Manuel Díaz Martínez
La cena
a Rafael Alcides
Mi abuelo se sentó a la mesa con su muerto al lado.
No levanté los ojos de la sopa:
sabía que él también estaba muerto.
Mi madre tampoco levantó los ojos
a pesar de estar tan muerta como él.
Pero el muerto más muerto era Jacinto el ciego,
que no tenía ojos para ver la sopa.
Y peor aún era el caso de Donata,
que no tenía sopa para meter los ojos.
Mi abuelo se levantó, entonces, de la mesa
y nos dejó solos con su muerto
(un muerto sin ojos y sin sopa,
un terrible muerto hecho todo de bocas y de huesos).
Lo miré al soslayo, ya sin pizca de apetito,
y deduje que era un muerto que buscaba nombre.
Le puse el nombre de mi abuelo.
Mi madre protestó y le puso el nombre de mi padre.
Mi padre protestó y le puso el nombre de su hermano.
A Donata y a Jacinto se los tuvo en cuenta
cuando llamaron al muerto con mi nombre.
Fue cuando pregunté:
-¿Es necesario que los muertos tengan nombre?
¿Por qué meter los ojos en la sopa?
¿Hay que sentar los muertos a la mesa?
Mi padre respondió al momento:
-Conviene darles un carnoso nombre
donde poder pegarles la mordida;
ellos se pasan el tiempo con la boca seca
raspando con sus dientes nuestros platos.
Si no tuvieran nombre, ¿cómo poder llamarlos
y cómo poder, si queremos, despedirlos?
-Es muy justo sentarlos a la mesa
-añadió mi madre sonriendo
y cortando el pan en rebanadas-.
Nadie puede negar que tienen boca y, por tanto, hambre;
y manos y, por tanto, ganas;
y huecos, enormes huecos fríos que llenar.
Ellos también han de poner sus huesos en la mesa.
Jacinto el ciego le sirvió más jugo al muerto
y mi madre le arrimó toda la sopa
mientras Donata, solícita, decía
¡Buen apetito! en italiano.
Fue cuando pregunté de nuevo:
-¿Todo se hace en el nombre de los muertos?
-Manuel, ¡cállate y come!
Manuel Díaz Martínez (Cuba, 1936 - España, 2023)
No hay comentarios:
Publicar un comentario