Noticias de la niebla Times Square, NY, 2012 Foto de Triunfo Arciniegas |
Truman Capote
Biografía
Un día de trabajo
A Day's Work
scenario: Una
lluviosa mañana de abril de 1979. Camino por la Segunda Avenida de
la ciudad de Nueva York, cargado con un capacho de hule para la compra lleno de
artículos de limpieza que pertenecen a Mary Sánchez, quien va a mi lado
tratando de mantener un paraguas por encima de los dos, lo que no es difícil,
pues es mucho más alta que yo: mide seis pies.
Mary Sánchez es una asistenta que trabaja por
horas, a cinco dólares la hora, seis días a la semana. Trabaja aproximadamente
nueve horas al día, y visita una media de veinticuatro domicilios distintos
entre lunes y viernes; por lo general, sus clientes sólo requieren sus
servicios una vez a la semana.
Mary tiene cincuenta y siete años, nació en un
pequeño pueblo de Carolina del Sur y ha «vivido en el Norte» durante los
últimos cuarenta años. Su marido, puertorriqueño, murió el verano pasado. Tiene
una hija casada que vive en San Diego y tres hijos, uno de los cuales es
dentista, otro que está cumpliendo una condena de diez años por robo a mano
armada, y un tercero que «sencillamente se ha ido, Dios sabe a dónde. Me llamó
la pasada Navidad, parecía muy lejos. Le pregunté: ¿dónde estás, Pete?, pero no
me contestó, de modo que le dije que su papá había muerto, y él contestó que
bueno, que era el mejor regalo de Navidad que podía hacerle, así que colgué el
teléfono de golpe y espero que no vuelva a llamar nunca. Escupir de esa manera
en la tumba de papá. Bueno, es cierto que Pedro no fue bueno con los chicos. Ni
conmigo. No hacía más que emborracharse y jugar a los dados. Se iba con mujeres
malas. Lo encontraron muerto en un banco del Central Park. Tenía una botella
casi vacía de Jack Daniels en una bolsa de papel sujeta entre las piernas;
aquel hombre sólo bebía lo mejor. Con todo, Pete se pasó al decir que se alegraba
de la muerte de su padre. Le debía el don de la vida, ¿no es cierto? Y yo
también le debía algo a Pedro. Si no hubiera sido por él, seguiría siendo una
baptista ignorante, perdida para el Señor. Pero cuando me casé, lo hice por la
iglesia católica, y la iglesia católica llevó un resplandor a mi vida
que nunca ha desaparecido ni lo hará jamás, ni siquiera cuando yo muera. Crié a
mis hijos en la fe; dos me salieron bien buenos, y de ello doy más crédito a la
iglesia que a mí misma».
Mary Sánchez es fuerte, pero tiene una cara
redonda, pálida y suave, con una nariz algo respingona y un bonito lunar en la
mejilla izquierda. No le gusta el término «negro», aplicado en forma racial.
«Yo no soy negra. Soy castaña. Una mujer de color castaño claro. Y le diré algo
más. No conozco a mucha otra gente de color que les guste que les llamen
negros. Quizás a algunos jóvenes. Y a esos radicales. Pero no a gente de mi
edad, ni aun a los que tienen la mitad de mis años. Ni a la gente que son
negros de verdad les gusta. ¿Qué tienen de malo los negros? Yo soy negra y
católica, y estoy orgullosa de afirmarlo.»
Conozco a Mary Sánchez desde 1968, y ha
trabajado periódicamente para mí durante todos estos años. Es concienzuda, y se
toma un interés más que circunstancial por sus clientes, a bastantes de los
cuales apenas ha visto o no conoce en absoluto, porque muchos de ellos son
trabajadores solteros y mujeres que no están en casa cuando ella va a
limpiarles el piso; se comunica con ellos, y ellos con ella, por medio de
notas: «Mary, por favor, riegue los geranios y dé de comer al gato Espero que
se encuentre bien. Gloria Scotto.»
Una vez le sugerí que me gustaría seguirla
durante el transcurso de un día de trabajo, y ella dijo que de acuerdo, que no
veía nada malo en ello y que, en realidad, disfrutaría de mi compañía: «A
veces, éste puede ser un trabajo bastante solitario.»
Y por eso es por lo que caminamos juntos en esta
mañana de abril pasada por agua.
