viernes, 26 de diciembre de 2014

Esther García Llovet / Bolaño en el laberinto del DF

Roberto Bolaño
Ilustración de Juan Pablo Gaviria 




RUTAS URBANAS

Bolaño en el laberinto del DF

Ruta por la capital mexicana, protagonista indomable de ‘Los detectives salvajes’


ESTHER GARCÍA LLOVET
26 DIC 2014 - 00:02 CET



Librería Callejón de los Milagros, en la calle Donceles.Ampliar foto
Librería Callejón de los Milagros, en la calle Donceles. ALBERTO GARCÍA PICAZO

Una ciudad que en algún momento de su historia se pareció al paraíso y que hoy se asemeja al infierno de los hermanos Marx, al infierno de Guy Debord, al infierno de Sam Peckinpah, con estas palabras definió Roberto Bolaño a México Distrito Federal, la ciudad de su adolescencia y la protagonista indomable de Los detectives salvajes, esa pieza radical de las letras contemporáneas que ha acabado por ser también el paraíso literario de una generación entera de escritores hispanoamericanos. El DF, una ciudad sembrada de baños públicos y prostitutas, estudiantes en movimiento perpetuo, librerías de viejo y poetas muertos de hambre. Una ciudad a la que llegó a los 15 años y donde fue tan feliz que no quiso regresar jamás de adulto.
La primera vez que Roberto Bolaño llegó a México fue en 1968, en el 68 de la Matanza de Tlatelolco, desde su Chile natal, junto con sus padres y su hermana Salomé, y lo primero que le pasó, nada más pisar el colegio, fue que le retaron a una paliza de la que fue lo bastante inteligente como para dejar en empate. Entonces vivían en la colonia Lindavista (más adelante se mudarían a las colonias de Nápoles y a Guadalupe Tepeyac, cerca de la estación de metro de Cuauhtémoc), donde trabajaba descargando cajas de refrescos y vendiendo por las calles imágenes de san Martín de Porres y lámparas de la Virgen de Guadalupe.




La calle Colima, que aparece en 'Los detectives salvajes'.ampliar foto
La calle Colima, que aparece en 'Los detectives salvajes'. ALBERTO GARCÍA PICAZO


En 1972 decidió volver, ¡por vía terrestre y a dedo!, al Chile de Salvador Allende, del que tuvo que huir como pudo, para regresar a México DF en 1973. Entonces comenzó a escribir, teatro y poesía. “Con mi aura de veterano de guerra”, dijo. Pronto conoció a Bruno Montané (Felipe Müller en Los detectives salvajes) y a Juan Villoro en el taller de Augusto Monterroso de la UNAM. También entró en contacto con la incombustible Alcira Sous Scaffo, la Auxilio Lacouture de Las detectives salvajes y de Amuleto. Impartió alguna charla en la Casa del Lago: “Me contaron que una vez Arturo Belano dio una conferencia en la Casa del Lago, y que cuando le tocó hablar se olvidó de todo, creo que la conferencia era sobre poesía chilena y Belano improvisó una charla sobre películas de terror” (Los detectives salvajes). Hizo amistad con las hermanas Vera y Mara Larrosa, quienes aparecen bajo el nombre de María y Angélica Font, las poetas real visceralistas de Los detectives salvajes. Las hermanas Font vivían en la calle de Colima de la colonia Condesa. Un chalet que uno imagina invadido de agaves polvorientos: “El patio trasero es otra cosa: los árboles allí son grandes, hay plantas enormes, de hojas de un verde tan intenso que parecen negras, una pileta cubierta de enredaderas (en la pileta, no me atrevo a llamarla fuente, no hay peces pero sí un submarino a pilas, propiedad de Jorgito Font, el hermano menor)”. Una casa destartalada y siempre llena de gente que entra y sale sin parar, el refugio a donde venían a pasar las noches en vela Ulises Lima (Mario Santiago, Papasquiaro, en la realidad) y Arturo Belano (el mismo Bolaño) y donde transcurre gran parte de la novela y desde donde huyen a Sonora en el Ford Impala blanco del loco de Quim Font.
En el año 1975 Bolaño y Mario Santiago y los otros miembros del taller de Poesía de la UNAM solían reunirse en la cafetería La Habana de la calle de Bucareli, un amplio local acristalado, en esquina, donde en su momento de gloria histórica se reunían Fidel Castro y el Che Guevara, periodistas culturales y buscavidas de todo calaje. El café La Habana aparece bajo el nombre de café Quito en Los detectives salvajes, y es el lugar habitual de reunión de Ulises Lima y Arturo Belano, las hermanas Font y Felipe Müller. Así eran los poetas real visceralistas de Los Detectives: tomaban cafés con leche en el Quito y en los cafés chinos y en La Encrucijada Veracruzana, dormían en sótanos y en azoteas y en hoteles de mala muerte. Caminaban por Niños Héroes, por el jardín Morelos, “vacío y fantasmal pero en cuyos rincones se adivina una vida secreta, cuerpos y risas (o risitas) que se burlan del paseante solitario”. Caminaban por Reforma, por la plaza de Pacheco, por los senderos infestados de ardillas asesinas del bosque de Chapultepec, por todo el DF, porque al fin y al cabo eso es la literatura de Bolaño: vamos a caminar y mientras caminamos ya buscaremos qué andamos buscando.




Bolaño en el laberinto del DFampliar foto
JAVIER BELLOSO


En el sótano

Se pierden en librerías de viejo, en la Francesa de la Zona Rosa, en la Baudelaire, a la caza de libros baratos que roban directamente: "He descubierto la librería de viejo Plinio el Joven, en Venustiano Carranza. La Librería Lizardi en Donceles. La librería de viejo Rebeca Nodier en Mesones con Pino Suárez, (…) La Librería del Sótano en un sótano de la Avenida Juárez, (…) La librería Mexicana, atendida por tres samuráis, en la calle Aranda”. Cientos de librerías donde se levantaba tomitos de Amado Nervo, de Ernesto Cardenal, de Roque Dalton, librerías de largos pasillos a oscuras, con libros apilados sobre mesas cojas, que recorría junto al poeta Mario Santiago Papasquiaro, el amigo íntimo y mito literario de Bolaño y a quien iba a dedicar Los detectives salvajes,,pero que murió arrollado por un coche, en la calle, en la acera de las calles donde dormía, justo al día siguiente de que Bolaño pusiera el punto final a su libro. En Los detectives salvajes Ulises Lima dice de los real visceralistas que caminan hacia atrás. ¿Cómo hacia atrás?, le preguntan. “De espaldas, mirando un punto pero alejándose de él, en línea recta hacia lo desconocido”, que es como Roberto Bolaño miró siempre México, desde muy lejos pero sin apartar la vista jamás.



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