sábado, 20 de agosto de 2005

Juan Marsé / Las formas inmortales de la hoguera

Carmen Amaya retratada en 1963 por Colita.
Carmen Amaya, 1963
Fotografía de Colita


Juan Marsé

BIOGRAFÍA

Las formas inmortales de la hoguera

20 de agosto de 2005



Primero fue el granizo sobre el cristal, según el poeta; después fueron las legendarias sardinas asadas en una lujosa suite del hotel Waldorf Astoria, de Nueva York. Todavía hoy huele a gloria ese remoto ámbito de leyenda. "Es el granizo sobre los cristales, un grito de golondrina, el cigarro que fuma una mujer soñadora", declaró Jean Cocteau después de verla bailar en París. "Desde el ballet ruso de Serge Diaghliev", añadió el poeta, "no habíamos vuelto a encontrarnos con esa clase de citas de amor en un teatro".

Carmen Amaya, en una imagen del programa documental de televisión <i>En la azotea del viento.</i>
Carmen Amaya
Se refería a la más grande bailaora de flamenco de todos los tiempos, una artista genial e irrepetible, nacida en noviembre de 1913 en el Somorrostro barcelonés, un conglomerado de chabolas en la playa que más tarde daría paso al paseo Marítimo, y, más tarde aún, a la muy celebrada, piropeada y rentable Villa Olímpica. Sobre aquella oscura arena enterrada en los sótanos de la memoria de hace 80 años, en el fantasmal laberinto de barracas ya entonces condenadas a la miseria y el olvido, la niña gitana es un garabato de fuego que todavía baila. El cuerpo pequeño y fibroso palpita junto a la inmensidad del mar, la sangre hace suyo el ritmo del oleaje y también algún relámpago azul que sólo ella percibe en el horizonte... Negros ojos rasgados, nariz ancha, mirada ceñuda, siempre interrogándose. Tengo tan "poco pecho y tan poco culo, que nunca se sabe si voy o vengo", solía decir. Metro y medio de estatura, 40 kilos de peso, caderas escurridas, cabeza rotunda, cara ancha de pantera, expresión grave. Su estampa flamenca, incluso cuando se prodigó en su versión más tópica y tradicional, fue siempre notablemente distinta, inconfundible. Con camisa de lunares y pantalones de muchacho, tensa como un arco, o con vestido blanco de cola y flores clavadas en el moño, en alto el vigoroso reclamo de los brazos, la familia numerosa al fondo el padre, hermanos, palmeros, guitarristas, bailaores y en su rostro felino la convicción, la precisión, la exactitud. Hija de bailaora y tocaor, La Micaela y El Chino, sobrina de La Faraona, otra bailaora de cierto renombre, Carmen no fue a la escuela, ni tampoco a academia de baile alguna. Se podría decir que desde un principio su único alimento espiritual fue el flamenco que florecía en su entorno, y cuando hizo de su talento un arte, siendo todavía una niña, alimentó con ese arte a muchas personas. Nadie le enseñó a bailar. Decía que aprendió en un pequeño ámbito mágico y muy particular, situado entre las olas del mar y las vías del tren, en el mismo Somorrostro que la vio nacer, y sobre todo, a partir de los cinco o seis años, y con su padre a la guitarra, a fuerza de bailar todo el día en los colmaos gitanos más populares de la zona portuaria, como el célebre El Manquet, en el barrio de Atarazanas. Tascas y tabernas, restaurantes como el Siete Puertas, merenderos y chiringuitos fueron los primeros escenarios, y enseguida su estilo brioso y crispado, de una sensualidad dramática innovadora, creó expectativas y adquirió cierta fama, siquiera a nivel callejero y popular. No pasaba desapercibida 1a diminuta, raquítica gitanilla, una especie de monicaco negruzco que bailaba rodeada de su parentela por las calles de Barcelona durante los años veinte, antes de la Exposición Universal. "Lo de la niña es algo serio", le decían a El Chino Amaya los gitanos y demás entendidos. El 1929, Carmen y su familia representaron un típico cuadro flamenco para la Exposición Universal. Sólo tenían que interpretarse a sí mismos en el escenario del Pueblo Español de Montjuïc, entonces un flamante decorado fantasmagórico que representaba, entre otros delirios de cartón piedra, un pueblo típico y depuradamente andaluz. En las fotografías de souvenir que por fortuna se han conservado, en medio de los Amaya dispuestos casi a modo de atrezzo con sus guitarras y sus palmas junto a un carro y un burro, destaca la preadolescente Carmen, oscura y pequeña bailaora a la que ya llaman, por sus dotes de mando y la contundencia de su estilo, La Capitana. Las entusiastas reseñas del crítico musical Sebastián Gasch en el semanario catalán Mirador hicieron el resto. El mito Carmen Amaya estaba naciendo.