TC: ¿Qué demonios
lleva usted en este capacho?
Mary: Vamos, démelo. No quiero que maldiga.
TC: No. Lo siento.
Pero pesa.
Mary: Quizá sea la plancha.
TC: ¿Plancha usted la ropa? Nunca plancha la mía.
Mary: Es que alguna de esa gente no tiene
utensilios Por eso tengo que cargar con tantas cosas. Yo les dejo notas: compre
esto, compre lo otro. Pero se olvidan. Es como si toda mi gente estuviera
absorta en sus problemas. Como ese míster Trask, a cuya casa vamos. Lo tengo
desde hace siete u ocho meses, y aún no lo conozco. Pero bebe demasiado, su
mujer lo abandonó por eso y debe facturas en todas partes, y si alguna vez
contesto al teléfono, es alguien que trata de cobrar. Sólo que ahora le han
cortado el teléfono.
(Llegamos a la dirección, y de su bolso de
bandolera saca un enorme aro metálico en el que tintinean docenas de llaves. El
edificio, de color pardo rojizo, tiene cuatro pisos con un ascensor diminuto.)
TC (después de entrar y echar una ojeada al piso
de Trask Una habitación de gran tamaño con verduzcas paredes de color arsénico,
una cocina pequeña y un cuarto de baño con un retrete roto que mana
constantemente): Hmm. Ya entiendo lo que quiere decir. Este tipo tiene
problemas.
Mary (abriendo un armario viscoso y lleno de ropa
para lavar con olor a sudor): ¡Ni una sábana limpia en esta casa! ¡Y mire esa
cama! ¡Mayonesa! ¡Chocolate! Migas, migas, chicle, colillas de cigarrillos.
¡Lápiz de labios! ¿Qué clase de mujer estaría dispuesta a meterse en una cama
como ésta? No he podido cambiar las sábanas durante semanas. Meses.
(Enciende varias lámparas con las pantallas
torcidas; y mientras se afana en organizar el desorden circundante, observo la
estancia con mayor cuidado. En realidad, parece que un ladrón la hubiese
saqueado, dejando algunos cajones de la cómoda abiertos y otros cerrados. Encima
de la cómoda hay una fotografía con marco de cuero de un hombre rechoncho y
moreno y de una rubia desdeñosa de la Júnior League[1], y de
tres chicos pelirrubios, sonrientes, dentones y tostados por el sol, el mayor
de unos catorce años. Sujeta en un espejo empañado, hay otra fotografía sin
marco: otra rubia, pero, sin duda, no de la Júnior League ,
quizás un ligue de Maxwell's Plum; me figuro que el lápiz de labios de las
sábanas de la cama será de ella. Un ejemplar del número de diciembre de la
revista True Detective yace en el suelo, y en el cuarto de baño, junto
al retrete, incesantemente agitado, hay un montón de revistas de chicas, Penthouse,
Hustler, Oui: aparte de eso, parece haber una total ausencia de
pertenencias culturales. Pero por todas partes hay centenares de botellas de
vodka vacías: del tipo de miniaturas que sirven en las líneas aéreas.)
TC: ¿Por qué cree usted que sólo bebe esas
miniaturas?
Mary: Quizá porque no puede comprar nada mayor.
Sólo compra lo que puede. Tiene un buen trabajo, si es que logra conservarlo,
pero su familia lo tiene arruinado.
TC: ¿En qué trabaja?
Mary: En aviación.
TC: Eso lo explica. Esas botellitas las consigue
gratis.
Mary: ¿Sí? ¿Y cómo? No es camarero. Es piloto.
TC: ¡Oh, Dios mío!
(Suena un teléfono con un ruido amortiguado,
porque el aparato está hundido bajo una manta arrugada. Con expresión
malhumorada y las manos jabonosas de agua de fregar, Mary lo desentierra con
delicadeza de arqueólogo.)
Mary: Se lo deben haber conectado otra vez. ¿Diga?
(Silencio.) ¿Diga?
Voz de Mujer: ¿Quién es ahí?
Mary: Esto es la residencia de míster Trask.
Voz de Mujer: ¿La residencia de míster Trask?
(Carcajada; luego, en tono altanero): ¿Con quién hablo?
Mary: Soy la doncella de míster Trask.
