jueves, 4 de diciembre de 2014

Anaïs Nin / Diciembre 1931 / He conocido a Henry Miller


Fotografìa de Andreas H. Bitesnich


Anaïs Nin
HE CONOCIDO A HENRY MILLER
DICIEMBRE 1931

He conocido a Henry Miller.
Vino a comer a casa con Richard Osborn, un abogado a quien tuve que consultar sobre el contrato del libro de D. H. Lawrence.
Al salir él del coche y dirigirse a la puerta, donde yo esperaba, vi a un hombre que encontré agradable. En sus escritos es osten­toso, viril, animal, magnífico. «Un hombre que se emborracha de vida –pensé–. Como yo.»
En mitad de la comida, mientras hablábamos seriamente de libros y Richard se había abandonado a una larga perorata, Henry se echó a reír.
–No es de ti de quien me río, Richard –dijo–, pero no puedo evitarlo. Me importa un comino, ni un comino siquiera, quién tiene razón. Soy demasiado feliz. En este preciso instante me siento feliz con todos los colores que me rodean, y el vino. Es un momento ma­ravilloso, maravilloso. –Poco faltó para que se le saltaran las lá­grimas de la risa. Estaba borracho. También yo lo estaba bastante. Tenía calor y me sentía mareada y contenta.
Charlamos durante horas. Henry dijo las cosas más ciertas y profundas que he oído, y tiene una peculiar manera de decir «hmmm» en tanto se adentra en su propio viaje introspectivo.



Antes de conocer a Henry estaba absolutamente dedicada a mi libro sobre D. H. Lawrence. Será publicado por Edward Titus y estoy trabajando con su ayudante, Lawrence Drake.
–¿De dónde es usted? –me preguntó en nuestro primer en­cuentro.
–Soy mitad española, mitad francesa. Pero me crié en Amé­rica.
–Desde luego, ha sobrevivido al transplante. –Parece que hable despectivamente, pero yo sé que es una falsa apariencia.
Emprende el trabajo con un tremendo entusiasmo y rapidez. Yo se lo agradezco. Me llama romántica. Me enfado.
–¡Estoy harta de mi propio romanticismo!
Tiene una cabeza interesante: una vívida e intensa expresión en sus ojos negros, cabello negro, piel aceitunada, boca y nariz sensuales, un buen perfil. Se diría español, pero es judío, ruso, según me ha contado. Me resulta enigmático. Parece puro y fácil­mente vulnerable. Pongo cuidado al hablar.
Cuando me lleva a su casa a corregir las pruebas, me dice que le parezco interesante. Ignoro por qué. Da la impresión de que posee enorme experiencia, ¿por qué va a sentir interés por una princi­piante? Hablamos en una especie de esgrima verbal. Trabajamos, no demasiado bien. No me fío de él. Cuando me dirige la palabra con amabilidad, tengo la sensación de que se está aprovechando de mi inexperiencia. Cuando me abraza, tengo la impresión de que se divierte con una muchachita demasiado tensa y ridícula. Cuando él se pone más tenso, desvío la cara de la nueva experiencia de su bi­gote. Mis manos están frías y húmedas. Le digo con franqueza:
–No deberías flirtear con una mujer que no sabe flirtear.
Encuentra mi seriedad divertida. Me dice:
–Tal vez eres el tipo de mujer que no hiere a los hombres. –Se ha sentido humillado. Creyendo que he dicho «me fastidias», se aparta de un- salto como si lo hubiera mordido. No digo yo esas cosas. Es enormemente impetuoso, enormemente fuerte, pero no me fastidia. Respondo al cuarto o quinto beso. Comienzo a sentirme embriagada. Me pongo en pie y digo incoherentemente:
–Me voy. No puedo si no hay amor.
Me hace pequeñas bromas. Me mordisquea las orejas y me be­suquea; a mí me gusta su fiereza. Me empuja al sofá, pero consigo zafarme. Soy consciente de su deseo. Me gusta su boca y la fuerza experta de sus brazos, pero su deseo me espanta, me repele. Creo que es porque no lo amo. Me ha excitado pero no lo amo, no lo de­seo. En cuanto me doy cuenta de esto (su deseo apunta hacia mí y es como una espada entre nosotros), me libero y me marcho  sin herirle en parte alguna.


