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| Foto de Triunfo Arciniegas |
Frederick Forsyth
MISIÓN EN CÓRCEGA
El Napoleón atracó a las siete en punto en la Gare M aritime de Ajaccio, a medio camino entre los muelles de Capucins y Citadelle. Diez minutos más tarde, Quinn bajó entre otros pocos vehículos la rampa y entró en la antigua capital de la salvajemente hermosa y misteriosa isla.
Su mapa le mostró con claridad la ruta que tenía que seguir, hacia el sur de la ciudad, bajando por el Boulevard Sampiero hacia el aeropuerto y torciendo allí a la izquierda para adentrarse en las montañas por la N-196. A los diez minutos de haber dado el giro, el terreno empezó a subir, como ocurre siempre en Córcega, que está casi por completo cubierta de montañas. La carretera subía serpenteando, dejando atrás Cauro y llegando al Col St. Georges, donde, si uno mira atrás, puede ver el estrecho llano costero allá abajo y a lo lejos. Entonces las montañas le envolvieron de nuevo, con sus vertiginosas vertientes y taludes, cubiertas de bosques de robles, de olivos y de hayas. Después de Bicchisano, la carretera descendió de nuevo hacia la costa, en Propriano. No había manera de evitar la carretera en ángulo agudo hasta Ospedale; en línea recta habría pasado a través del valle del Baraci, una región tan abrupta que los constructores de carreteras no podían penetrar en ella.Después de Propiano, siguió de nuevo por el llano costero durante unos cuantos kilómetros, antes de que la D-268 le permitiese volver hacia las montañas de Ospedale. Ahora ya no iba por carreteras N (nacionales) sino por carreteras D (departamentales), poco más que caminos estrechos; pero muy anchas en comparación con los que vendrían después en lo alto de las montañas. La D-268 seguía el flanco norte del valle del Fiumicicoli, todavía invisible en las profundidades a su derecha.
Cruzó pequeños y encumbrados pueblos de casas de piedra gris de la región, sobre montes y escarpaduras. Desde ellos, la vista era vertiginosa, y se preguntó cómo podían vivir aquella gente de sus pequeños prados y huertos.
La carretera seguía subiendo, girando y serpenteando. Descendía para cruzar un pliegue del terreno, pero volvía siempre a subir después de aquel respiro. Más allá de Ste. Lucie de Tallano, terminaban los bosques, y los montes estaban cubiertos de esa capa de brezos y mirtos a la que ellos llaman el maquis . Durante la Segunda Guerra Mundial, huir de casa a la montaña para evitar ser detenido por la Gestapo era llamado «echarse al maquis»; de aquí que la resistencia clandestina francesa fuese conocida como los maquisards , o simplemente «el Maquis ».
Córcega es tan vieja como sus montañas y en sus montes han vivido seres humanos desde los tiempos prehistóricos. Como Cerdeña y Sicilia, Córcega ha sido disputada más veces de lo que puede recordar, y los extranjeros venían siempre como conquistadores, invasores y exactores de impuestos, para gobernar y tomar, nunca para dar. Con tan pocos medios de vida, los corsos reaccionaron marchando a los montes, refugios y fortalezas naturales. Generaciones de rebeldes y bandidos, guerrilleros y partisanos, se han echado a los montes para librarse de las autoridades que subían de la costa con intención de recaudar impuestos y contribuciones de personas incapaces de pagarlos.
Partiendo de estos siglos de experiencia, forjó el pueblo de la montaña su filosofía, una filosofía secreta de clan. La autoridad representaba la injusticia y París recaudaba impuestos con la misma furia que cualquier otro conquistador. Aunque Córcega es parte de Francia y ha dado a ésta Napoleón Bonaparte y otros mil personajes eminentes, para la gente de la montaña el extranjero sigue siendo el extranjero, presagio de injusticias y de impuestos, venga de Francia o de cualquier otro lugar. Córcega puede enviar a decenas de millares de sus hijos a trabajar en la Francia continental, pero si alguno de ellos se ve en dificultades, las viejas montañas todavía le ofrecen asilo.
