Truman Capote Fotografía de Richard Avedon Ilustración de T.A. |
Nocturnal Turnings
TC: ¡Caramba! ¡Completamente despiertos! ¡Dios
Santo! No hemos dormido ni un minuto. ¿Cuánto tiempo nos hemos quedado
adormilados, querido?
TC: Ya son las dos. Tratamos de dormirnos a eso
de medianoche, pero estábamos demasiado tensos. Así que dijiste que por qué no
nos masturbábamos, y yo dije que si, que eso nos relajaría, normalmente nos
relaja, de manera que nos masturbamos y nos dormimos inmediatamente. A veces me
pregunto: ¿qué haríamos nosotros sin Madre Puño y sus Cinco Hijas? Desde luego,
a través de los años han sido para nosotros como un manojo de amigas.
Compañeras de verdad.
TC: Dos horas asquerosas. Dios sabe cuándo
volveremos a pegar ojo. Y no se puede hacer nada. No podemos echar un traguito
de algo porque no da resultado. Ni ninguna de esas pastillas para dormir,
porque tampoco surten efecto.
TC: Vamos. Acabemos con ese asunto de Amos y
Andy. No me siento con ánimo esta noche.
TC: Nunca estás de ánimo. Ni siquiera querías
masturbarte.
TC: Sé justo. ¿Alguna
vez te he negado eso? Cuando quieres masturbarte, siempre me tumbo y te dejo.
TC: Porque no tienes
otra elección, por eso.
TC: Prefiero, con mucho, la satisfacción
solitaria a algunos excesos que me obligas a soportar.
TC: Eso es asunto tuyo. Nunca tenemos actividad
sexual con nadie, salvo el uno con el otro.
TC: Sí, pero piensa en
toda la miseria que eso nos habrá evitado.
TC: ¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Jo, jo, jo, jo, jo! «Es
un terremoto o sólo un estremecimiento? ¿Es auténtica sopa de tortuga o sólo
una imitación? ¿Es el Lido lo que veo o Asbury Park?» ¿O es, por último, una
mierda?
TC: No sabes cantar. Ni siquiera en el baño.
TC: Qué puñetero estás esta noche. Quizá podamos
pasar algún tiempo trabajando en tu Lista de Puñeteros.
TC: Yo no la llamaría Lista de Puñeteros. Es
algo más parecido a lo que tú llamarías Lista de Grandes Insoportables.
TC: Bueno, ¿quién nos desagrada más esta noche?
De los vivos. Si no están vivos, no resulta interesante.
TC: Billy Graham
Princesa Margarita
Princesa Ana
El reverendo Ike
Ralph Nader
Juez del Tribunal Supremo, Byron
«Centrifugadora» White
Princesa Z
Werner Erhard
La princesa Real
Billy Graham
Madame Gandhi
Masters y
Johnson
Princesa Z
Billy Graham
CBSABCNBCNET
Sammy Davis, junior
Señor Jerry
Brown
Billy Graham
Princesa Z
J. Edgard
Hoover
Werner Erhard
TC: ¡Un momento! J.
Edgard Hoover está muerto.
TC: No, no lo está. Al
viejo Johnny lo han reproducido clónicamente, y está en todas partes. Lo mismo
han hecho con Clyde Thompson, y así pueden seguir ininterrumpidamente. El
cardenal Spellman, en versión clónica, se une de vez en cuando a ellos para
echar una partida.
TC: ¿Por qué la insistencia en Billy Graham?
TC: Billy Graham, Werner Erhard, Masters y
Johnson, Princesa Z: todos rebosan de estiércol de caballo. Pero el reverendo
está más lleno que nadie.
TC: ¿El que está más lleno de todos?
TC: No, la Princesa Z está mucho más rellena.
TC: ¿Cómo es eso?
TC: Bueno, después de todo, ella es un
caballo. Es muy natural que un caballo pueda contener más estiércol de caballo
que un ser humano, por grande que sea su capacidad. ¿No te acuerdas de la Princesa Z , esa
potranca que corrió en la quinta de Belmont? Apostamos por ella y perdimos un
montón. Y tú dijiste: «Es lo que solía decirnos tío Bud: Nunca pongas tu dinero
en un caballo que se llame Princesa.»
TC: Tío Bud era inteligente. No como nuestra
prima Sook, pero inteligente. De todos modos, ¿quiénes son los Más Simpáticos
para nosotros? Por lo menos esta noche.
TC: Nadie. Están todos muertos. Algunos
recientemente, otros hace siglos. Muchos de ellos están en Pére Lachaise.