Creo, bueno, que yo no buscaba más que el placer sin sentimiento. Más algo me retiene. Hay algo en mí intocado, inalterado, que me gobierna. Será preciso hacer que se mueva si he de moverme plenamente. Voy pensando en esto en el Metro y me pierdo.
Unos pocos días después me encontré con Henry. Estaba espe­rando que llegara el momento de encontrarme con él, como si tal cosa fuera a resolver algo, y así fue. Al verle, pensé: «He aquí un hombre a quien yo podría amar.» No tuve miedo.
Luego leo la novela de Drake y descubro un Drake insospecha­do: extranjero, desarraigado, fantástico, excéntrico. Un realista exasperado por la realidad.
Al punto su deseo deja de repelerme. Se ha formado un pe­queño nexo entre dos cuerpos extraños. Respondo a su imaginación con la mía. Su novela encubre algunos sentimientos. ¿Cómo lo sé? No encajan del todo en la historia. Están allí porque para él resul­tan naturales. El nombre Lawrence Drake también es postizo.
Hay dos modos de llegar a mí, mediante los besos o la imagi­nación. Pero existe una jerarquía; los besos por sí solos no bastan. Anoche pensé en esto después de cerrar el libro de Drake. Sabía que tardaría años en olvidar a John [Erskine], porque fue él el pri­mero en agitar la fuente secreta de mi vida.
El libro no contiene cosa alguna del propio Drake, estoy con­vencida. Odia las partes que me gustan a mí. Lo escribió todo ob­jetivamente, conscientemente, planeando incluso con esmero la fan­tasía. Aclaramos este punto al comienzo de mi siguiente visita. Muy bien. Comienzo a ver las cosas con mayor claridad. Ahora sé por qué el primer día no me fiaba de él. Sus acciones se hallan despro­vistas de sentimiento y de imaginación. Motivadas por meros hábi­tos de vida, de aprehensión y de análisis. Es un saltamontes. Ahora ha saltado a mi vida. Mi sensación de repugnancia se intensifica. Cuando trata de besarme, lo evito.
Pero al propio tiempo he de admitir que domina la técnica de besar mejor que cualquier otro que conozca. Sus gestos dan siem­pre en el blanco, ningún beso yerra. Tiene unas manos diestras. Despierta mi curiosidad por la sensualidad. Siempre me han ten­tado los placeres desconocidos. Al igual que yo, tiene sentido del olfato. Dejo que me inhale, luego me escabullo. Por último perma­nezco quieta en el sofá, pero cuando su deseo crece, trato de es­capar.. Demasiado tarde. Le digo entonces la verdad: cosas de mu­jeres. No parece eso disuadirle.
–No te creas que quiero de esa manera mecánica; hay otros modos.
Se incorpora y se descubre el pene. No entiendo qué pretende. Me obliga a arrodillarme. Me lo acerca a la boca. Yo me levanto como si me hubieran propinado un latigazo.
Está furioso.
–Ya te he dicho que hacíamos las cosas de modo distinto. Te había avisado de que era inexperta.
–No me lo creía. Y aún no me lo creo. Es imposible que lo seas, con ese rostro tan refinado y ese apasionamiento. Me estás gastando una broma.
Le escucho; el analista que hay en mí siempre puede más, siem­pre está de servicio. Empieza a contarme una historia tras otra para demostrarme que no aprecio lo que hacen otras mujeres.
Mentalmente le respondo: «No sabes lo que es la sensualidad. Hugo y yo sí. Está en nosotros, no en tus pervertidas prácticas; está en el sentimiento, la pasión, el amor.»
Prosigue hablando. Yo lo observo con mi «refinado rostro». No siente odio hacia mí porque, por muy repelida que me sienta, por muy enfadada que esté, soy propensa al perdón. Cuando me doy cuenta de que he dejado que se excite, me parece lo más na­tural dejar que desfogue su deseo entre mis piernas. Se lo permi­to, porque me produce lástima. Él se da cuenta. Otras mujeres, dice, lo habrían insultado. Comprende que me produzca lástima su ridícula y humillante necesidad física.
Le estaba en deuda; me había revelado un mundo nuevo. Por vez primera comprendí las experiencias anormales contra las que me había prevenido Eduardo. El exotismo y la sensualidad tenían ahora para mí otro significado.
Nada había escapado a mis ojos, para recordarlo siempre: Drake mirando el pañuelo mojado, ofreciéndome una toalla, calen­tando agua en el hornillo de gas.
Le cuento a Hugo casi todo lo que ha pasado, omitiendo mi actividad, extrayendo el significado que para él y para mí tiene. Lo acepta, como algo finalizado para siempre. Pasamos una hora en un amor apasionado, sin rencores, sin mal sabor de boca. Una vez acabado, no ha acabado, nos quedamos quietos, abrazados, arru­llados por nuestro amor, por la ternura, una sensualidad de la que participa todo el cuerpo.