Fueron las montañas, la pobreza y la persecución las que dieron origen a una solidaridad firme como una roca y a la Unión Corsa, considerada por algunos como más secreta y peligrosa que la Mafia. Por ese mundo, que el siglo XX no ha conseguido cambiar con su Mercado Común y su Parlamento europeos, conducía Quinn su automóvil en el último mes de 1991.
Justo antes del pueblo de Levie, había una pequeña carretera denominada D-59 y un rótulo que señalaba hacia Carvini. Discurría hacia el sur y, al cabo de seis kilómetros, cruzaba el Fiumicicoli, que era aquí un pequeño arroyo que descendía de la sierra de Ospedale. En Carvini, un pueblo de una sola calle donde viejos con blusas azules estaban sentados delante de sus casitas de piedra mientras unas pocas gallinas picoteaban en el polvo, Quinn halló que su guía carecía de adecuada información. Dos carreteras salían del pueblo; la D-148 se volvía de nuevo hacia el oeste, que era la dirección de la que él había venido, pero lo hacía a lo largo del flanco sur del valle.
Delante de él se extendía la D-59 hacia Orone y, mucho más al sur, hacia Sotta. Podía ver el elevado pico del monte Cagna al suroeste, la silenciosa masa de la sierra de Ospedale a su izquierda, rematada por el pico más alto de Córcega, la Punta della Vacca Morta, llamado así porque, visto desde cierto ángulo se parece a una vaca muerta. Eligió seguir esta última carretera.
Después de Orone, las montañas eran más próximas a su izquierda, y el desvío hacia Castelblanc estaba a tres kilómetros más allá de Orone. Era poco más que un sendero y, como ninguna carretera conducía a través de la Ospedale, tenía que ser un camino sin salida. Desde allí pudo ver la gran roca de un gris pálido incrustada en el flanco de la sierra y que había hecho antaño que alguien pensara que estaba viendo un castillo blanco, error que dio nombre a la aldea mucho tiempo atrás. Quinn condujo despacio por el camino. Al cabo de cuatro kilómetros y medio, a mucha mayor altura que la D-59, entró en Castelblanc.
El camino terminaba en la plaza del pueblo, la cual se hallaba al final de éste, de espaldas a la montañas. La estrecha calle que conducía a la plaza estaba flanqueada de bajas casas de piedra, todas ellas con las puertas y las ventanas cerradas. No había gallinas picoteando en el polvo. No había viejos sentados en los porches. Todo permanecía en silencio. Condujo hasta la plaza, detuvo el coche, se apeó y se estiró. Entonces, el motor de un tractor zumbó en la calle principal. La máquina salió de en medio de dos casas, rodó hasta el centro de la calle y se detuvo. El conductor quitó la llave de contacto, saltó al suelo y desapareció a través de las pequeñas edificaciones. Entre la parte de atrás del tractor y la pared quedaba espacio suficiente para pasar una moto, pero ningún automóvil podría volver atrás por aquella calle hasta que el vehículo agrícola fuese quitado de allí.
Quinn miró a su alrededor. La plaza tenía tres lados, aparte del camino. A la derecha había cuatro casitas, y al frente, una pequeña iglesia de piedra gris. A su izquierda estaba lo que debía ser el centro de la vida en Castelblanc, una baja taberna de dos plantas bajo un tejado, y un callejón que conducía a lo que sin duda era el resto de Castelblanc apartado de la carretera: un grupo de casas de campo, graneros y patios que terminaba en el flanco de la montaña.
Un sacerdote menudo y muy viejo salió de la iglesia, no vio a Quinn y se volvió para cerrar la puerta con llave.
— Bonjour, mon Père —dijo alegremente Quinn.
El hombre de Dios saltó como un conejo asustado, miró a Quinn casi con pánico, cruzó corriendo la plaza y desapareció en el callejón del lado de la taberna. Mientras hacía esto, se santiguó.
El aspecto de Quinn habría sorprendido a cualquier sacerdote corso, pues podía sentirse orgulloso del atuendo que había adquirido en la tienda especializada de Marsella. Llevaba pesadas botas del Oeste, pantalón vaquero azul pálido, camisa a cuadros rojos brillantes, cazadora ribeteada de ante y un alto sombrero Stetson. Si pretendió parecer una caricatura de petimetre ranchero, lo había conseguido. Tomó las llaves del coche y la bolsa de lona y entró en el bar.
