Ray Bradbury
LA LLUVIA
La lluvia continuaba. Era una lluvia dura, una lluvia constante, una lluvia minuciosa y opresiva. Era un chisporroteo, una catarata, un latigazo en los ojos, una resaca en los tobillos. Era una lluvia que ahogaba todas las lluvias, y hasta el recuerdo de las otras lluvias. Caía a golpes, en toneladas; entraba como hachazos en la selva y seccionaba los árboles y cortaba las hierbas y horadaba los suelos y deshacía las zarzas. Encogía las manos de los hombres hasta convertirlas en arrugadas manos de mono. Era una lluvia sólida y vidriosa, y no dejaba de caer.
—¿Cuánto falta, teniente?
—No sé. Un kilómetro, diez kilómetros, mil kilómetros.
—¿No está seguro?
—¿Cómo puedo estarlo?
—No me gusta esta lluvia. Si supiésemos, por lo menos, a qué distancia está la cúpula solar, me sentiría mejor.
—Faltará una hora o dos.
—¿Lo cree usted de veras, teniente?
—¿O miente para animarnos?
—Miento para animarlos. ¡Cállese!
Los dos hombres estaban sentados bajo la lluvia. Detrás de ellos había otros dos, empapados, cansados, derruidos, como arcilla deshecha.
El teniente abrió los ojos. Tenía una cara que alguna vez había sido morena. La lluvia la había blanqueado. La lluvia la había quitado el color de los ojos. Tenía los ojos blancos, blancos como los dientes, blancos como el pelo. El teniente era todo blanco. Hasta el uniforme se le estaba volviendo blanco, y quizá también un poco verde, a causa de los hongos.
El teniente sintió la lluvia en las mejillas.
—¿Cuándo habrá dejado de llover en Venus? Hace muchos años quizá.
—No desvaríe —dijo otro de los hombres—. En Venus nunca deja de llover. Llueve y llueve. He vivido aquí durante diez años, y no ha habido un minuto, ni siquiera un segundo, sin estos chaparrones.
—Como si viviéramos debajo del agua —dijo el teniente, y se incorporó ajustándose las armas al cinturón—. Bueno, será mejor que sigamos. Pronto llegaremos a esa cúpula.
—O no llegaremos —dijo el cínico.
—Sólo falta una hora, más o menos.
—Ahora trata de mentirme a mí, mi teniente.
—No, me miento a mí mismo. A veces es necesario mentir. No aguantaré mucho más. Los hombres se metieron en la selva, mirando sus brújulas de cuando en cuando. No había ningún punto de referencia, sólo lo que señalaba la brújula. Un cielo gris, y la lluvia, y la selva, y algún claro entre los árboles, y detrás de ellos, muy lejos, en alguna parte, el cohete destrozado. El cohete en el que yacían dos de sus compañeros, muertos, y chorreando lluvia.
Los hombres caminaron en fila india, sin hablarse. De pronto, llegaron a la orilla de un río, ancho, aplastado y de aguas oscuras, que corría hacia el mar Único. La lluvia cubría la superficie del río con un billón de puntos.
—Vamos, Simmons —dijo el teniente.
Hizo una seña, y Simmons sacó un paquete que bajo la acción de alguna sustancia química se infló hasta formar un bote. El teniente dirigió el corte de algunas maderas y la rápida construcción de unos remos y los hombres se lanzaron al río, remando rápidamente, a través de las aguas tranquilas, bajo la lluvia.
El teniente sintió la lluvia fría en las mejillas, en el cuello y en los móviles brazos. El frío le llegó a los pulmones. Sintió la lluvia en las orejas, en los ojos, en las piernas.
—No dormí nada anoche —murmuró.
—¿Quién pudo dormir? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Cuántas noches sin sueño? ¡Treinta noches! ¡Treinta días! ¿Quién puede dormir mientras la lluvia le rebota a uno en el cráneo? No sé qué daría por un sombrero. Cualquier cosa, con tal de que la lluvia dejara de golpearme. Me duele la cabeza. Continuamente.