Voz de Mujer: Conque míster Trask tiene
doncella, ¿eh? Vaya, eso es más de lo que tiene la señora Trask.
¿Querría la doncella de míster Trask decirle, por favor, a míster Trask que a
la señora Trask le gustaría hablar con él?
Mary: No está en casa.
Señora Trask: No me diga eso. Póngame
con él.
Mary: Lo siento, señora Trask. Creo que está
volando.
Señora Trask (con
amarga alegría): ¿Volando? Siempre está volando. Siempre.
Mary: Quiero decir que está trabajando.
Señora Trask: Dígale que me llame a
casa de mi hermana en Nueva Jersey. Que me llame nada más llegar, si es que
sabe lo que le conviene.
Mary: Sí, señora. Le dejaré el recado. (Cuelga.)
Tiene mal genio, la mujer. No es raro que él esté en esas condiciones. Y ahora
está fuera, trabajando. Me pregunto si me habrá dejado mi dinero. Aja. Ahí está.
Encima de la nevera.
(En forma sorprendente, al cabo de una hora se
las ha arreglado de alguna manera para ocultar el caos y dar a la estancia un
aspecto no enteramente ordenado, pero sí medianamente respetable. Con un lápiz
garabatea una nota y la sujeta contra el espejo de la cómoda: «Querido míster
Trask, su mujer quiere que la llame a casa de su hermana sinceramente Mary
Sánchez.» Luego suspira, se sienta en el borde de la cama y de su bolso de mano
saca una cajita de hojalata que contiene un surtido de canutos de marihuana;
selecciona uno, lo encaja en una boquilla y lo enciende, inhalando
profundamente, reteniendo el humo en los pulmones y cerrando los ojos. Me
ofrece uno.)
TC: Gracias. Es demasiado pronto.
Mary: Nunca es demasiado pronto. De todos modos,
tiene que probar este material. Mucho cojones[2].
Me lo regaló una clienta, una señora realmente católica; está casada con un
tipo del Perú. Se lo manda su familia. Directamente por correo. Nunca lo
utilizo para colocarme. Sólo lo suficiente como para levantar un poco el ánimo.
Esa pesadez. (Da chupadas al petardo hasta que casi le quema los labios) Andrew
Trask. Pobre diablo asustado. Podría terminar como Pedro. Muerto en el banco de
un parque, sin nadie a quien le importe. No es que a mí no me importara aquel
hombre. Últimamente me sorprendo recordando los buenos tiempos que pasé con
Pedro, y supongo que eso es lo que le pasará a la mayoría de las personas que
hayan amado alguna vez a alguien y lo hayan perdido; se borra lo malo y uno
piensa en las buenas cosas que tenían, en lo que te gustaba de ellos al
principio. Pedro, el joven de quien me enamoré, bailaba divinamente, ¡oh!,
sabía el tango, sabía la rumba, me enseñó los movimientos y me hacía bailar
hasta caerme. Éramos habituales del salón de baile del Savoy. Iba arreglado y
era limpio; incluso cuando le dio por la bebida siempre llevaba las uñas
cortadas y arregladas. Y sabía cocinar cualquier cosa. Así se ganaba la vida,
como cocinero de platos rápidos. He dicho que nunca hizo nada bueno por los
chicos; pero les preparaba las cestas de comida que llevaban al colegio. Toda
clase de bocadillos envueltos en papel encerado. Jamón, manteca de cacao y
gelatina, huevos en ensalada, bonito, y fruta, manzanas, plátanos, peras, y un
termo de leche caliente mezclada con miel. Resulta doloroso imaginárselo ahí,
en el parque, y pensar que no lloré cuando la policía se presentó a decírmelo;
que nunca lloré. Debería haberlo hecho. Se lo debía. También le debía un
puñetazo en la mandíbula.
Voy a dejarle las luces encendidas a míster
Trask. No tiene sentido que vuelva a casa y se encuentre con una habitación a
oscuras.