Estaba muy oscuro. El dueño se hallaba detrás del mostrador, afanándose en limpiar unos vasos; algo que se salía de lo corriente, presumió Quinn. En el local había cuatro mesas sencillas de roble, con cuatro sillas cada una de ellas. Tan sólo una mesa estaba ocupada; cuatro hombres se sentaban a ella y jugaban a las cartas.
Quinn se dirigió a la barra, dejó en el suelo su bolsa de viaje, pero no se quitó el alto sombrero. El tabernero lo miró.
— ¿Monsieur?
No había curiosidad ni sorpresa en su tono. Quinn fingió no advertirlo y sonrió amigable.
—Un vaso de vino tinto, por favor —dijo con mucha formalidad.
El vino era del país, fuerte pero bueno. Quinn lo sorbió con muestras de aprecio. Entonces, la rolliza mujer del dueño apareció detrás del mostrador, depositó encima de éste varios platos de aceitunas, queso y pan, no miró una sola vez a Quinn y, a una palabra en dialecto local de su marido, entró de nuevo en la cocina. Los hombres que jugaban a las cartas tampoco le miraron. Quinn se dirigió al tabernero, y le dijo:
—Estoy buscando a un caballero que creo que vive aquí. Se llama Orsini. ¿Lo conoce?
El tabernero miró a los jugadores como solicitando consejo. No le dieron ninguno.
—¿Se refiere a Monsieur Dominique Orsini? —preguntó.
Quinn pareció pensativo. Ellos habían bloqueado la calle y confesado que Orsini existía. Ambas cosas demostraban que querían que se quedase. ¿Hasta cuándo? Miró atrás al otro lado de las ventanas, el cielo era de un pálido azul bajo el sol invernal. Quizás hasta el anochecer. Quinn se volvió de nuevo hacia el mostrador y se llevó la punta de un dedo a la mejilla.
—Ese Dominique Orsini, ¿tiene una cicatriz aquí?
El hombre del bar asintió con la cabeza.
—¿Puede decirme cuál es su casa?
De nuevo miró el tabernero a los jugadores pidiéndoles ayuda. Esta vez la recibió. Uno de los hombres, el único que llevaba un traje formal, dejó de mirar las cartas y habló.
—Monsieur Orsini está fuera hoy, señor. Regresará mañana. Si espera usted, podrá verlo.
—Bueno, muchas gracias, amigo. Es usted muy amable —se volvió al tabernero, y preguntó—: ¿Podría alojarme aquí esta noche?
El hombre asintió con la cabeza. Diez minutos más tarde, la mujer del dueño, que todavía rehusaba mirarle, le mostró su habitación. Cuando hubo salido, Quinn examinó la estancia. Estaba en la parte de atrás de la casa, con vistas a un patio rodeado de graneros abiertos. El colchón era delgado, de fibra de coco y lleno de bultos, pero adecuado para lo que se proponía Quinn. Con el cortaplumas, levantó dos tablas del suelo, debajo de la cama, y escondió una de las cosas que llevaba en la bolsa de viaje. El resto lo dejó para que pudiese ser inspeccionado. Cerró la bolsa, la depositó sobre la cama, se arrancó un cabello y lo pegó con saliva sobre la cremallera.
De nuevo en la taberna, consumió un buen almuerzo a base de queso de cabra, pan tierno y de corteza crujiente, paté de cerdo local y jugosas aceitunas, regado todo ello con vino. Después dio una vuelta por el pueblo. Sabía que se hallaba seguro hasta el anochecer; sus anfitriones habían recibido órdenes y las habían comprendido.
No existía mucho que ver. Nadie salió a la calle para saludarle. Vio que un niño pequeño era introducido apresuradamente en un portal por un par de callosas manos femeninas. El tractor parado en la calle principal tenía las grandes ruedas de atrás muy cerca del callejón del que había salido, dejando un espacio de poco más de medio metro. La parte de delante se hallaba pegada a una leñera.
