Desenterrar la realidad
JOSÉ MARÍA GUELBENZU
27 AGO 2005
27 AGO 2005
Fred Vargas es distinta. Esta novela lo muestra a las claras. No cae en la tentación de la denuncia socio-político-económica a costa de una conspiración de poderes, ni cae en el clásico detective descreído harto del Estado, la Justicia, la corrupción y de sí mismo, ni se dedica a matar a diestro y siniestro a todo bicho viviente, ni deja cabos sueltos por todas partes, que es lo más corriente. No. Esta novela pertenece a una literatura francesa de corte policiaco que procede de Simenon, que tiene mucho de vida local con un aire inconfundible de barrio francés y cuyo retrato de personajes, entre misterioso y psicológico, es indisociable de la misma trama. Sin embargo, también en ello es distinta. Lo es en el modo en que busca la distancia del lector con respecto a su relato, en el desparpajo con que lo consigue y en el peculiar desenvolvimiento de una trama admirablemente medida.
QUE SE LEVANTEN LOS MUERTOS
Fred Vargas
Traducción de Helena del Amo
Siruela. Madrid, 2005
264 páginas. 19,90 euros
Para Fred Vargas, las sorpresas en una narración deben ser las justas, pero todas eficientes y bien ligadas entre sí. La novela comienza con un árbol que aparece de la noche a la mañana plantado en el jardín de una casa particular; la dueña de la casa lo toma como una advertencia indescifrable, su esposo se inhibe, un joven observa el caserón desvencijado vecino de la primera casa; el joven, Marc, se presenta por sí mismo, lo mismo que los otros dos, Mathias y Lucien, a los que recluta para compartir el caserón: tres muertos de hambre dedicados respectivamente a la Edad Media, la prehistoria y la guerra del 14-18. La mujer se acerca a los tres una tarde para ofrecerles una respetable suma de dinero por desenterrar el árbol y a través de los ojos de ella recibimos al cuarto habitante del caserón, un ex policía expulsado del Cuerpo, padrino de Marc.
A partir de aquí, la novela se va abriendo lentamente; nada de un gancho trepidante que atrapa al lector y no lo deja respirar. La acción se circunscribe a una calle y, paso a paso, van apareciendo otros personajes, todos recluidos en el mismo espacio. La autora va dejando caer discretamente pequeños golpes de efecto que urden la intriga de manera discreta, casi subrepticia: cada vez que el hilo de la intriga parece olvidado, lo retoma; nada más. Entretanto, lo que vamos descubriendo es el singular pacto que establece con el lector. Está hecho sobre una situación que parece falsa de puro trabajada, semeja un juego en el que la autora parece recordar siempre, por el modo de marcar la intriga, que es ella quien manda y hay que obedecerla. Esto, que puede tomarse como una intromisión, es sin embargo un guiño al lector: le hace reconocer que, a pesar de lo ficticio, lo forzado de la situación y de los personajes, no puede abandonar; la situación parece una cómoda invención en la que prima el gusto y autosatisfacción de la autora sobre la dosis de realidad exigible, pero la sensación de que ella tiene un as en la manga es muy intensa; por ahí corre también una dosis de "humor policiaco", de malicia de autor, que obliga a seguirla. El lector acepta y lo que parecía forzado se admite con naturalidad. Una vez que las reglas del juego quedan claras, ya se puede jugar porque los personajes, y sus actos, no pretenden representar la realidad sino sólo interpretarla. El relato ya no necesita más regla que cumplir que la de su propio interés.
Y de pronto, la novela, en vez de ahogarse en esa pequeña calle, empieza a abrirse. Todo lo que era reducido empieza a expandirse, personaje por personaje y suceso por suceso, y el lector se encuentra, fascinado, con que de un sombrero sale un mundo; la intriga empieza a mostrar su complejidad y, sobre todo, su formidable armazón de atrás adelante. Es como si saliéramos de un cuarto modesto y casero a un salón de baile con espejos donde figuras y hechos se multiplican hasta llegar a un giro maestro que desencadena un final un tanto efectista, pero muy efectivo.
Éste es el cuento de un árbol que fue desenterrado tres veces, de tres jóvenes historiadores sin un duro, de un ex policía que va siempre por delante de la policía (un efecto magnífico para construir la intriga), de una cantante de ópera retirada y asesinada y de una historia que poco a poco horada el pasado para regresar al pie del árbol y consumar una narración criminal tan singular como atractiva. Fred Vargas es muy moderna en su clasicismo, posee un sentido irónico que afecta más a la estructura que a los detalles -lo que habla de su inteligencia narrativa- y un tono desenfadado, pero riguroso, que se convierte poco a poco en dramático a la hora de resolver una historia despiadada. De entre toda la novela criminal que nos viene llegando en estos años de indiscriminación, la de Fred Vargas tiene toda la pinta de convertirse en un auténtico caballo ganador.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 27 de agosto de 2005
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