Durante su primera época de gloria nacional hizo algunas películas que aún se conservan, y que nos permiten contemplar el magnetismo de su rostro en los primeros planos, como La hija de Juan Simón (1934), dirigida por J. L. Sáenz de Heredia y producida por Luis Buñuel, o María de la O (1936), de Francisco Elías, en su primer papel protagonista y teniendo como oponente nada menos que al envarado y empaquetado galán español de las primeras películas de Greta Garbo en Hollywood, un Antonio Moreno más que maduro y casi esfumándose ya de la pantalla, aunque 20 años después aún nos sorprendería como el anciano mexicano que conduce a Ethan Edwards (John Wayne) hasta la tienda del temible indio Cicatriz en busca de Natalie Wood en Centauros del desierto, la obra maestra de John Ford. ¡Qué cruce de destinos propiciado por la Meca del cine, adonde también iría a parar Carmen Amaya! Cuando en España estalla la Guerra Civil, los Amaya viajan a Portugal y cruzan el Atlántico en el buque Monte Pascoal. Una breve reseña del nacimiento del mito debería empezar en el puerto de Buenos Aires, cuando los periodistas argentinos gritaron "¡Amaya!", y se giraron 25 personas, la compañía al completo. Actuaron en el teatro Maravillas, iban por unos meses y se quedaron nada menos que 11 años de extenuante gira por toda la América Latina y por Estados Unidos. En los USA, a Carmen la representó el agente de los artistas del siglo, figuras como Nureyev, Karajan y María Callas. El presidente Roosevelt la invitó a bailar en la Casa Blanca y le envió su avión privado. La gitana del Somorrostro arrasó en el Carnegie Hall de Nueva York y fue aplaudida y admirada por Chaplin, Garbo, Churchill, Toscanini, Fred Astaire, Orson Welles, Marlon Brando o la reina de Inglaterra. Grabó discos, actuó en películas, triunfó en Broadway, y en el Hollywood Bowl Auditorium se vivió una apoteosis multitudinaria cuando bailó El amor brujo, de Falla, acompañada por la Orquesta Filarmónica. El belicoso general McArthur la nombró "Capitana Honorífica de la Marina Americana", o algo así, y nombramiento similar recibió de la policía de Nueva York, en fin, por citar sólo algunos de los honores más insólitos (y dudosos, dicho sea sin menoscabo de una artista maravillosa y un ser humano excepcional) de los muchos que recibió en vida. Sin cultura y sin institución oficial ni subvención que la amparase, la gitana de la Barceloneta y sus veinticinco, que ya se habían convertido en treinta, cumplieron con creces el sueño de triunfar en América.


De esa época se cuentan las más fantásticas historias acerca de la aventura americana de los Amaya, personas que, fuera de los escenarios, gustaban de vivir a su aire, siempre muy unidos y siempre ajenos a normas y convenciones que no fueran las suyas, una pintoresca piña familiar que incluía a viejos y niños, gitanos próximos a ella por vínculos de sangre más o menos cercanos, casi todos analfabetos, nómadas, enjoyados y cargados de pucheros y cacerolas. La más sonada y legendaria de estas historias tuvo lugar en Nueva York, cuando la trouppe fue "invitada" a abandonar el hotel Waldorf Astoria debido a su costumbre de asar sardinas en las dependencias de la suite. Existen diversas versiones del sabroso y oloroso festín, pero todas coinciden en que la misma Carmen compraba las sardinas y encendía sus hornillos sobre el parquet. En otras ocasiones fue vista sentada en un banco frente al lujoso hotel, sola, envuelta en su abrigo de visón y comiendo un bocata de arenques.