Rimbaud no está allí; pero uno se sorprende de la gente que hay. Gertrude y
Alice. Proust. Sarah Bernhardt. Oscar Wilde. Me pregunto dónde estará enterrada
Agatha Christie...
TC: Lamento interrumpirte, pero, ciertamente,
habrá alguien vivo entre los Más Simpáticos.
TC: Es muy difícil. Un problema realmente
complicado. Muy bien. La señora de Richard Nixon. La emperatriz del Irán.
Míster William «Billy» Cárter. Tres víctimas. Tres santos. Si Billy Graham
fuera Billy Cárter, entonces Billy Graham sería Billy Graham.
TC: Eso me recuerda una mujer junto a la cual me
senté a cenar la otra noche. Dijo: «Los Angeles es el sitio perfecto para
vivir... si uno es mejicano.»
TC: ¿Y qué otro chiste te contaron luego?
TC: Eso no era un chiste. Era una precisa
observación social. En Los Angeles, los mejicanos se encuentran con su propia
cultura que, además, es auténtica; el resto no tienen nada. Una ciudad de Uriah
Heeps tostados por el sol.
Sin embargo, me dijeron algo que me hizo
reír. Algo que D. D. Ryan le dijo a Greta Garbo.
TC: Ah, sí. Viven en el mismo edificio.
TC: Y han vivido ahí durante más de veinte años.
Es una lástima que no sean buenas amigas, se gustan la una a la otra. Ambas
tienen persuasión y sentido del humor, pero sólo se han intercambiado palabras
graciosas en passant, y nada más. Hace unas semanas, D. D. se metió en
el ascensor y se encontró sola con Greta Garbo. D. D. iba vestida en la
sorprendente forma en que acostumbra, y Garbo, como si nunca la hubiera
observado en realidad, dijo: «¡Vaya, señora Ryan! Está usted preciosa.» Y
D. D., divertida, pero realmente emocionada, contestó: «Mira quién fue a
hablar.»
TC: ¿Eso es
todo?
TC: C'est tout.
TC: Me parece un poco absurdo.
TC: Mira, olvídalo. No tiene importancia. Vamos a
dar la luz y a sacar pluma y papel. Empezaremos ese artículo para la revista.
No tiene sentido quedarse aquí tumbado charlando con un zoquete como tú. Más
valdría tratar de ganar un níquel.
TC: ¿Te refieres a ese artículo, Auto-entrevista,
en el que tienes que entrevistarte a ti mismo? ¿Formular tus propias preguntas
y contestarlas?
TC: Ajá. Pero ¿por qué no te quedas
tranquilamente ahí tumbado mientras lo hago? Necesito descansar de tu perversa
frivolidad.
TC: Muy bien, bolsa de basura.
TC: Pues ahí va.
P: ¿De qué tiene miedo?
R: De sapos de verdad en jardines imaginarios.
P: No, en la vida real...
R: Estoy hablando de la vida real.
P: Permítame
formularlo de otro modo. De todas sus experiencias, ¿cuál ha sido la más
alarmante?
P: Traiciones.
Abandonos.
¿Pero quiere usted algo más concreto? Bueno, los
recuerdos de mi primera infancia son más bien de terror. Tendría tres años,
probablemente, quizá menos, y estaba visitando el Zoo de Saint Louis,
acompañado de una negra alta que mi madre había contratado para que me llevase
allí. De pronto, se produjo un pandemonio. Niños, mujeres y hombres adultos
gritaban y se apresuraban en todas direcciones. ¡Dos leones se habían escapado
de la jaula! Dos bestias sedientas de sangre acechando por el parque. A mi
niñera le entró el pánico. Simplemente, se dio la vuelta y echó a correr,
dejándome solo en el camino. Eso es todo lo que recuerdo de aquella ocasión.
Cuando tenía nueve años me mordió una serpiente
mocasín de agua. Junto con unos primos míos fui de exploración a un bosque
solitario que estaba a unas seis millas del pueblo de Alabama en donde
vivíamos. Había un río estrecho, poco profundo y cristalino, que discurría a
través del bosque. En medio, había un enorme tronco caído que iba de orilla a
orilla, como un puente. Mis primos, guardando el equilibrio, cruzaron el tronco,
pero yo decidí vadear el riachuelo. Justo cuando estaba a punto de alcanzar la
otra orilla, vi una enorme mocasín nadando, moviéndose sinuosamente por la
sombría superficie del agua. La boca se me puso tan seca como el algodón; me
quedé paralizado, pasmado, como si me hubieran pinchado en todo el cuerpo con
novocaína. La serpiente siguió deslizándose, avanzando hacia mí. Cuando estaba
a unas pulgadas de distancia, di una vuelta en redondo, y resbalé en un lecho
de escurridizos guijarros de arroyo. La mocasín me mordió en la rodilla.