(Cuando salimos del edificio, la lluvia había
cesado, pero el cielo estaba revuelto y se había levantado un viento que
lanzaba basura a las alcantarillas y causaba que los viandantes se calaran el
sombrero. Nuestro destino estaba a cuatro manzanas; un modesto pero moderno
edificio de pisos con un portero uniformado, domicilio de miss Edith Shaw, una
joven de unos veinticinco años que formaba parte de la plantilla de redacción
de una revista. «Una especie de revista de actualidad. Debe tener cerca de mil
libros. Pero no tiene aspecto de ratón de biblioteca. Es una chica muy maja, y
tiene muchos novios. Demasiados; sencillamente, parece que no puede quedarse
mucho tiempo con un solo tipo. Somos amigas porque... Una vez llegué a su casa
y estaba muy enferma. Acababa de abortar. Normalmente, no tolero eso; va contra
mis creencias. Le pregunté que por qué no se había casado con aquel hombre La
verdad era que ella no sabía con quién casarse; no sabía quién era el padre. Y,
de todas formas, lo último que quería era un marido o un crío».)
Mary (inspeccionando el ambiente desde la puerta
abierta del piso de dos habitaciones de miss Shaw): Aquí no hay mucho que hacer.
Quitar un poco el polvo. Lo tiene bien arreglado. Fíjese en todos esos libros.
Del suelo hasta el techo no hay otra cosa que libros.
(Excepto por las atestadas estanterías, el piso
era atrayentemente parco, blanco y luminoso, como escandinavo. Había una
antigüedad: un escritorio de tapa corrediza con una máquina de escribir encima;
miré lo que había escrito en ella:
«Zsa Zsa Gabor tiene
305 años
Lo sé
Pues le conté
Los anillos.»
Y tres espacios más abajo, escrito en la
máquina:
«Sylvia Plath, te odio a ti
Y a tu maldito papi.
Me gustaría, ¿me oyes?
¡Me gustaría que me metieras
La cabeza
En un horno calentado a gas!»)
TC: ¿Es poetisa miss Shaw?
Mary: Siempre está escribiendo algo. No sé qué es.
Lo que he visto, a mí me suena a droga. Venga, quiero enseñarle algo.
(Me lleva al cuarto de baño, una estancia
sorprendentemente amplia y resplandeciente. Abre la puerta de un armarito y
señala un objeto en un estante: un consolador de plástico rosa moldeado en
forma de un pene de tamaño normal.)
¿Sabe qué es eso?
TC: ¿Usted no?
Mary: Yo soy la que pregunta.
TC: Es un consolador en forma de pene.
Mary: Sé lo que es un consolador. Pero nunca he
visto uno como ése. Dice: «Hecho en Japón.»
TC: ¡Ah, bueno! La mentalidad oriental.
Mary: Viciosos. Pero tiene algunos perfumes
exquisitos. Si es que le gustan los perfumes. Yo sólo me pongo un poco de
vainilla detrás de las orejas.
(Mary se puso entonces a trabajar, a fregar los
encerados suelos sin alfombras, a quitar el polvo de las estanterías con un
plumero; y mientras trabajaba, tenía abierta su caja de canutos y la boquilla
cargada. No sé cuánta «pesadez» tendría que levantar, pero sólo el aroma me
estaba colocando.)
Mary: ¿Seguro que no
quiere probar un par de caladas? Usted se lo pierde.
TC: No me fuerce.
(¡Cielo santo! He fumado alguna hierba potente,
nunca lo bastante como para adquirir hábito, pero sí lo suficiente para
apreciar la calidad y conocer la diferencia entre hierba mexicana corriente y
contrabando de lujo, como la tailandesa y la suprema Maui-Wowee. Pero tras
acabar de fumarme un porrito de Mary, y mientras estaba a la mitad de otro, me
sentí como atrapado por un delicioso demonio, abrazado por un júbilo loco y
maravilloso: el demonio me hacía cosquillas en los dedos de los pies, me
rascaba la hormigueante cabeza, me besaba ardientemente con sus azucarados
labios rojos, me metía su fiera lengua dentro de la garganta. Todo echaba
chispas; mis ojos parecían tener un objetivo con zoom: podía leer los
títulos de los estantes más altos: La personalidad neurótica de nuestro
tiempo, de Karen Horney; Eimi, de e. e. cummings; Cuatro
cuartetos; Poemas completos, de Robert Frost.)
TC: Desprecio a Robert
Frost. Era un bastardo perverso y egoísta.
Mary: Pues si nos ponemos a maldecir...
TC: Y él con su halo de cabellos desgreñados. Un
egocéntrico, sádico y traicionero. Arruinó a toda su familia. A varios de
ellos. ¿Ha comentado alguna vez esto con su confesor, Mary?