El aire se enfrió a eso de las cinco. Quinn se retiró a la taberna, donde un alegre fuego de leña de olivo crepitaba en el hogar. Fue a su habitación a buscar un libro; observó que la bolsa de viaje había sido registrada, que nada faltaba en ella y que el escondrijo de debajo de la cama no había sido descubierto.
Pasó dos horas leyendo en el bar, negándose todavía a quitarse el sombrero; después comió de nuevo, un sabroso ragú de cerdo, alubias y hierbas de montaña, con lentejas, pan, tarta de manzana y café. Bebió agua en vez de vino. A las nueve se retiró a su habitación, una hora más tarde se apagaron las últimas luces del pueblo. Aquella noche, nadie se quedó en el bar a ver la televisión (era uno de los tres aparatos que había en el pueblo). Nadie jugó a los naipes. A las diez, todo el pueblo estaba a oscuras, salvo por la única bombilla en la habitación de Quinn.
Era una bombilla de pocas bujías, sin pantalla y pendiente de un cable polvoriento en mitad de la estancia. Sólo directamente debajo de ella la luz era un poco aceptable, y allí se sentó a leer el hombre del Stetson.
La luna salió a la una y media, se elevó de detrás de la sierra de Ospedale y, al cabo de media hora, bañó Castelbanc con una luz blanca irreal. La delgada y silenciosa figura cruzó la calle bajo aquella débil iluminación con el aire resuelto de la persona que sabe adonde va. Se deslizó por dos estrechos callejones y entró en el complejo de graneros y patios de detrás de la taberna.
Sin hacer el menor ruido, aquella sombra se encaramó a un carro de heno aparcado en uno de los patios y, desde allí, a lo alto de una pared. Corrió sin esfuerzo sobre la tapia y saltó por encima de otro callejón al tejado inclinado del granero que se hallaba justo delante de la ventana de Quinn.
Las cortinas estaban sólo corridas a medias en toda la anchura de la ventana. A través del espacio de unos treinta centímetros entre ellas, podía verse claramente a Quinn, con el libro sobre las piernas, la cabeza ligeramente inclinada hacia delante para leer bajo la débil luz, visibles, por encima del alféizar de la ventana, los hombros envueltos en la camisa a cuadros rojos y la cabeza cubierta por el Stetson blanco.
El joven que estaba sobre el tejado sonrió; semejante estupidez le ahorraría tener que entrar por la ventana del dormitorio para hacer lo que tenía que hacer. Descolgó del hombro la escopeta, quitó el seguro y apuntó. A doce metros de él, la cabeza ensombrerada llenaba el espacio por encima de los dos cañones gemelos; los gatillos estaban dispuestos de manera que las dos cargas se disparasen al mismo tiempo.
Cuando disparó, el estruendo hubiese tenido que despertar a todo el pueblo, pero no se encendió ninguna luz. Las pesadas postas vomitadas por los dos cañones hicieron añicos los cristales de la ventana y rasgaron las finas cortinas de algodón. Detrás de aquélla, la cabeza del hombre sentado pareció estallar. El agresor vio el pálido Stetson volando por el aire, el cráneo destrozado y un surtidor de sangre roja en todas direcciones. El torso sin cabeza se inclinó a un lado y cayó al suelo, perdiéndose de vista.
El joven primo del clan Orsini, satisfecho de su hazaña en pro de la familia, retrocedió corriendo del tejado, a lo largo del muro, saltó al carro de heno, y de allí al suelo, y se metió en el callejón por el que había venido. Sin darse prisa, seguro de su triunfo, cruzó el pueblo en dirección a la casa de campo de las afueras de la aldea, donde el hombre al que idolatraba le estaba esperando. No vio ni oyó al otro hombre, alto y silencioso, que salió del oscuro portal para seguirle.
Los destrozos de su habitación sobre la taberna serían más tarde reparados por la esposa del dueño. El colchón era irreparable, desgarrado de arriba abajo, y empleado su elástico contenido para rellenar la camisa a cuadros, el torso y los brazos del muñeco, hasta dejarlo lo bastante rígido para que pudiese permanecer sentado en el sillón. Encontraría las largas tiras de cinta, adhesiva que había sostenido aquel torso en posición erguida, y, los restos del sombrero Stetson y del libro.