Confusión. Mis primos se turnaron llevándome a
cuestas hasta que encontramos una granja. Mientras el granjero enganchaba la mula
al carro, su único vehículo, su mujer cogió unos cuantos pollos, los destripó
vivos, y me aplicó a la rodilla las calientes aves sangrantes. «Esto saca el
veneno», dijo ella, y la carne de los pollos, en efecto, se volvió verde.
Durante todo el camino a casa, mis primos fueron matando pollos y poniéndomelos
en la herida. Una vez en casa, mi familia telefoneó a un hospital de
Montgomery, a cien millas de distancia, y cinco horas después llegó un médico
con un suero para serpientes. Me convertí en un niño enfermo, y lo único bueno
de todo ello fue que falté dos meses a la escuela.
Una vez, en viaje hacia Japón, pasé una noche en
Hawai con Doris Duke en el extraordinario palacio, un tanto persa, que ella
había construido en una colina de la
Cabeza del Diablo. Apenas había amanecido cuando me desperté
y decidí salir de exploración. La habitación en que había dormido tenía
balcones que daban a un jardín que dominaba el océano. Quizá llevase medio
minuto paseando por el jardín cuando, como por arte de magia, apareció una
terrorífica jauría de dobermans; me rodearon, dejándome cautivo en el círculo
de ladridos que formaron. Nadie me había advertido de que todas las noches,
después de que miss Duke y sus invitados se retiraban, esa jauría de caninos
homicidas quedaba suelta para disuadir, y posiblemente castigar, a intrusos
inoportunos.
Los perros no intentaron tocarme; nada más se
quedaron ahí, mirándome fríamente y temblando de rabia contenida. Yo tenía
miedo de respirar; notaba que si movía una pizca el pie, aquellas bestias se
abalanzarían hacia adelante para destrozarme. Me temblaban las manos; y también
las piernas. Tenía el pelo tan empapado como si acabara de salir del océano. No
hay nada tan agotador como quedarse absolutamente quieto, pero lo logré durante
más de una hora. El rescate llegó en la forma de un jardinero, quien al ver lo
que pasaba, se limitó a silbar y a dar palmadas, y todos aquellos perros
diabólicos se precipitaron a saludarlo amistosamente meneando la cola.
Esos son casos de terror concreto. Sin embargo,
nuestros miedos reales son el rumor de pasos caminando en los corredores de
nuestra mente, y las angustias, los fantasmas flotantes que crean.
P: Díganos algunas
cosas que sepa hacer.
R: Sé patinar sobre
hielo. Sé esquiar. Puedo leer al revés. Sé montar en un patín de tabla. Puedo
dar a una lata lanzada al aire con un revólver del 38. He conducido un Maserati
(al amanecer, en una carretera llana y solitaria de Tejas) a 170 millas por hora. Sé
hacer un soufflé Furstenberg (es todo un malabarismo: una mezcla de
queso y espinacas que requiere introducir seis huevos escalfados en la pasta
antes de meterlo al horno; el truco consiste en que las yemas de los huevos
queden suaves y líquidas al servir el soufflé). Sé bailar zapateado.
Puedo mecanografiar sesenta palabras al minuto.
P: ¿Y algunas de las
cosas que no sabe hacer?
R: No sé recitar el alfabeto,
cuando menos no correctamente ni todo seguido (ni siquiera bajo hipnosis; un
obstáculo que ha fascinado a varios psicoterapeutas). Soy un imbécil para las
matemáticas; sé sumar, más o menos, pero no sé restar, y por tres veces me
suspendieron en álgebra de primer año, aun con la ayuda de un profesor
particular. Puedo leer sin gafas, pero no puedo conducir sin ellas. No sé
hablar italiano, aun cuando he vivido en Italia un total de nueve años. No
puedo pronunciar un discurso preparado: tiene que ser espontáneo, «al vuelo».
P: ¿Tiene usted algún
«lema»?
R: Algo parecido. Lo
apunté en un diario de colegial: Yo anhelo. No sé por qué escogí esas
palabras en particular; son extrañas, y me gusta la ambigüedad: ¿anhelo el
cielo o el infierno? Sea lo que fuere, poseen un innegable timbre de nobleza.
El invierno pasado estaba paseándome por un
cementerio de la costa cerca de Mendocino; era de un pueblo de Nueva Inglaterra
en la punta norte de California, un sitio escarpado donde el agua está
demasiado fría para bañarse y por donde las ballenas pasan tranquilamente. Era
un cementerio pequeño y encantador, y las sepulturas, verdegrises por el mar,
pertenecían en su mayor parte al siglo diecinueve; casi todas ellas tenían una
inscripción de alguna clase, algo que revelaba la filosofía de su ocupante. Una
decía: sin comentarios.