—Lamento haber venido a la China —dijo otro.
—Nunca oí que Venus se llamase la China.
—Sí, la China. La hidroterapia china. ¿No recuerdas aquella antigua tortura? Te atan contra un muro.
Cada media hora te cae una gota en la cabeza. Te vuelves loco esperando la próxima gota. Bueno, lo mismo pasa en Venus, sólo que en gran escala. No hemos nacido para vivir en el agua. No se puede dormir, no se puede respirar, y uno se vuelve loco al sentirse empapado. Si hubiésemos podido prever ese accidente, hubiéramos traído impermeables y sombreros. Lo peor es esta lluvia que te golpea la cabeza. Es tan pesada. Es como un cañonazo. No sé si podré aguantarlo mucho tiempo. —Oh, ¡si encontráramos una cúpula solar! El hombre que inventó esas cúpulas tuvo una buena idea.
Los hombres atravesaban el río, y pensaban, mientras tanto, en la cúpula solar que estaba en alguna parte, ante ellos. Una cúpula resplandeciente bajo la lluvia selvática. Una casa amarilla, redonda y brillante como el sol. Una casa de cinco metros de alto por treinta de diámetro. Calor, paz, comida caliente, y un refugio contra la lluvia. Y en el centro de la cúpula brillaba, es claro, el sol. Un globo de fuego amarillo que flotaba libremente en lo alto del edificio. Y mientras uno fumaba o leía o bebía el chocolate caliente con burbujas de crema, se podía mirar el sol. Allí estaba, amarillo, del mismo tamaño que el sol terrestre, cálido, continuo. Dentro de esa casa, mientras pasaban ociosamente las horas, era fácil olvidarse del mundo lluvioso de Venus.
El teniente se volvió y miró a los tres hombres que remaban apretando los labios. Estaban tan blancos como setas, tan blancos como él. Venus lo blanqueaba todo en sólo unos meses. Hasta la selva era un enorme papel blanco con unas pocas líneas un poco menos blancas: un dibujo de pesadilla. Cómo podía ser verde, si no había sol, si la lluvia caía sin cesar en un permanente crepúsculo. La selva blanca, blanca, y las hojas del color del queso y la tierra como húmedos trozos de queso Camembert y los troncos de los árboles como tallos de setas gigantescas… todo negro y blanco. ¿Y cuándo veían el suelo? ¿No era casi siempre un arroyo, un pantano, un estanque, un lago, un río, y luego, por fin, el mar?
—Llegamos.
Los hombres saltaron a tierra, chapoteando. Desinflaron el bote e hicieron de él un paquete. Luego, de pie junto a la orilla lluviosa, trataron de fumar. Pasaron unos cinco minutos antes que, estremeciéndose, con el encendedor invertido y protegido por las manos, pudieran aspirar unas pocas bocanadas de unos cigarrillos que se mojaban rápidamente y que una repentina ráfaga de lluvia les arrancaba de la boca.
Echaron a caminar.
—Un momento —dijo el teniente—. Creo haber visto algo ahí adelante.
—¿La cúpula solar?
—No estoy seguro. La lluvia se cerró en seguida. Simmons comenzó a correr.
—¡Simmons, vuelva!
Simmons desapareció bajo la lluvia. Los otros lo siguieron.
Encontraron a Simmons en un claro de la selva. Se detuvieron y miraron a Simmons, y lo que Simmons había descubierto.
El cohete.
Allí estaba, donde lo habían dejado. Habían dado, de algún modo, una vuelta completa, y se encontraban otra vez en el punto de partida. Entre los restos del cohete yacían los dos cadáveres. Unas algas verdes les salían de las bocas. Se quedaron mirándolos, y las algas florecieron. Los pétalos se desplegaron bajo la lluvia, y las plantas comenzaron a morir.
—¿Cómo hemos vuelto?