Recogería, pedazo a pedazo, los restos de la cabeza de maniquí de poliestireno que Quinn había conseguido comprar al dependiente de la tienda de Marsella. De los dos preservativos, llenos de salsa de tomate del comedor del ferry, que había introducido en la cabeza del maniquí, encontraría pocas huellas, pero sí muchas manchas rojas en toda la habitación. Pero le sería fácil quitarlas con un trapo mojado.
Al dueño de la casa le extrañaría no haber visto la cabeza de maniquí al registrar el equipaje del americano, y sólo más tarde descubriría las tablas sueltas debajo de la cama, bajo las cuales la había ocultado nada más llegar.
Por último, mostraría al irritado hombre del traje oscuro que había estado jugando a las cartas la tarde anterior, las abandonadas botas de cowboy, el pantalón vaquero, la cazadora ribeteada de ante, e informaría al capu local de que el americano debía vestir ahora su otro juego de ropa: pantalón oscuro, cazadora negra con cremallera, botas con suela de crepé y suéter con cuello polo. Todos examinarían la bolsa de viaje y no encontrarían nada en ella. Esto ocurriría una hora antes del amanecer.
Cuando el joven llegó a la casa de campo, llamó suavemente a la puerta. Quinn se ocultó en un portal en sombra, a unos cincuenta metros. Debieron decirle que adelante, pues el joven abrió la puerta y entró. Al cerrarse ésta, Quinn se acercó más, dio la vuelta a la casa y encontró una ventana. Tenía postigos, pero descubrió una rendija en la madera lo bastante ancha para poder ver a través de ella.
Dominique Orsini estaba sentado a una tosca mesa, cortando tajadas de un grueso salami con un cuchillo tan afilado como una navaja de afeitar. El joven de la escopeta estaba plantado delante de él. Hablaban en corso, una lengua que en nada se parece a la francesa, incomprensible para un extranjero. El muchacho describía los sucesos de la última media hora; Orsini asintió varias veces con la cabeza.
Cuando el chico terminó su explicación, Orsini se levantó, salió de detrás de la mesa y lo abrazó, el joven resplandeció de orgullo. Al volverse Orsini, la luz de la lámpara iluminó la lívida cicatriz que se extendía desde el pómulo hasta la mandíbula inferior. Sacó un fajo de billetes del bolsillo; el chaval meneó la cabeza y protestó. Orsini le introdujo el fajo en el bolsillo superior, le dio unas palmadas en la espalda y le despidió. El chico salió y desapareció.
Matar al bandido habría sido empresa fácil. Pero Quinn lo quería vivo, en el asiento de atrás de su coche y en un celda de la jefatura de Policía de Ajaccio antes de salir el sol. Había advertido la potente motocicleta aparcada en el cobertizo de la leña.
Media hora después, en la negra sombra proyectada por el granero de madera y el tractor aparcado, Quinn oyó el ruido de un motor al arrancar. Orsini salió despacio de un pasadizo lateral, entró en la plaza y luego se dirigió hacia el camino de salida del pueblo. Tenía espacio suficiente para pasar entre la parte de atrás del tractor y la pared próxima. En el momento en que cruzaba por un sitio iluminado por la luna, Quinn salió de la sombra, sacó un arma y disparó una vez. El neumático delantero de la moto se reventó; la máquina se desvió violentamente y cayó de costado, despidiendo al motorista, dio varias vueltas y se paró.
Orsini salió lanzado por su propio impulso contra el costado del tractor, pero se levantó con notable rapidez. Quinn estaba a diez metros de él, apuntando con la Smith and Wesson al pecho del corso. Orsini respiraba profundamente, a causa del dolor, y se acarició una pierna al apoyarse en la alta rueda de atrás del tractor. Quinn pudo ver el brillo de sus ojos negros, la oscura sombra de la barba incipiente en su mentón. Poco a poco, Orisini levantó las manos.
—Orsini —dijo Quinn a media voz—. Je m’appelíe Quinn. Je veux te parler .