De manera que empecé a pensar qué pondría yo en
mi tumba, sólo que yo no tendré sepultura, porque dos adivinadoras de mucho
talento, una de ellas haitiana y la otra una india revolucionaria que vive en
Moscú, pronosticaron que desaparecería en el mar, aunque no sé si por accidente
o por elección (comme ga, Hart Crane). De cualquier modo, la primera
inscripción en que pensé, fue: contra mi
propia voluntad. Luego se me ocurrió algo más peculiar. Una disculpa,
una frase que empleo en casi todo compromiso: intente
evitarlo, pero no pude.
P: Hace algún tiempo,
hizo usted su debut como actor de cine (en Murder by Death). ¿Y bien?
R: No soy actor; no
tengo deseos de serlo. Lo hice por diversión; creí que sería divertido, y lo
fue, más o menos, pero también fue un trabajo duro: levantarse a las seis y no
salir del estudio hasta las siete o las ocho. En su mayoría, los críticos me
ofrendaron un ramillete de ajos. Pero me lo esperaba; igual que todo el mundo;
fue lo que podría llamarse una reacción obligada. En realidad, estuve adecuado.
P: ¿Cómo le sienta a
usted el «factor popularidad»?
R: No me molesta nada,
y es muy útil cuando se quiere pagar con un cheque en un local desconocido.
Además, en ocasiones puede tener consecuencias divertidas. Por ejemplo, la otra
noche estaba sentado con unos amigos en una mesa de un bar atestado de gente en
Key West. En una mesa vecina, había una mujer medianamente bebida con su
marido, completamente borracho. Al poco, se me acercó la mujer y me pidió que
le firmara una servilleta de papel. Todo eso pareció enfadar a su marido; vino
dando bandazos a nuestra mesa, y después de abrirse la bragueta y sacar todo el
aparato, dijo: «Ya que usted firma cosas, ¿por qué no me firma esto?» Las mesas
de alrededor se quedaron en silencio, así que muchísima gente oyó mi respuesta,
que fue: «No sé si cabrá mi firma, pero quizá pueda ponerle mis iniciales.»
Normalmente, no me importa conceder autógrafos.
Pero hay una cosa que me molesta: sin excepción, todo hombre adulto que
alguna vez me haya pedido un autógrafo en un restaurante o en un avión, siempre
ha tenido cuidado de decir que lo quería para su mujer, su hija o su novia,
pero nunca, jamás, exclusivamente para sí mismo.
Tengo un amigo con quien a veces me doy largos
paseos por las calles de la ciudad. Con frecuencia, algún otro paseante se
cruza con nosotros, muestra una expresión de ¿será o no será?, luego se para y
me pregunta: «¿Es usted Truman Capote?» Entonces, mi amigo frunce el ceño y me
zarandea y grita: «¡Por amor de Dios, George! ¿Cuándo vas a interrumpir esto?
¡Algún día te meterás en un lío serio!»
P: ¿Considera a la
conversación como un arte?
R: Sí, uno agonizante.
La mayoría de los conversadores famosos —Samuel Johnson, Osear Wilde, Whistler,
Jean Cocteau, lady Astor, lady Cunard, Alice Roosevelt Longworth— son
monologuistas, no conversadores. Una conversación es un diálogo, no un
monólogo. Por eso es por lo que hay tan pocas conversaciones buenas: debido a
la carencia, rara vez se encuentran dos conversadores inteligentes. De la serie
que acabo de mencionar, los dos únicos que he conocido personalmente son
Cocteau y la señora Longworth. (En cuanto a ella, lo retiro: no es una
ejecutante de solos; deja que uno comparta la melodía.)
Entre los mejores conversadores con los que he
hablado se cuentan Gore Vidal (si no se cae víctima de su chispa mundana, y a
veces nada mundana), Cecil Beatón (quien, de manera nada sorprendente, se
expresa casi por entero con imágenes visuales, algunas muy hermosas y otras sublimemente
perversas). El extinto genio danés, la baronesa Blixen, que escribió bajo el
seudónimo de Isak Dinesen, fue, a pesar de su marchito aunque distinguido
aspecto, una auténtica seductora, una seductora por conversación, ¡Ah!,
qué fascinante era, sentada a la chimenea de su preciosa casa, en un pueblo
danés al lado del mar, fumando sin parar cigarrillos negros con filtros
plateados, refrescando su lengua vivaz con tragos de champaña, y atrayéndole a
uno de un tema a otro: sus años de granjera en África (asegúrese de leer, si
aún no lo ha hecho, su autobiográfico Out of África, uno de los libros
más espléndidos del siglo), la vida bajo los nazis en la Dinamarca ocupada («Me
adoraban. Discutíamos, pero no les importaba lo que yo dijera; no les importaba
lo que dijese ninguna mujer: era una sociedad enteramente masculina.