—Una tormenta eléctrica, probablemente. La electricidad desarregló nuestras brújulas. Eso lo explica todo.
—Puede ser.
—¿Qué haremos ahora?
—Empezar de nuevo.
—¡Dios mío! ¡Estamos tan lejos como antes!
—Calma, Simmons.
—¡Calma, calma! ¡Esta lluvia me enloquece!
—Tenemos bastante comida como para dos días, si no nos excedemos.
La lluvia bailó sobre la piel de los hombres, sobre los trajes empapados. La lluvia les corrió por las narices y las orejas, por los dedos y las rodillas. Parecían unas fuentes de piedra rodeadas de árboles. Echaban agua por todos los poros.
Y mientras estaban allí, mirando el cohete, oyeron un lejano rugido. Y el monstruo salió de la lluvia.
El monstruo se alzaba sobre un millar de eléctricas patas azules. Caminaba rápidamente, terriblemente Cada paso era un golpe. Donde se posaba una pata, un árbol caía fulminado. El aire se llenó de bocanadas de humo. La lluvia aplastaba las débiles humaredas. El monstruo tenía mil metros de altura y quinientos de ancho, e iba de un lado a otro como un gigante ciego. A veces durante unos instantes, no tenía ninguna pata. Y en seguida, en un segundo, mil látigos le salían del vientre, látigos azules y blancos que herían la selva.
—La tormenta eléctrica —dijo uno de los hombres—. Arruinó las brújulas. Y viene para aquí.
—Échense todos —dijo el teniente.
—¡Corran! —gritó Simmons.
—No pierda la cabeza, Simmons. Échense. La tormenta sólo golpea los lugares elevados. Quizá salgamos ilesos. Echémonos aquí, lejos del cohete. Descargará ahí toda su fuerza y pasará sin tocarnos. ¡Cuerpo a tierra!
Los hombres se echaron al suelo.
—¿Viene? —se preguntaron después de un rato.
—Viene.
—¿Está cerca?
—A unos doscientos metros.
—¿Más cerca?
—¡Aquí está!
El monstruo llegó y se detuvo sobre ellos. Diez relámpagos azules golpearon el cohete. La nave se estremeció como un gong y dejó escapar un eco metálico. El monstruo lanzó otros quince relámpagos que bailaron alrededor del cohete, en una ridícula pantomima, palpando la selva y el suelo barroso.
—¡No! ¡No!
Uno de los hombres se puso de pie.
—¡Échese, idiota! —le gritó el teniente.
—¡No!
Los relámpagos golpearon la nave una docena de veces. El teniente volvió la cabeza sobre el brazo y vio las enceguecedoras llamaradas azules. Vio cómo se abrían los árboles y caían en pedazos. Vio la monstruosa nube oscura que giraba como un disco negro y arrojaba otro centenar de lanzas eléctricas.
El hombre que se había puesto de pie corría ahora, como por una sala de columnas. Corría zigzagueando entre ellas, hasta que al fin doce de esas columnas se abatieron sobre él, y se oyó el sonido de una mosca que se posa sobre un alambre incandescente. El teniente había oído ese sonido en su infancia, en una granja. Y en seguida se sintió el olor de un hombre reducido a cenizas.
El teniente bajó la cabeza.
—No miren —les dijo a los otros.
Tenía miedo de que también ellos echaran a correr.
La tormenta descargó sobre los hombres una nueva serie de relámpagos, y luego se alejó. Y otra vez volvió a sentirse sólo la lluvia. El agua limpió el aire rápidamente y borró el olor de la carne chamuscada. Y los tres sobrevivientes se sentaron a esperar a que se les calmaran los sobresaltados corazones.
Luego se acercaron al cuerpo, pensando que quizá podrían salvarle la vida. No podían creer que no fuese posible ayudarlo. Era una actitud natural. No admitieron la muerte hasta que la tocaron, pensaron en ella, y empezaron a discutir si debían enterrar el cadáver o dejarlo allí para que la selva misma lo sepultara con las hojas que crecerían en no más de una hora.