La reacción de Orsini fue apretar su pierna lesionada, jadear de dolor y bajar la mano izquierda hasta la rodilla. Era muy hábil. La mano izquierda se movió despacio para frotar la rodilla, distrayendo con ello un segundo la atención de Quinn. La derecha se movió mucho más de prisa, bajándola y lanzando en el mismo instante el cuchillo que tenía en la manga. Quinn captó el destello del acero a la luz de la luna y saltó a un lado. La hoja pasó junto a su cuello, atravesó la hombrera de su cazadora de cuero y se clavó profundamente en las tablas del granero que había detrás de él.
Quinn sólo tardó un segundo en agarrar el mango de hueso y arrancar el cuchillo de la madera para desprender la cazadora. Pero fue lo suficiente para Orsini, el cual pasó detrás del tractor y echó a correr por la calle como un gato. Pero como un gato herido.
Si no hubiese estado lesionado, Quinn lo habría perdido. Aunque el americano estaba en plena forma, cuando un corso se echa al maquis son pocos los que pueden alcanzarlo. Las ásperas ramitas de los brezos, que llegan hasta la cintura, se agarran y tiran de la ropa como un millar de dedos. Uno tiene la sensación de que está vadeando un río. Al cabo de doscientos metros, la energía se agota y las piernas pesan como si fuesen de plomo. Un hombre puede tumbarse en el suelo, en cualquier parte de aquel mar de maquis, y esfumarse, invisible a tres metros de distancia.
Pero Orsini se movía con lentitud. Su otro enemigo era la luz de la luna. Quinn divisó su sombra al final del callejón, donde estaban las últimas casas de la aldea, y lo vio moverse después entre los brezos de la falda del monte. Fue tras él por el callejón, que pronto se convirtió en camino; y después lo siguió dentro del maquis. Podía oír el susurro de ramas delante de él y el ruido le servía de guía.
Entonces descubrió de nuevo la cabeza de Orsini, a veinte metros delante de él, moviéndose cuesta arriba por la vertiente de la montaña. Cien metros más y cesó el ruido. Orsini se había echado al suelo. Quinn se detuvo e hizo lo mismo. Seguir adelante, con la luna a su espalda, habría sido una locura.
Él había ido ya de caza, de noche y había sido cazado. En los densos breñales del Mekong, a través de la espesa jungla al norte de Khe San, en las tierras altas con sus guías montañeses. Todos los nativos son buenos en su propio territorio, el Vietcong en su jungla, los bosquimanos de Kalahari en su propio desierto. Orsini se hallaba en su tierra, en la tierra donde había nacido y se había criado, entorpecido por una rodilla lesionada, sin su cuchillo, pero casi con toda seguridad con su pistola. Y Quinn le necesitaba libre. Así, ambos hombres permanecían agazapados entre los brezos, con el oído atento a los sonidos de la noche, para discernir si alguno de ellos no era producido por una cigarra, un conejo o un pájaro, sino por el hombre. Quinn contempló la luna; se ocultaría dentro de una hora. Después, ya no vería nada hasta el amanecer, cuando el corso recibiría ayuda de su pueblo situado a cuatrocientos metros monte abajo. Durante cuarenta y cinco minutos de aquella hora ninguno de los dos se movió. Cada cual esperaba que fuese el otro el que hiciese el primer movimiento. Cuando Quinn oyó un roce, supo que era el ruido de metal contra la piedra. Al tratar de aliviar el dolor de su rodilla, Orsini había dejado que su pistola tocase la roca. Sólo había una, quince metros a la derecha de Quinn, y Orsini se ocultaba detrás de ella. Quinn empezó a arrastrarse muy despacio entre los brezos a ras del suelo. No hacia la roca, pues esto habría significado recibir una bala en la cabeza, sino hacia un matorral más grande que había delante de ellos, a unos diez metros.
En el bolsillo de atrás llevaba todavía el resto de la cuerda de pescar que había empleado en Oldenburg para colgar el magnetófono a la rama del árbol. Ató un extremo alrededor de un alto matorral, a unos sesenta centímetros del suelo, y después se retiró al lugar donde estaba antes, soltando la cuerda a medida que retrocedía. Cuando estuvo seguro de haberse alejado lo bastante, empezó a tirar suavemente del hilo.