Además, no tenían idea de que yo ocultaba judíos en el sótano, junto con
manzanas de invierno y cajas de champaña»).
Nada más que rozándome la parte alta de la
cabeza, me vienen otros conversadores a los que tengo gran estima: Christopher
Isherwood (nadie lo supera en candor absoluto, aunque graciosamente expresado)
y la felina Colette. Marilyn Monroe era muy divertida cuando se sentía lo
suficientemente relajada y había bebido lo bastante. Lo mismo podría decirse
del añorado guionista de cine Harry Kurnitz, un caballero extraordinariamente
sencillo que conquistaba a hombres, mujeres y niños de todas clases con sus
vuelos verbales. Diana Vreeland, la excéntrica abadesa de la Alta Costura y
antigua directora de Vogue durante largo tiempo, es una conversadora de
lo más hechizante, una encantadora de serpientes.
Cuando tenía dieciocho años, conocí a la persona
cuya conversación más me ha impresionado, quizá porque la persona en cuestión
es la que más mella me ha hecho. Ocurrió como sigue:
En Nueva York, en la calle Setenta y Nueve Este,
hay un refugio muy agradable conocido como la New York Society Library,
y durante 1942 pasé allí muchas tardes investigando para un libro que tenía
intención de escribir, pero no escribí. De vez en cuando, veía a una mujer cuyo
aspecto casi me hipnotizaba, sobre todo sus ojos: azules, del azul pálido y
luminoso de los cielos sin nubes de la llanura. Pero, aun sin ese rasgo singular,
tenía una cara interesante, de mandíbulas firmes, hermosa, algo andrógina. Su
cabello entrecano se dividía en el medio. Sesenta y cinco años, más o menos.
¿Lesbiana? Pues sí.
Un día de enero, salí de la biblioteca al
atardecer, encontrándome con que caía una copiosa nevada. La dama de los ojos
azules, que llevaba un abrigo negro de buen corte con cuello de marta cibelina,
estaba esperando en el bordillo de la acera. Su mano, enguantada y en posición
de llamar a un taxi, estaba suspendida en el aire, pero allí no había taxis. Me
miró y sonrió y dijo: «¿Crees que nos vendría bien una taza de chocolate
caliente? Hay un Long-champ a la vuelta de la esquina.»
Pidió chocolate caliente; yo pedí un martini
«muy» seco. Medio en serio, dijo: «¿Eres lo bastante mayor?»
—Bebo desde los catorce años. Y también fumo.
—Pues no pareces tener más de catorce.
—Cumpliré diecinueve en el próximo setiembre.
Luego le conté unas cuantas cosas: que era de
Nueva Orleans, que había publicado varios relatos breves, que quería ser escritor
y estaba trabajando en una novela. Y ella quiso saber cuáles escritores
norteamericanos me gustaban. «Hawthorne, Henry James, Emily Dickinson...» «No,
vivos.» Ah, bueno, hum, vamos a ver: contando con el factor de la rivalidad,
qué difícil es para un autor contemporáneo, o para un aspirante a escritor,
confesar su admiración por otro. Al fin, dije: «Hemingway, no: un hombre
verdaderamente deshonesto, todo de salón. Thomas Wolfe, tampoco: todo ese
vómito púrpura; claro que no está vivo. Faulkner, a veces: Luz de agosto. Fitgerald, en ocasiones: The
Diamond as Big as the Ritz, Suave es la noche. Me
gusta mucho Willa Cather. ¿Ha leído usted My Mortal Enemy?
Sin ninguna expresión particular, dijo: «En
realidad, la he escrito yo.»
Había visto fotografías de Willa Cather de hace
mucho tiempo, hechas, quizás, a comienzos de los años veinte. Más blanda, más
sencilla, con menos elegancia que mi acompañante. Sin embargo, al momento supe
que era Willa Cather, y fue uno de los frissons de mi vida. Empecé a
barbullar sobre sus libros como un colegial; mis favoritos: A Lost Lady, The
Professor's House, My Antonia. No era que, como escritor, tuviese yo algo
en común con ella. Yo nunca hubiera elegido su clase de temas, ni hubiese
imitado su estilo. Era, sencillamente, que le consideraba una gran artista. Tan
buena como Flaubert.