El cuerpo del hombre era un hierro retorcido envuelto en un cuero chamuscado. Parecía un maniquí de cera, metido en un incinerador y retirado en seguida, cuando la cera comenzaba a aplastarse alrededor del esqueleto de carbón. Sólo la dentadura era blanca. Los dientes brillaban como un raro brazalete blanco, caído a medias sobre un puño apretado y negro.
—No debió correr —dijeron todos, casi al mismo tiempo.
Y mientras miraban el cadáver, la vegetación creció rápidamente a su alrededor, ocultándolo con hiedras, enredaderas y hasta flores para el hombre muerto.
A lo lejos, la tormenta corrió sobre relámpagos azules, y desapareció.
Los hombres cruzaron un río, y un arroyo, y un torrente, y otros doce ríos, y más torrentes y arroyos. Nuevos ríos nacían continuamente ante sus ojos, y los viejos ríos alteraban su curso… Ríos del color del mercurio, ríos del color de la plata y la leche.
Los ríos corrían hacia el mar.
El mar Único. En Venus sólo había un continente. Una tierra de cuatro mil kilómetros de largo por mil kilómetros de ancho, y alrededor de esta isla, sobre el resto del lluvioso planeta, se extendía el mar Único. El mar Único, que golpeaba levemente las costas pálidas…
—Por aquí. —El teniente señaló el sur—. Podría asegurar que allá hay dos cúpulas solares.
—¿Ya que empezaron por qué no construyeron cien cúpulas más?
—Hay ciento veinte cúpulas, ¿no?
—Ciento veintiséis, hasta el mes pasado. Hace un año trataron de que el Congreso votara una ley para construir otras dos docenas; pero, oh, no, ya conocen la musiquita. Prefirieron que la lluvia enloqueciera a algunos hombres.
Partieron hacia el sur.
El teniente y Simmons y el tercer hombre, Pickard, caminaron bajo la lluvia, bajo la lluvia que caía pesadamente y dulcemente, bajo la lluvia torrencial e incesante que caía a martillazos sobre la tierra y el mar y los hombres en marcha.
Simmons fue el primero en verla.
—¡Allá está!
—¿Qué?
—¡La cúpula solar!
El teniente parpadeó sacándose el agua de los ojos, y alzó las manos para protegerse de las mordeduras de la lluvia.
A lo lejos, a orillas de la selva, junto al océano, se veía un resplandor amarillo. Se trataba, indudablemente, de una cúpula solar.
Los hombres se sonrieron.
—Parece que tenía razón, teniente.
—Suerte.
—Oigan, al verla me siento otra vez lleno de vida.
—¡Vamos! ¡El último en llegar es un hijo de perra!
Simmons comenzó a trotar. Los otros lo siguieron automáticamente, sin aliento, cansados, pero sin dejar de correr.
—Para mí un tazón de café —jadeó Simmons, sonriendo—. Y una hornada de pan, ¡dioses! Y luego acostarse y dejar que el sol caiga sobre uno. ¡El hombre que inventó la cúpula solar merece una medalla!
Corrieron con mayor rapidez. El resplandor amarillo se hizo aún más brillante.
—¡Pensar que tantos hombres enloquecen antes de encontrar el remedio! Y sin embargo es tan sencillo. —Las palabras de Simmons siguieron el ritmo de sus pasos—. ¡Lluvia, lluvia! Hace años. Encontré‚ un amigo. En la selva. Caminando. Bajo la lluvia. Diciendo una y otra vez: «No sé qué hacer, para salir, de esta lluvia. No sé qué hacer, para salir, de ésta lluvia. No sé qué hacer…» Y así seguía. Sin detenerse. Pobre loco.
—¡Ahórrese fuerzas!
Los hombres corrieron.
Todos se reían. Llegaron, riéndose, a la puerta de la cúpula solar. Simmons empujó la puerta.