Mary: ¿Con el padre McHale? ¿Comentado el qué?
TC: EL El precioso néctar que estamos devorando tan
divinamente, mi adorable paro carbonero. ¿Ha informado al padre McHale de esta
deliciosa iniciativa?
Mary: Lo que no sepa,
no puede hacerle daño. Tome, ahí tiene algo de menta. Peppermint. Hace que este
material sepa mejor.
(Era raro, no parecía colocada, ni una pizca. Yo
acababa de pasar Venus, y Júpiter, el viejo y placentero Júpiter, me hizo señas
desde la lejanía planetaria de color lila, encandilada por las estrellas. Mary
se acercó al teléfono y marcó un número; lo dejó sonar un rato antes de
colgar.)
Mary: No están en casa. Eso es algo de agradecer al
señor y la señora Berkowitz. Si hubieran estado en casa, no podría llevarlo a
usted allá. A causa de esos pomposos judíos. ¡Y ya sabe usted lo pretenciosos
que son!
TC: ¿Judíos? ¡Sí, por Dios! Muy pomposos.
Deberían estar en el Museo de Historia Natural. Todos ellos.
Mary: He pensado en
despedir a la señora Berkowitz. El problema es que míster Berkowitz, que
trabajaba en prendas de vestir, está jubilado, y siempre están los dos en casa.
Estorbando. A menos que vayan a Greenwich, donde tienen una propiedad. Allí es
donde deben haber ido hoy. Hay otra razón por la que me gustaría dejarlos.
Tienen un loro viejo: lo ensucia todo. ¡Y es estúpido! Lo único que ese loro
necio sabe decir son dos cosas: «¡Vaca sagrada!» y «¡Oy vey!» Cada vez que
entra uno en esa casa, empieza a gritar: «¡Oy vey!» Me ataca los nervios de un
modo horrible. ¿Qué tal? Vamos a fumarnos otro porrito y a salir de este
garito.
(Había vuelto a llover y tenía más
fuerza el viento, una mezcla que hacía que el aire pareciera como un espejo
haciéndose añicos. Los Berkowitz vivían en Park Avenue, más arriba del ochenta,
y sugerí que tomáramos un taxi, pero Mary dijo que no, que qué clase de marica
era yo, que podíamos ir andando, así que me di cuenta de que, a pesar de las
apariencias, ella también viajaba por sendas estelares. Fuimos caminando
despacio, como si hiciese un cálido día tranquilo con cielo de color turquesa y
las duras calles resbaladizas fuesen una playa caribeña de color perla. Park
Avenue no es mi bulevar favorito; es de ricos y carece de encanto; si la señora
Lasker plantara tulipanes en todo el trayecto de la Estación Central
al Spanish Harlem, sería en vano. Sin embargo, hay ciertos edificios que
despiertan recuerdos. Pasamos uno donde Willa Cather, la escritora
norteamericana que más he admirado, vivió los últimos años de su vida con su
compañera, Edith Lewis; con frecuencia solía sentarme frente a su chimenea y
bebía Bristol Cream mientras observaba cómo la lumbre inflamaba el pálido azul
de la llanura de los geniales y serenos ojos de miss Cather. En la Calle Ochenta y
Cuatro reconocí un edificio en donde una vez asistí a una pequeña cena de
etiqueta dada por el senador John F. Kennedy y señora, entonces tan joven y
despreocupada. Pero, a pesar de los agradables esfuerzos de nuestros huéspedes,
la noche no fue tan instructiva como yo había previsto porque, después de que
se hubiera dejado ir a las mujeres y los hombres se quedaran solos en el
comedor para saborear sus cordiales y sus puros habanos, uno de los invitados,
un modisto de mentón más bien oblicuo llamado Oleg Cassini, acaparó la
conversación con el relato de un viaje a Las Vegas y las innumerables chicas de
revista a las que allí había probado recientemente: sus medidas, sus especialidades
eróticas, sus exigencias financieras; un recital que hipnotizó a oyentes,
ninguno de los cuales estaba más divertido y más atento que el futuro
presidente.