Nos hicimos amigos; ella leía mi trabajo y
siempre era un juez imparcial y útil. Estaba llena de sorpresas. En primer
lugar, ella y su amiga de toda la vida, miss Lewis, vivían en un espacioso piso
de Park Avenue, amueblado con encanto; en cierto modo, la idea de que miss
Cather viviese en un piso de Park Avenue parecía incongruente con su educación
de Nebraska, con el tono sencillo y casi elegiaco de sus novelas. En segundo
lugar, su interés principal no era la literatura, sino la música. Iba
constantemente a conciertos, y casi todas sus amistades íntimas eran
personalidades musicales, en especial Yehudi Menuhin y su hermana Hepzibah.
Como todas las conversadoras genuinas, era una
oyente extraordinaria, y cuando le tocaba el turno de hablar, no era parlanchina,
iba a lo importante con brillantez. Una vez me dijo que yo era demasiado
sensible a la crítica. Lo cierto era que ella acusaba más receptividad que yo
ante las críticas superficiales; cualquier referencia menospreciativa a su
trabajo le causaba una caída del ánimo. Al hacérselo notar, ella dijo: «Sí,
¿pero acaso no buscamos siempre en otros nuestros propios defectos para
reconvenirles por tal posesión? Estoy viva. Tengo pies de barro. Sin duda
alguna.»
P: ¿Tiene usted alguna diversión favorita, como
espectador?
R: Fuegos artificiales. Rociadas de dibujos
evanescentes de mil colores centelleando en el cielo de la noche. En Japón he
visto los mejores; los maestros japoneses crean ígneas criaturas en el aire:
dragones culebreantes, gatos explosivos, rostros de deidades paganas. Los italianos,
los venecianos, sobre todo, hacen estallar obras maestras por encima del Gran
Canal.
P: ¿Tiene usted muchas
fantasías sexuales? r: Cuando
tengo una fantasía sexual, normalmente trato de transferirla a la realidad; a
veces, con éxito. Sin embargo, por lo general me veo vagando entre ensoñaciones
eróticas que se quedan simplemente en eso: sueños.
Recuerdo que una vez mantuve una conversación
sobre este tema con el difunto E. M. Forster, el mejor novelista inglés de este
siglo. Me dijo que, cuando era colegial, los pensamientos sexuales dominaban su
mente. Me dijo: «Creí que cuanto mayor me hiciera, más disminuiría esa fiebre,
que incluso me abandonaría. Pero ése no fue el caso; rugió entre los veinte y
los treinta, y pensé: Bueno, seguramente para cuando cumpla los cuarenta
obtendré algún alivio de este tormento, de esta constante búsqueda por el
objeto amoroso perfecto. Pero no sería así; a lo largo de los cuarenta, el
deseo acechó en mi cabeza. Y después cumplí los cincuenta, y luego los sesenta,
y nada cambió: imágenes sexuales continuaban girando en torno a mi cerebro como
personajes en un carrusel. Aquí estoy ahora, con setenta, y sigo siendo
prisionero de la imaginación sexual. No puedo librarme ni siquiera a una edad
en que ya nada tengo que ver con ello.» p:
¿Ha pensado alguna vez en suicidarse?
R: Desde luego. Y lo mismo ha hecho todo el
mundo, menos el tonto del pueblo, posiblemente. Poco después del suicidio del
estimado escritor japonés Yukio Mishima, a quien yo conocía bien, se publicó
una biografía de él, donde para mi desmayo, el autor cita las siguientes
palabras suyas: «Oh, sí. Pienso mucho en el suicidio. Y conozco a una serie de
gente que estoy seguro de que se suicidarán. Traman Capote, por ejemplo.» No
puedo figurarme lo que le habría llevado a esa conclusión. Mis visitas a
Mishima siempre fueron alegres, muy cordiales. Aunque Mishima era un hombre
sensible, extraordinariamente intuitivo, y no alguien para ser tomado a la
ligera. Pero en este aspecto creo que le falló la intuición; yo jamás tendría
el valor de hacer lo que él hizo (que un amigo suyo lo decapitara con una
espada). De todos modos, como antes he dicho en alguna parte, la mayoría de las
personas que se quitan la vida, lo hacen porque en realidad quieren matar a
otro —un marido galanteador, una amante infiel, un amigo traidor—, pero no
tienen agallas para hacerlo. Yo no lo haría; cualquiera que me condujese a esa
clase de postura, se encontraría a sí mismo frente al cañón de una escopeta.
P: ¿Cree en Dios, o,
en cualquier caso, en algún poder superior?
R: Creo en una vida posterior. Mejor dicho,
siento simpatía hacia la idea de reencarnación.
P: En su vida posterior, ¿en qué le gustaría reencarnarse?