—¡Eh! —gritó—. ¡Traigan el café y los bizcochos! Nadie respondió.
Los hombres atravesaron el umbral.
La cúpula estaba desierta y en sombras. Ningún sol sintético flotaba, con su silbido de gas, en lo alto del cielo raso azul. Ninguna comida estaba esperando. En la habitación reinaba el frío, como en una tumba. Y a través de mil agujeros, abiertos recientemente en el techo, entraba el agua, y las gotas de lluvia empapaban las gruesas alfombras y los pesados muebles modernos, y estallaban sobre las mesas de vidrio. La selva crecía en la habitación, como un musgo, en lo alto de las bibliotecas y en los hondos divanes. La lluvia se introducía por los agujeros y caía sobre los rostros de los tres hombres.
Pickard empezó a reírse dulcemente.
—Cállese, Pickard.
—Oh, dioses, miren lo que estaba esperándonos… Nada de sol, nada de comida, nada.
¡Los venusinos! ¡Por supuesto! ¡Es obra de ellos!
Simmons asintió con un movimiento de cabeza. El agua le corrió por el pelo plateado y por las cejas blancas.
—Una vez cada tanto los venusinos salen del mar y atacan las cúpulas. Saben que si acaban con las cúpulas acabarán también con nosotros.
—¿Pero las cúpulas no están protegidas con armas?
—Por supuesto. —Simmons se dirigió hacia un lugar un poco menos mojado que los otros—. Pero desde el último ataque han pasado cinco años. Se descuidaron las defensas. Sorprendieron a estos hombres.
—¿Pero dónde están los cadáveres?
—Los venusinos se los llevaron al mar. He oído decir que lo ahogan a uno con un método delicioso. Tardan cuatro horas. Realmente delicioso.
Pickard se rió.
—Apuesto a que aquí no hay comida.
El teniente frunció el ceño y señaló a Pickard con un movimiento de cabeza, mirando a Simmons. Simmons hizo un gesto y entró en un cuarto, a un lado de la sala redonda. En la cocina había mojadas rodajas de pan y trozos de carne donde crecía un vello verde.
La lluvia entraba por unos agujeros abiertos en el techo.
—Magnífico. —El teniente miró los agujeros—. Me parece que no podríamos tapar esos agujeros e instalarnos aquí.
—¿Sin comida, señor? —gruñó Simmons—. La máquina solar está rota. Sólo nos queda buscar la próxima cúpula. ¿Está muy lejos?
—No mucho. Recuerdo que en esta región construyeron dos no muy alejadas la una de la otra. Quizá si esperásemos aquí, una dotación de la otra cúpula podría…
—Ya han estado aquí probablemente. Enviarán algunos hombres para reparar el lugar dentro de unos seis meses, cuando el Congreso vote el dinero. Me parece que no nos conviene esperar.
—Muy bien. Entonces nos comeremos el resto de las raciones y nos pondremos en seguida en camino.
—Si por lo menos la lluvia no me golpeara la cabeza —dijo Pickard—. Sólo por unos minutos… Si pudiera recordar en qué consiste sentirse tranquilo. —Pickard se apretó la cabeza con ambas manos—. Recuerdo que cuando iba a la escuela un granuja que se sentaba detrás de mí me pinchaba y me pinchaba y me pinchaba cada cinco minutos, todo el día. Y así durante semanas y meses. Yo tenía siempre los brazos lastimados, con manchas negras o azules y pensaba que esos pinchazos terminarían por volverme loco. Un día, perdí la cabeza y me volví en mi asiento con una escuadra de metal que usaba en las clases de dibujo técnico, y casi lo mato a aquel bastardo. Casi le saco la cabeza. Casi le arranco un ojo. Me echaron de la clase, mientras yo gritaba: «¿Por qué no me deja tranquilo? ¿Por qué no me deja tranquilo?» —Pickard se apretaba los huesos de la cabeza con ambas manos. Cerraba los ojos—. ¿Pero qué puedo hacer ahora? ¿A quien voy a golpear, a quién le diré que se vaya, que deje de molestarme? ¡Esta lluvia maldita, como aquellos pinchazos, siempre sobre uno! ¡No se oye nada más! ¡No se siente nada más!