Cuando
llegamos a la Calle
Ochenta y Siete, señalé a una ventana del cuarto piso del
número 1060 de Park Avenue e informé a Mary: «Mi madre vivió ahí. Esa era
su habitación. Era guapa y muy inteligente, pero no quería vivir. Tenía muchas
razones, al menos ella lo creía así. Pero, al final, el único motivo fue su
marido, mi padrastro. Era un hombre que se hizo a sí mismo, muy próspero; ella
lo adoraba, y él era verdaderamente un buen tipo, pero jugaba, se metió en
líos, malversó un montón de dinero, perdió su negocio y lo llevaron a
Sing-Sing.»
Mary meneó
la cabeza: «Igual que mi chico. Lo mismo que él.»
Los dos
nos quedamos parados, mirando a la ventana, mientras el chaparrón nos empapaba.
«De modo que una noche se vistió toda de gala y dio una cena; todo el mundo
dijo que estaba preciosa. Pero después de la fiesta, antes de irse a acostar,
se tomó treinta pastillas de Seconal y jamás se despertó.»
Mary se
enfada; echa a andar con rápidas zancadas bajo la lluvia: «No tenía derecho a
hacer eso. No tolero esas cosas. Van contra mis creencias.»)
Loro chillón: ¡Vaca sagrada!
Mary: ¿Lo oye? ¿Qué le había dicho?
Loro: Oy vey! Oy vey!
(El loro, un collage surrealista de
plumas verdes, amarillas y naranjas, está situado en una percha de caoba en el
salón rigurosamente formal del señor y la señora Berkowitz, una estancia que
sugiere estar enteramente hecha de caoba: los suelos de parqué, los paneles de
la pared y los muebles, costosas reproducciones de grandiosos muebles de época,
aunque sabe Dios de cuál, quizá de comienzos de la Gran Confluencia.
Sillas de respaldo recto; sofás que habrían puesto a prueba la paciencia de un
profesor de modales. Cortinajes de seda de color morado vendaban las ventanas
que, de manera incongruente, estaban cubiertas de visillos venecianos de color
marrón mostaza. Por encima de una repisa de chimenea de caoba tallada, un retrato
con marco de caoba de míster Berkowitz, carrilludo y cetrino, lo pintaba como
un caballero rural vestido para la caza del zorro: chaqueta encarnada, corbata
de seda, una trompa de caza apretada debajo de un brazo y una fusta bajo el
otro. No sé qué aspecto tendría el resto de aquella casa, de mezclados estilos,
porque aparte del salón, no vi nada salvo la cocina.)
Mary: ¿Qué es tan divertido? ¿De qué se ríe?
TC: De nada. Sólo es ese tabaco peruano, querube
mío. Entiendo que míster Berkowitz monta a caballo.
Loro: Oy vey! Oy vey!
Mary: ¡Calla! Antes de que retuerza tu maldito
pescuezo.
TC: Pues si nos ponemos a maldecir... (Mary
refunfuña; se santigua.) ¿Tiene nombre ese bicho?
Mary: Aja. Intente adivinarlo.
TC: Polly.
Mary (sorprendida de verdad): ¿Cómo lo sabe?
TC: Porque es hembra.
Mary: Es un nombre de chica, así que debe ser
hembra. Sea lo que sea, es una zorra. Pero fíjese en toda esa porquería del
suelo. La tengo que limpiar yo toda.
TC: Ese lenguaje. Ese lenguaje.
Polly: ¡Vaca sagrada!
Mary: ¡Qué nervios! Tal vez sería mejor que nos
colocáramos un poquito. (Fuera sale la caja de hojalata, los porros, la
boquilla, las cerillas.) Y vamos a ver qué localizamos en la cocina Tengo
muchas ganas de dulce.
(El interior de la nevera de los Berkowitz es
una fantasía de glotón, una cornucopia de golosinas cebadoras. No era de
extrañar que el dueño de la casa tuviese tales carrillos. «¡Oh, sí¡», confirma
Mary, «son un par de cerdos. Ella tiene un estómago que parece que va a soltar
los quintillizos de Dionne. Y todos los trajes de él están hechos a medida; no
le vale nada comprado en la tienda. ¡Hmm, qué rico! Me siento golosa de verdad.
Esos pastelitos de coco parecen apetitosos. Y no me importaría meterle el
diente a esa tarta de moka. Podemos ponerle encima un poco de helado».