R: En un pájaro; preferiblemente, en un buitre.
Un buitre no tiene que molestarse acerca de su aspecto o habilidad para gustar
y seducir; no tiene que darse muchos aires. De todos modos, no va a gustar a
nadie; es feo, indeseable, mal acogido en todas partes. Hay mucho que decir de
la clase de libertad que eso posibilita. Por otra parte, no me disgustaría ser
una tortuga de mar. Pueden vagar por la tierra, y conocen los secretos de las
profundidades del océano. Además, tienen una vida larga y sus ojos encapuchados
encierran mucha sabiduría.
P: Si le concedieran un deseo, ¿cuál elegiría?
R: Despertarme una mañana y sentir que al fin
soy una persona madura, vacía de resentimientos, ideas vengativas y otras
emociones infantiles e inútiles. En otras palabras, descubrirme a mí mismo como
adulto.
TC: ¿Todavía estás despierto?
TC: Algo aburrido,
pero aún despierto. ¿Cómo puedo dormirme si tú no estás dormido?
TC: ¿Y qué te parece lo que he escrito ahí? ¿Más o
menos?
TC: Bueno..., ya que lo preguntas, diría que
Billy Graham Crackers[1] no es
el único a quien le resulta familiar el estiércol de caballo.
TC: Puñetero, puñetero y puñetero. Lamentarte y
putear. Eso es lo único que haces. Jamás dices una palabra amable.
TC: Oh, no me refiero a que haya algo que esté
muy mal. Sólo unas cuantas cosas aquí y allá. Minucias. Quiero decir que a lo
mejor no eres tan honrado como pretendes.
TC: No pretendo ser honrado. Soy honrado.
TC: Disculpa. No quería fastidiar. No ha sido un
comentario; sólo un desliz.
TC: Ha sido una táctica de distracción. Me llamas
deshonesto, me comparas con Billy Graham, y ahora tratas de salir con
subterfugios. ¡Por amor de Dios! Dime. ¿Qué he escrito ahí que sea deshonesto?
TC: Nada. Minucias. Como ese asunto de la
película. Lo hiciste por diversión, ¿eh? Lo hiciste por la pasta; y para
satisfacer esa vertiente tuya, tan exasperante, de payaso. Líbrate de ese tipo.
Es un latoso.
TC: Oh, no sé. Es caprichoso, pero le tengo
cariño. Es parte de mi; igual que tú. ¿Y cuáles son esas otras minucias?
TC: Lo siguiente..., bueno, no es una minucia. Es
el modo en que respondiste a esta pregunta: ¿cree en Dios? Ahí te pasaste.
Dijiste algo de otra vida, de reencarnación, de volver en forma de buitre.
Tengo noticias para ti, compañero, no tienes que esperar a la reencarnación
para que te traten como a un buitre; ya lo hace mucha gente. Multitudes. Pero
eso no es lo más falso de tu respuesta. Es el hecho de que no salieras
inmediatamente diciendo que si crees en Dios. Te he oído confesar, tan
fresco como una lechuga, cosas que harían ruborizarse de azul a un babuino y,
sin embargo, no has admitido que crees en Dios. ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que
te consideren un Cristiano Renacido, un Jesús Freak?
TC: No es tan
sencillo. Creo en Dios. Y luego no creo. ¿Recuerdas cuando éramos muy pequeños
y solíamos ir al bosque con nuestra perra Queenie y la querida prima Sook?
Cogíamos flores silvestres, espárragos. Atrapábamos mariposas y las dejábamos
ir. Pescábamos percas y volvíamos a tirarlas al riachuelo. A veces encontrábamos
enormes hongos venenosos, y Sook nos decía que ahí era donde vivían los elfos,
debajo de los preciosos hongos venenosos. Nos decía que el Señor había
dispuesto que vivieran allí, igual que había ordenado todo lo que veíamos. Lo
bueno y lo malo. Las hormigas y los mosquitos y las serpientes de cascabel,
cada hoja de los árboles, el sol en el cielo, la luna llena y la luna nueva,
los días de lluvia. Y nosotros la creíamos.
Pero después ocurrieron cosas que destruyeron
esa fe. Primero fue la iglesia y el escuchar con comezón en todo el cuerpo a
algún predicador ignorante, un palurdo del Sur, que hablaba demasiado; luego,
esos colegios de pensión y el acudir a la capilla todas las malditas mañanas. Y
la propia Biblia: nadie que tenga algo de juicio puede creerse lo que le pidan
que crea. ¿Dónde estaban los hongos venenosos? ¿Dónde estaban las lunas? Y por
fin, la vida; la vida sin adornos se llevó los recuerdos de la poca te que aún
quedaba. No soy la peor persona que se ha cruzado en mi camino, de ningún modo,
pero he cometido algunos pecados graves, varios de ellos con deliberada
crueldad; y no me han molestado ni un ápice, nunca he pensado en ellos. Hasta
que tuve que hacerlo. Cuando la lluvia empezó a caer, era una fuerte lluvia
tenebrosa, y no hizo sino seguir cayendo. Así que empecé a pensar en Dios otra
vez.