—Llegaremos a la otra cúpula solar a las cuatro de la tarde.
—¿Cúpula solar? ¡Miren ésta! ¿Y si todas las cúpulas de Venus estuviesen así, eh? ¿Y si hubiese agujeros en todos los techos? ¿Y si entrara la lluvia en todas las cúpulas?
—Tenemos que correr ese riesgo.
—Estoy cansado de correr riesgos. Sólo quiero un techo y un poco de descanso. Que me dejen en paz.
—Llegaremos dentro de ocho horas, si aguanta hasta entonces.
—No se preocupen. Aguantaré muy bien —dijo Pickard y se echó a reír sin mirar a sus compañeros.
—Comamos —dijo Simmons, observándolo.
Caminaron por la costa, siempre hacia el sur. A las cuatro horas tuvieron que internarse en la selva para evitar un río de más de un kilómetro de ancho, y de aguas demasiado rápidas. Recorrieron unos ocho kilómetros y llegaron a un sitio en que el río surgía abruptamente de la tierra, como de una herida mortal. Volvieron al océano bajo la lluvia.
—Tengo que dormir —dijo Pickard al fin. Se derrumbó—. No he dormido en cuatro semanas. He probado, pero no puedo. Durmamos aquí.
El cielo estaba oscureciéndose. Caía la noche en Venus, una noche tan negra que todo movimiento parecía peligroso. Simmons y el teniente cayeron también de rodillas.
—Bueno —dijo el teniente—, veremos qué se puede hacer. Ya lo hemos intentado antes, pero no sé… Este clima no parece invitar al sueño.
Los hombres se tendieron en el barro, tapándose las cabezas para que el agua no les entrara por las bocas. Cerraron los ojos. El teniente se estremeció.
No podía dormir.
Algo le corría por la piel. Algo crecía sobre él, en capas. Caían unas gotas, sobre otras gotas, y todas se unían formando unos hilos de agua que le corrían por el cuerpo. Y mientras, las raíces de las plantas se le metían en la ropa. Sintió que la hiedra lo cubría con un segundo traje; sintió que los capullos de las florecitas se abrían, y que caían los pétalos. Y la lluvia seguía y seguía, golpeándole el cuerpo y la cabeza. En la noche luminosa (pues la vegetación brillaba ahora en la oscuridad) podía ver las figuras de los otros dos hombres, como troncos caídos cubiertos por un manto de hierbas y flores. La lluvia le golpeó la cara. Se cubrió la cara con las manos. La lluvia le golpeó entonces el cuello. Se volvió boca abajo, en el barro, entre las plantas de tejidos elásticos, y la lluvia le golpeó la espalda y las piernas.
El teniente se incorporó y comenzó a sacudirse el agua del cuerpo. Mil manos lo estaban tocando, y no quería que lo tocaran. Ya no lo aguantaba más. Trastabilló y chocó contra alguien. Era Simmons, de pie bajo la lluvia. Simmons escupía, tosía y estornudaba. Y en seguida Pickard, gritando, se incorporó y echó a correr.
—¡Un momento, Pickard!
—¡Basta! ¡Basta! —gritaba Pickard. Disparó seis veces su arma contra el cielo de la noche. En el resplandor de la pólvora, durante un instante, con cada detonación, los hombres pudieron ver ejércitos de gotas de lluvia, como incrustadas en una vasta e inmóvil piedra de ámbar, como sorprendidas por la explosión. Quince billones de gotitas, quince billones de lágrimas, quince billones de joyas en una vitrina forrada de terciopelo blanco. Y luego, cuando la luz desapareció, las gotas que se habían detenido para ser fotografiadas, que habían suspendido su rápido descenso, cayeron sobre los hombres, como una nube de voraces insectos, fría y dolorosa.