Alcanzamos unos enormes cuencos de sopa y Mary los llena de pastelitos y de
tarta de moka y les añade cucharones del tamaño de un puño llenos de helado de
pistacho. Volvemos al salón con ese banquete y caemos sobre él como huérfanos
maltratados. No hay nada como la hierba para despertar el apetito. Tras acabar
la primera ración y echarnos dos porritos más, Mary vuelve a llenar los cuencos
con raciones aún más grandes.)
Mary: ¿Qué tal se encuentra?
TC: Me encuentro bien.
Mary: ¿Cómo de bien?
TC: Realmente bien.
Mary: Dígame exactamente cómo se siente.
TC: Estoy en
Australia.
Mary: ¿Ha estado alguna vez en Austria?
TC: En Austria, no. En
Australia. No, pero allí es donde estoy ahora. Y todo el mundo dice siempre que
es un sitio muy aburrido. ¡Eso demuestra lo que saben! El mejor surfing del
mundo. Estoy en el océano, sobre una tabla de surf, cabalgando sobre una
ola tan alta, como... tan alta como...
Mary: Tan alta como usted. ¡Ja, ja!
TC: Está hecha de esmeraldas fundidas. La ola. El
sol me calienta la espalda y la espuma me salta a la cara y me rodean tiburones
hambrientos. Aguas azules, muerte blanca. Qué película tan terrorífica,
¿verdad? Hambrientos y blancos devoradores de hombres por doquier, pero no me
inquietan; francamente, me importan tres cojones...
Mary (con ojos desorbitados de miedo): ¡Cuidado
con los tiburones! Tienen dientes asesinos. Puede quedarse paralítico de por
vida. Y mendigará por las esquinas de las calles.
TC: ¡Música!
Mary: ¡Música! Eso es lo que se necesita.
(Como un luchador atontado, avanza
tambaleándose hacia un objeto en forma de gárgola que hasta entonces había
escapado, afortunadamente, a mi atención: una consola de caoba que combina
televisión, tocadiscos y radio. Sintoniza la radio hasta encontrar una emisora
donde hay una música retumbante con ritmo latino.
Sus caderas
evolucionan, sus dedos chasquean, se abandona elegante pero suavemente, como si
recordara una sensual noche de juventud y bailara con una pareja fantasma
alguna coreografía memorable. Y es cosa de magia cómo responde su cuerpo, ahora
sin edad, a los tambores y guitarras, cómo da vueltas al ritmo más sutil: está
en trance, en el estado de gracia que supuestamente alcanzan los santos cuando
experimentan visiones. Y yo también oigo la música; corre velozmente por mi
cuerpo, como anfetamina, cada nota resonando con la separada nitidez de las
campanas de una catedral en un silencioso domingo de invierno. Me acerco a
ella, voy a sus brazos y nos conjuntamos paso a paso el uno al otro, riendo,
vibrando, y aun cuando la música se interrumpe por un locutor que habla español
tan rápido como el cascabeleo de las castañuelas, seguimos bailando, porque las
guitarras están ahora encerradas en nuestras cabezas, igual que nosotros somos
prisioneros de nuestro abrazo, de nuestras carcajadas, cada vez más altas, tan
altas que no reparamos en una llave que chasca, en una puerta que se abre y
luego se cierra. Pero el loro lo oye.)
Polly: ¡Vaca sagrada!
Voz de Mujer: ¿Qué es esto? ¿Qué ocurre
aquí?
Polly: Oy vey! Oy vey!
Mary: ¡Vaya! ¡Hola, señora Berkowitz, señor
Berkowitz! ¿Qué tal están ustedes?
(Y ahí se quedan, flotando en el aire, como los
globos de Mickey y Minnie Mouse en un desfile de Mary del Día de Acción de
Gracias. No es que esos dos tengan nada ratonil. Sus encolerizados ojos, los de
ella colorados detrás de unas gafas de arlequín con montura adornada de
lentejuelas, absorben la escena: nuestros picaros mostachos de helado, el acre
humo de la hierba polucionando la habitación. La señora Berkowitz se adelanta airosamente
y apaga la radio.)
Señora Berkowitz: ¿Quién es este hombre?
Mary: Creía que no estaban en casa.
Señora Berkowitz: Evidentemente. Le he
preguntado: ¿quién es ese hombre?
Mary: No es más que un amigo mío. Me está ayudando.