Aunque al parecer su familia procedía del Sacromonte granadino, Carmen Amaya se consideraba una gitana catalana de pura cepa y una entusiasta del pa amb tomaca, que pedía allá donde el baile la llevara. Bailó prácticamente durante toda su vida, desde que aprendió a andar hasta que murió, obtuvo éxito y admiración en todo el mundo, y, sin embargo, no está de más recordarlo, ni la magnitud de su talento ni su capacidad de trabajo, ni el apego y la fidelidad a sus raíces han sido suficientes para que su nombre figure en los anaqueles de la cultura catalana, en los proyectos de aniversarios y conmemoraciones con que los artistas catalanes, vivos o muertos, son homenajeados puntualmente. Se casó casi de "incórnito", le gustaba decirlo así, con un guitarrista payo, Juan Antonio Agüero. No tuvo hijos. El agotamiento y el dolor hicieron mella en su pequeño cuerpo, que se fue agarrotando. Bailar empezaba a ser un calvario cuando Francisco Rovira Beleta la dirigió en la por muchas razones notabilísima película Los Tarantos, versión gitana de Romeo y Julieta debida al dramaturgo Alfredo Mañas, donde Carmen interpretó a la madre del novio, la Taranta, con singular realismo y furias de tragedia clásica. Su arte seguía siendo intuitivo, visceral, tanto a la hora de bailar como en la composición del personaje. Su baile por alegrías en medio de las chabolas y el viento, cuando ya el dolor la torturaba, es algo grande, realmente memorable, la poderosa y elegante despedida de una artista con clase. Carmen tenía una insuficiencia renal debido a una malformación de nacimiento, tenía riñones de niña. Gracias al baile, sus riñones eliminaban toxinas que, de otro modo, la habrían matado mucho antes. "Si no puedo bailar, me muero", decía, y con razón. En el verano de 1964, en la Costa del Sol, conocí a Massimo Dellamano, el director de fotografía italiano que iluminó en Barcelona el filme de Rovira Beleta, y me confesó que la secuencia cinematográfica más bella, auténtica, emotiva y asombrosa que había fotografiado en toda su vida profesional fue el baile de Carmen Amaya en lo alto de la montaña de Montjuïc y de cara al viento, cuando ya estaba muy enferma y el dolor la consumía. Con su memoria fotográfica, Dellamano recordaba también la mano morena y nervuda de Carmen, sus nudillos lívidos golpeando enérgicamente la mesa de madera al ritmo de la guitarra y las palmas. De esa época datan también las soberbias fotografías que le hizo Colita.

Presintiendo el final, cumplió su sueño de tener una casita junto al mar, la masía Mas Pinc, que ella llamaría El Manso, en Bagur, donde murió el 19 de noviembre de 1963 a las nueve de la mañana. El final es parco, brusco y sorprendente como uno de sus desplantes. Unos dicen que antes de morir dio orden de repartir lo poco que le quedaba, y otros que la masía fue desvalijada mientras le daban sepultura, y que, además de algunos valiosos recuerdos de su brillante carrera, se llevaron también el colchón, su cepillo de dientes, sus pantuflas... Rumores que acrecentaron la leyenda, diferentes modos de entender la vida y la muerte, tal vez. El caso es que a las pocas horas de su entierro multitudinario, El Manso quedó abandonado. Unos años después, cuando ya habían empezado a olvidarse de ella, su viudo se llevó los restos de Carmen a Santander.

Una noche de 1964, en el local Los Tarantos de la Plaza Real de Barcelona, cuando el éxito y la fama empezaban a sonreírle, Antonio Gades me habló largo y tendido de Carmen Amaya. Gades se preguntaba de dónde salía el arte inaudito y maravilloso de esta mujer, y me explicó que la primera vez que la vio bailar no pudo articular palabra, ni durante el espectáculo ni después, cuando se la presentaron. Aquel rasgo tan personal e inimitable de su baile recio y al mismo tiempo tan femenino le dejó perplejo: "Antonio Esteve Ródenas, me decía a mí mismo viéndola bailar, olvídate de todo lo que sabes y de todo lo que deseas aprender, porque eso que estás viendo no se aprende. Se siente y basta". Y el escritor Néstor Luján, espíritu lúcido y sensible tras una máscara de amargo escepticismo, se despidió de ella con estas bellas palabras: "Aplaudida por tantos públicos, halagada por tantos éxitos, continuaba fiel a su origen con la mayor sencillez. Emocionaba. Así la recordaremos siempre, y recordaremos también, cada vez que pensemos en su baile, a un ser excepcional, de ésos que sirvieron, con absoluta donación de sí mismos, a la misteriosa danza andaluza, que tiene una forma vieja y cambiante, como la hoguera".




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