Pensé en San Julián. En el relato de Flaubert
Sí. Julien L'Hospitalier. Hace mucho tiempo que leí ese cuento, y donde
yo me encontraba, en un sanatorio, muy lejos de las bibliotecas, no pude conseguir
un ejemplar. Pero recuerdo (al menos, así creo que iba más o menos) que de niño
adoraba Julián vagar por los bosques y amaba a todos los animales y a todas las
cosas vivas. Vivía en una gran propiedad, y sus padres lo reverenciaban;
querían que tuviese todas las cosas del mundo. Su padre le compró los caballos
más finos, arcos y flechas, y le enseñó a cazar. A matar a los animales que él
había amado tanto. Y aquello fue desastroso, porque Julián descubrió que le
gustaba matar. Sólo era feliz después de una jornada de la más sangrienta
carnicería. La matanza de animales y pájaros se convirtió en una manía, y tras
admirar primero su destreza, los vecinos lo odiaron y temieron por sus ansias
sanguinarias.
Ahora viene una parte de la historia que ha quedado
bastante vaga en mi memoria. En cualquier caso, de un modo u otro Julián mató a
su padre y a su madre. ¿Un accidente de caza? Algo parecido, algo terrible. Se
convirtió en paria y penitente. Vagó por el mundo descalzo y en harapos,
buscando perdón. Envejeció y enfermó. Una noche fría estaba junto a un río
esperando a que un barquero le cruzara en su bote de remos. ¿Sería quizá el río
Estigia? Porque Julián estaba agonizando. Mientras esperaba, apareció un viejo
repugnante. Era un leproso, y tenía los ojos ulcerados, la boca podrida y
fétida. Julián no lo sabía, pero aquel repulsivo viejo de pernicioso aspecto
era Dios. Y Dios lo probó para ver si todos sus sufrimientos habían cambiado
verdaderamente el brutal corazón de Julián. Le dijo a Julián que tenía frío, y
le pidió compartir su manta, y Julián accedió; luego quiso el leproso que
Julián lo abrazase, y Julián accedió; después, El hizo una última petición: le
rogó a Julián que besara sus labios podridos y enfermos. Julián lo hizo.
Entonces, Julián y el viejo leproso, que se había súbitamente transformado en
una luminosa visión deslumbrante, ascendieron juntos al cielo. Y así fue como
Julián se convirtió en San Julián.
Así que ahí estaba yo, bajo la lluvia, y cuanto
más fuerte caía, más pensaba en San Julián. Rogué que tuviera la suerte de
abrazar a un leproso. Y entonces fue cuando empecé a creer en Dios otra vez y
comprendí que Sook tenía razón, que todo era Su designio: la luna llena y la
luna nueva, la fuerte lluvia que caía, y que sólo con pedirle que me ayudara,
El lo haría.
TC: ¿Y lo hizo?
TC: Sí. Cada vez más. Pero aún no soy un santo.
Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio. Claro que podría
ser todas esas cosas dudosas y, no obstante, ser un santo. Pero aún no soy un
santo; no, señor.
TC: Bueno, Roma no se construyó en un día. Vamos
a dejarlo ya y a tratar de pegar un poco el ojo.
TC: Pero, antes, recemos una oración. Nuestra vieja
oración. La que solíamos rezar cuando éramos muy pequeños y dormíamos en la
misma cama con Sook y con Queenie, con las mantas apiladas encima de nosotros
porque la casa era muy grande y muy fría.
TC: ¿Nuestra vieja oración? Muy bien.
TC y TC: Ahora me tumbo a dormir. Ruego al Señor
mi alma guardar. Y si antes del despertar debiera morir, ruego al Señor mi alma
llevar. Amén.
TC: Buenas noches.
TC: Buenas noches.
TC: Te quiero.
TC: Yo también te quiero.
TC: Más te vale. Porque si nos ponemos a
profundizar, sólo nos tenemos el uno al otro. A nadie más. Hasta la tumba. Y
ésa es la tragedia, ¿no?
TC: Te olvidas. También tenemos a Dios.
TC: Sí, tenemos a Dios.
TC: Zzzzzzz.
TC: Zzzzzzz.
TC y TC:
Zzzzzzzzz.
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