Hoy tengo mucho trabajo que hacer.
Míster Berkowitz: Está usted borracha,
mujer.
Mary (engañosamente dulce): ¿Cómo dice usted?
Señora Berkowitz: Dice que está usted
borracha. Estoy sorprendida. Sinceramente.
Mary: Ya que hablamos con sinceridad, francamente
tengo que decirle esto: hoy es el último día que hago de negra por aquí... La
despido a usted.
Señora Berkowitz: ¿Que
usted me despide a mí?
Señora Berkowitz: ¡Fuera de aquí! Antes de que llame a la
policía.
(Sin bulla, recogemos nuestras
pertenencias. Mary saluda al loro con la mano: «Hasta luego, Polly. Tú eres
buena. Eres buena chica. Sólo estaba de broma.» Y en la puerta donde sus
antiguos patronos se han situado con firmeza, declara: «Y para que tomen nota,
nunca he bebido una gota en mi vida.» Afuera,
sigue lloviendo. Caminamos pesadamente por Park Avenue y luego cruzamos a
Lexington.)
Mary: ¿No le dije que eran pomposos?
TC: Son piezas de museo.
(Pero ha desaparecido la mayor parte de nuestra
vivacidad; la energía de la hierba peruana retrocede, y en su lugar aparece
cierta depresión, se hunde mi tabla de surf, y ahora cualquier tiburón a
la vista podría hacer que me muera del susto.)
Mary: Todavía tengo que hacer el de la señora
Kronkite. Pero es simpática; me disculpará si no voy hasta mañana. Quizá me
vaya a casa.
TC: Permítame que llame a un taxi.
Mary: Odio darles ocupación. A esos taxistas no les
gusta la gente de color. Incluso cuando ellos mismos son de color. No, puedo
tomar el metro ahí abajo, en Lex esquina a Ochenta y Seis.
(Mary vive en un piso de renta limitada cerca
del Yankee Stadium; dice que estaba atestado cuando su familia vivía con ella,
pero ahora que está sola parece inmenso y peligroso: «Tengo tres cerrojos en
cada puerta y todas las ventanas clavadas. Me compraría un perro policía si no
tuviese que dejarlo solo tanto tiempo. Sé lo que es estar solo, y no se lo
desearía a un perro».)
TC: Por favor, Mary, permítame que la lleve en
taxi.
Mary: El metro es mucho más rápido. Pero antes
quiero detenerme en un sitio. Sólo está un poco más abajo.
(El sitio es una exigua iglesia atrapada entre
vastos edificios en una callejuela. Dentro, hay dos breves hileras de bancos,
un altar pequeño y, encima, una imagen de escayola de Jesús crucificado. Un
olor a incienso y cirios domina las sombras. En el altar, una mujer enciende
una vela cuya luz oscila como el sueño de un espíritu tembloroso; aparte de
ella, somos los únicos suplicantes presentes. Nos arrodillamos juntos en el
último banco y Mary saca de su bolso un par de rosarios («Siempre llevo uno de
más»), uno para ella y otro para mí, aunque no sé cómo manejarlo, pues nunca he
usado uno. Los labios de Mary se mueven susurrantes.)
Mary: Dios Santo, danos tu gracia. Por favor,
Señor, ayuda a míster Trask a dejar de beber y a no perder su trabajo. Por
favor, Señor, no dejes que miss Shaw sea un ratón de biblioteca y una
solterona; debería traer a tus hijos a este mundo. Y, Señor, te ruego que
recuerdes a mis hijos y a mi hija y a mis nietos, a todos y a cada uno. Y te
ruego que no permitas que la familia de míster Smith lo envíe a un hogar de
jubilados; él no quiere ir, llora todo el tiempo...
(Su lista de nombres es más numerosa que las
cuentas de su rosario, y sus ruegos en favor de ellos tienen la gravedad de la
llama del cirio en el altar. Se interrumpe para mirarme.)
Mary: ¿Está rezando?
TC: Sí.
Mary: No lo oigo.
TC: Estoy rezando por usted, Mary. Quiero que
viva para siempre.
Mary: No ruegue por mí. Yo ya estoy salvada. (Coge
mi mano y la estrecha.) Ruegue por su madre. Ruegue por todas esas almas ahí
perdidas, en la oscuridad. Pedro. Pedro.
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