—¡Basta! ¡Basta!
—¡Pickard!
Pero Pickard ya no se movía.
El teniente encendió
una linterna e iluminó el rostro húmedo de Pickard. El hombre tenía los ojos desorbitados y la boca abierta, y el rostro vuelto hacia arriba, de modo que el agua le golpeaba la lengua y le estallaba en la boca, y le lastimaba y le mojaba los ojos abiertos, y le salía en burbujas de la nariz como un murmullo espumoso.
—¡Pickard!
Pickard no contestó. Se quedó allí, sin moverse, mientras las pompas de la lluvia se rompían sobre su pelo descolorido, y los collares y las pulseras del agua se le desprendían del cuello y las muñecas.
—¡Pickard! Nos vamos. Síganos.
La lluvia resbalaba por las orejas de Pickard.
—¿Me oye, Pickard?
Como si estuviese gritando dentro de un pozo.
—¡Pickard!
—Déjelo —murmuró Simmons.
—No podemos seguir sin él.
—¿Y qué vamos a hacer? ¿Llevarlo a la rastra? —exclamó Simmons—. Será totalmente inútil. Tanto para él como para nosotros. ¿Sabe qué hará? Se quedará ahí hasta ahogarse.
—¿Qué?
—Debía saberlo. ¿No conoce la historia? Se quedará ahí, con la cabeza levantada, y dejará que el agua le entre por la nariz y la boca. Respirará agua.
—No.
—Así lo encontraron al general Mendt. Sentado en una roca, con la cabeza echada hacia atrás, respirando lluvia. Tenía los pulmones llenos de agua.
El teniente volvió a iluminar aquel rostro inmóvil. De la nariz de Pickard salía un sonido húmedo.
—¡Pickard! —El teniente lo abofeteó.
—No puede sentirlo —dijo Simmons—. Unos pocos días bajo esta lluvia y uno ya no tiene ni cara ni piernas ni manos.
El teniente se miró horrorizado la mano. No la sentía.
—Pero no podemos dejarlo aquí.
—Le enseñaré qué podemos hacer. Simmons disparó su arma.
Pickard cayó en un charco.
—No se mueva, teniente —dijo Simmons—. Tengo el arma cargada. Reflexione. Pickard se hubiese quedado ahí, de pie o sentado, hasta ahogarse. Esto es más rápido.
El teniente miró parpadeando el cuerpo de Pickard.
—Pero usted lo mató.
—Sí, porque se hubiese convertido en una carga, y hubiese terminado con nosotros. ¿Le vio la cara? Estaba loco.
Pasó un rato, y al fin el teniente asintió.
—Bueno.
Los dos hombres volvieron a caminar bajo la lluvia.
En la noche sombría, las linternas lanzaban unos rayos que apenas atravesaban la lluvia. Después de media hora tuvieron que detenerse devorados por el hambre, y esperar la llegada del alba. Cuando amaneció, la luz era gris, y seguía lloviendo. Los hombres se pusieron otra vez en camino.
—Hemos calculado mal —dijo Simmons.
—No. Falta una hora.
—Hable más fuerte. No puedo oírlo. —Simmons se detuvo y sonrió—. Por Cristo —dijo, y se tocó las orejas—. Mis orejas. Ya no las tengo. Esta lluvia me pelará hasta los huesos.
—¿No oye nada? —dijo el teniente.
—¿Qué? —Los ojos de Simmons parecían asombrados.
—Nada. Vamos.
—Creo que esperaré aquí. Siga usted adelante.
—No puede hacer eso.
—No lo oigo. Siga usted. No puedo más. No creo que haya una cúpula por estos lados. Y si la hubiese, tendrá probablemente el techo lleno de agujeros, como la otra. Creo que voy a sentarme.
—¡Levántese, Simmons!
—Hasta luego, teniente.
—¡No puede abandonar ahora!
