Novela de la restitución
Jordi Gracia
16 de febrero de 2007
Almudena Grandes se muestra en plenitud en El corazón helado. La novela repasa la Guerra Civil, el exilio y el latir de herencias sentimentales, ideológicas y económicas que, sabidas o secretas, minan el presente de una familia y una sociedad. Una misteriosa mujer en el entierro de un hombre es la puerta de entrada al pasado y a la verdad.
EL CORAZÓN HELADO
Almudena Grandes
Tusquets. Barcelona, 2007
933 páginas. 25 euros
El formato corto defrauda a sus más fieles lectores y a los que lo son menos, como pudo pasar con Castillos de cartón, y el formato largo impacienta a sus menos devotos pero satisface a los más fieles. Si necesita arreglo o no esta situación es lo de menos porque lo de más es que enuncia una pista concluyente sobre la pluralidad cuantiosa de lectores que pueden acercarse a una novela de Almudena Grandes en tanto que seguro de calidad para una poética novelesca: esa novela muy bien armada que se crece en los meandros a menudo infinitesimales y en las exploraciones interiores exhaustivas, esa novela que recurre espontáneamente a la amplificatio como modo de desarrollo narrativo y modo de análisis de un destello de duda, o un recuerdo emborronado, o una lluvia ruidosa. Nadie en la novela española actual ensancha así el nervio vital de los personajes hasta crear una suerte de casa común, de convivencia física, que es un efecto literario que la novela contemporánea ha ido buscando a través de recursos elípticos. El corazón helado es pura Almudena Grandes; tanto, que en la nota final incluso agradece a sus editores que "ni una sola vez" hayan protestado del tamaño del libro, pese a que la multiplicación de detalles circunstanciales o morosidades analíticas e introspectivas juegan contra ese mismo efecto buscado, y en lugar de sumar tensión demasiadas veces los puntillosos detalles nuevos la disminuyen o neutralizan.
Por eso digo que Almudena Grandes parece no haber estado nunca antes tan segura y convencida de su modo de hacer novelas. El corazón helado cumple no sólo un impulso de máxima ambición literaria sino de ratificación propia, como novelista y como ciudadana, en un espacio de la imaginación (que eso es la historia también) que apenas había concurrido antes y que aquí lo hace sin perder la función de servir a los nudos clásicos de sus historias de sentimientos atrapados y desbordados: los secretos perdurables, los heridas mal curadas o incurables, las mentiras aplazadas. Y he dicho ciudadana hace un momento muy a conciencia: el impulso del relato tiene que ver con nuestro presente social y cultural de una manera tan directa que incluso cuando se abre al pasado y se inmiscuye en las biografías dañadas por la Guerra Civil, el exilio o la División Azul, late la voluntad de recordar que eso sucede en el presente y que todo aquello que sucedió, fuese lo que fuese, no sucedió, sucede, aunque lo callen los que lo saben, aunque lo ignoren quienes lo heredan.
Para obtener ese efecto y esa atmósfera, la novelista ha optado por fijar un pivote maligno y tortuoso, el traidor un poco demasiado de una pieza, en torno a cuya muerte en nuestros días arranca la reconstrucción que conducen dos personajes centrales. El hijo del traidor, Álvaro, y una víctima de la traición, Raquel, encienden la mecha de una relación amorosa sin saber del todo bien que será el amor atacado que viven lo que va a llevarles al desmoronamiento del mito de un padre ejemplar, enriquecido en el franquismo cuando usurpa sin piedad las propiedades de una familia exiliada, la de Raquel. Lo descubre y averigua atando cabos familiares y recuerdos propios esa pareja nueva, fresca y madura, en torno a la cuarentena, que ha vivido en democracia desde siempre y sin embargo es heredera de herencias que ambos ignoran en parte, o cuya tasación han calculado mal o apenas han conocido nunca en su verdadera magnitud.
Y de eso va a ocuparse el lector que caiga en el relato, de saber qué han heredado y por qué les han ocultado la parte oscura de su propia historia familiar y hasta dónde puede llegar a doler el presente cuando no hay rectificación posible ni de la mentira, ni de la traición y ya ni siquiera es del todo claro que importe demasiado la venganza: por qué hay que esperar a la muerte del padre para saber dónde y cómo murió la abuela, y por qué sólo a su muerte los hijos sabrán el origen infeccioso de la fortuna. La documentación que ha usado Almudena Grandes es sin duda abundante para reconstruir fiablemente las condiciones del exilio y las carencias del interior, pero vuelve a ser dominante en su novela el peso de la efusión sentimental y su derrame emotivo, la agudeza feroz del dolor al evocar a una abuela negada por su hijo e ignorada por los nietos (por haber sido socialista, por haber abandonado el matrimonio). La restitución de la historia se celebra en un espacio privado que sin embargo tiene vocación colectiva: la familia, las familias numerosas y pobladas de hijos, de sobrinos, de primos segundos y terceros, y esa restitución es el saber veraz que unos necesitan y que otros rehúyen desde la cobardía, el cinismo o la aclimatación confortable a las mentiras de toda la vida, como suelen serlo las mentiras de familia.
Es subdirector de Opinión y llega a la redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. La inmersión en el periódico equivale a entrar en el mundo real casi sin respirar. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.
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