El matorral se movió y susurró. Entonces dejó que se detuviese, que el sonido penetrase en los oídos que escuchaban. Repitió dos veces la maniobra. Oyó que Orsini empezaba a arrastrarse.
Por fin se puso el corso de rodillas, a tres metros de la mata. Quinn vio su nuca y dio a la cuerda su último tirón. El matorral se agitó. Orsini levantó la pistola con ambas manos y disparó siete balas alrededor de la base de aquél. Cuando se detuvo, Quinn estaba detrás de él, en pie, apuntándole a la espalda con la Smith and Wesson.
Al extinguirse los ecos de los últimos disparos monte abajo, el corso se dio cuenta de que había cometido un error. Se volvió lentamente, vio a Quinn.
—Orsini…
Iba a decir: «Sólo quiero hablar contigo». Para cualquier hombre en la posición de Orsini, habría sido una locura intentarlo. O fruto de la desesperación. O del convencimiento de que iba a morir si no lo hacía. El caso fue que acabó de volverse y disparó la última bala. Fue inútil. El proyectil se perdió en el cielo, porque medio segundo antes de que él disparase, lo hizo Quinn. No tenía alternativa. Su bala alcanzó al corso en mitad del pecho y le hizo caer de espaldas, de cara al maquis.
No había sido un disparo en el corazón, pero la herida era gravísima. Quinn no había tenido tiempo de apuntar al hombro, y la distancia era demasiada corta para andarse con remilgos. El hombre yacía boca arriba, contemplando al americano erguido ante él. Su cavidad torácica se estaba llenando de sangre, que brotaba de los pulmones perforados y subía a la garganta.
—¿Le dijeron que había venido a matarle, verdad? —preguntó Quinn.
El corso asintió muy despacio con la cabeza.
—Le mintieron. Él le mintió. Como le mintió acerca de la ropa para el muchacho. He venido para descubrir su nombre. El nombre del gordo. Del que montó todo esto. Usted no le debe nada. No hay nada que le obligue. ¿Quién es él?
Quinn no sabría nunca si, en sus últimos momentos, se había regido todavía Dominique Orsini por la ley del silencio o si éste había sido debido a la sangre que afluía a su garganta. El hombre tumbado de espaldas abrió la boca en lo que podía ser un esfuerzo para hablar o una sonrisa burlona. Pero lo que hizo fue toser roncamente, y un chorro de sangre roja y espumosa llenó su boca y se derramó sobre el pecho. Quinn oyó un sonido que había escuchado otras veces y conocía bien: el grave estertor de los pulmones vaciándose por última vez. Orsini dobló la cabeza a un lado y Quinn vio cómo se desvanecía el brillo de los ojos negros.
El pueblo estaba todavía en silencio y a oscuras cuando bajó por el callejón a la plaza. La gente tuvo que haber oído el estampido de la escopeta, el único disparo de una pistola en la calle principal, el tiroteo en la montaña. Pero si tenían orden de permanecer en casa, la cumplían a rajatabla. Sin embargo, alguien, con toda probabilidad el joven, había sentido curiosidad. Tal vez había visto la moto tumbada al lado del tractor y temió lo peor. Fuera por lo que fuera, estaba tendido en el suelo, esperando.
Quinn subió a su Opel en la plaza. Nadie lo había tocado. Se ciñó el cinturón de seguridad, volvió el coche de cara a la calle y pisó con fuerza el acelerador. Cuando chocó con el costado del granero, ante el que estaban las ruedas del tractor, las viejas tablas se astillaron. Se oyó un golpe sordo al colisionar el coche con varias balas de heno que había en el interior, y un fuerte chasquido de madera partida al derribar el Ascona la otra pared.
Las postas alcanzaron la parte de atrás del Ascona al salir éste del granero, haciendo agujeros en el portaequipajes pero sin dar en el depósito de gasolina. Quinn salió disparado por el camino entre una lluvia de astillas de madera y de paja volante, corrigió la dirección y bajó hacia la carretera de Orone y Carvini. Faltaba poco para las cuatro de la mañana y tendría que hacer tres horas de viaje hasta el aeropuerto de Ajaccio.
Frederick Forsyth
EL NEGOCIADOR
Círculo de Lectores, Bogotá. 1989, pp. 389-410

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