—Tengo un arma que dice que sí. Ya nada me importa. No estoy loco todavía, pero no tardaré mucho en estarlo. Y no quiero morir de ese modo. Tan pronto como usted se aleje dispararé contra mí mismo.
—¡Simmons!
—Oiga, es cuestión de tiempo. Morir ahora o dentro de un rato. ¿Qué le parece si al llegar a la próxima cúpula se encuentra con el techo agujereado? Sería magnífico, ¿no?
El teniente esperó un momento, y al fin se fue, chapoteando bajo la lluvia. Se volvió una vez y llamó a Simmons, pero el hombre siguió allí, con el arma en la mano, esperando a que el teniente se perdiera de vista. Simmons sacudió la cabeza y le hizo una seña como para que siguiera caminando.
El teniente no oyó ni siquiera la detonación.
Mientras caminaba masticó unas flores. No eran venenosas ni tampoco muy nutritivas. Las vomitó un minuto después.
Trató de hacerse un sombrero con hojas. Pero ya lo había intentado otras veces. La lluvia le disolvió las hojas sobre la cabeza. Desprendidas de sus tallos las hojas se le pudrían rápidamente entre los dedos, transformándose en una masilla gris.
—Otros cinco minutos —se dijo a sí mismo—. Otros cinco minutos y luego me meteré en el mar y seguiré caminando. No estamos hechos para esto. Ningún terrestre ha podido ni podrá soportarlo. Los nervios, los nervios.
Avanzó tambaleándose por un mar de fango y follaje, y subió a una loma.
A lo lejos, entre los finos velos del agua, se veía una débil mancha amarilla. La otra cúpula solar.
A través de los árboles, muy lejos, un edificio redondo y amarillo. El teniente se quedó mirándolo, tambaleante.
Echó a correr, y volvió a caminar. Tenía miedo. ¿Y si fuese la misma cúpula? ¿Y si fuese la cúpula muerta, sin sol?
El teniente resbaló y cayó al suelo. Quédate ahí, pensó. Te has equivocado. Todo es inútil. Bebe toda el agua que quieras.
Pero se incorporó otra vez. Cruzó varios arroyos, y el resplandor amarillo se hizo más intenso, y echó a correr otra vez, quebrando con sus pisadas espejos y vidrios, y lanzando al aire, con el movimiento de los brazos, diamantes y piedras preciosas.
Se detuvo ante la puerta amarilla donde se leía CÚPULA SOLAR. Extendió una mano entumecida y la tocó. Movió el pestillo y entró, tambaleándose.
Miró a su alrededor. Detrás de él, en la puerta, los torbellinos de la lluvia. Ante él, sobre una mesa baja, un tazón plateado de chocolate caliente, humeante, y una fuente llena de bizcochos. Y al lado, en otra fuente, sándwiches de pollo y rodajas de tomate y cebollas verdes. Y en una percha, en frente, una gran toalla turca, verde y gruesa, y un canasto para guardar las ropas mojadas. Y a la derecha, una cabina donde unos cálidos rayos secaban todo, instantáneamente. Y sobre una silla, un uniforme limpio que esperaba a alguien, a él o a cualquier otro extraviado. Y allá, más lejos, el café que humeaba en recipientes de cobre, y un fonógrafo del que nacía una música serena, y unos libros encuadernados en cuero rojo o castaño. Y cerca de los libros, un sofá blando y hondo donde podía acostarse, desnudo, a absorber los rayos de ese objeto grande y brillante que dominaba la habitación.
El teniente miraba el sol.
El sol colgaba en el centro del cuarto, grande y amarillo, y cálido. Era un sol silencioso, en una habitación silenciosa. La puerta estaba cerrada y la lluvia era sólo un recuerdo para su cuerpo palpitante. El sol estaba allá arriba, en el cielo azul de la habitación, cálido, caliente, amarillo, y hermoso.
El teniente se adelantó, arrancándose las ropas.
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