para los chicos de hoy. Les están permitidas muchas cosas. Mis tres nietos, por ejemplo, aprovechan que este departamento es grande para jugar al tenis aquí, sin ir a la plaza. Se la pasan peloteando contra las paredes. Todo eso es bastante cómodo para los padres y para los abuelos. Uno no tiene que salir tanto a la calle para pasearlos. Las que sufren son las paredes.
Se había hecho tarde. Acordamos entonces encontrarnos dos días después para conversar con Boyce Díaz Ulloque sobre el ciclo de televisión. Todavía no habíamos tocado un punto crucial, dramático, decisivo: las fotografías. Ya dije que Silvina y Bioy detestan que les tomen fotos. Por eso, dos días después, resolví aparecer acompañado por el fotógrafo sin prevenirlos, como si lo hubiéramos convenido desde siempre. Y el milagro se produjo.
La púdica, la rebelde Silvina se acercó al equipo fotográfico y, como una chica atraída por las lentes, por los dispositivos, por el flash, tomó la cámara en la mano, me enfocó, pidió explicaciones sobre los distintos mecanismos y, dócilmente, guiada por la cortesía de Antonio Capria, posó con la aplicación de una modelo: ensayó poses resignadamente, suspiró, se arregló el pelo, sugirió algunas tomas. Boyce Díaz Ulloque y el mismo Bioy Casares asistían impresionados a esta metamorfosis. Más tarde, entre risas y reproches merecidos, Silvina confesó: “Me sentí tan aterrorizada ante esa máquina que lo acepté todo. Me interné en ese mundo de horror, hice todo lo que me dijeron, para terminar de una vez con esa tortura”. Adorable e imprevisible Silvina, tan adorable e imprevisible como sus cuentos y poesías..
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Fuente: 
Hugo Beccacece,
La Nación.

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