Henry tiene imaginación, una percepción animal de la vida, una capacidad extraordinaria de expresión, y el genio más auténtico que he conocido. «Nuestra era tiene necesidad de violencia», es­cribe. Y él es violencia. Hugo lo admira. Y al mismo tiempo le preo­cupa. Dice con razón:
–Te enamoras de la mente de la gente. Voy a perderte a manos de Henry.
–No, no, no vas a perderme. –Soy consciente de lo incendia­ria que es mí imaginación. Soy ya devota de la obra de Henry, aunque sé diferenciar el cuerpo de la mente. Me encanta su fuerza, su fuerza bruta, destructiva, osada, catártica. En este mismo momen­to podría escribir un libro sobre su genio. Casi todas las palabras que pronuncia emiten una descarga eléctrica, al hablar de La edad de Oro de Buñuel, de Salavin, de Waldo Frank, de Proust, de la pe­lícula El ángel azul, de la gente, del animalismo, de París, de las prostitutas francesas, de las mujeres americanas, de América. In­cluso va más avanzado que Joyce. Repudia la forma. Escribe tal como pensamos, en varios niveles a la vez, con una aparente inco­nexión, un caos aparente.


He terminado un libro nuevo, sólo me falta pulirlo. Hugo lo leyó el domingo y quedó cautivado. Es surrealista, lírico. Henry dice que escribo como un hombre, con tremenda claridad y concisión. Le sorprendió mi libro sobre D. H. Lawrence, aunque no le gusta Lawrence. «Un libro muy inteligente.» Con eso basta. Sabe que ya he dejado atrás a Lawrence. Tengo otro libro en mente.


He transpuesto la sensualidad de Drake a otro tipo de interés. Los hombres necesitan otras cosas, además de un receptor sexual. Necesitan que se les consuele, arrulle, comprenda, ayude, aliente y escuche. Haciendo todo esto con ternura y cariño... bueno, encen­dió la pipa y me dejó en paz. Lo observaba como si fuera un toro.
Además, dado que es inteligente, comprende que a aquellos que son como yo no se les puede seducir sin ilusión. Y él no puede mo­lestarse en crear ilusiones. Pues muy bien. Está un poco enfadado, pero... escribirá un relato sobre ello. Encuentra gracioso que le diga que sé que no me ama. Pensaba que sería lo bastante infantil para creer que me quería. «Muy lista», dice. Me cuenta sus preocupa­ciones.


De nuevo la pregunta: ¿Queremos fiestas, orgías? Hugo dice definitivamente no. No quiere correr riesgos. Sería forzar nuestro temperamento. No nos agradan las fiestas, no nos gusta beber, no envidiamos a Henry la vida que lleva. Pero yo protesto: esas cosas no se hacen lúcidamente, hay que emborracharse. Hugo no quiere emborracharse. Tampoco yo. Y no vamos a ir en busca de una puta ni de un hombre. Si se cruza en nuestro camino, inevitablemente, llevaremos a cabo nuestros deseos.
Entretanto vivimos satisfechos con nuestra menor intensidad, porque, naturalmente, la intensidad se ha apagado –tras el reavivamiento de la pasión de Hugo debido a mi relación con John–. Estaba también celoso de Henry y de Drake –se sentía muy des­graciado– pero yo lo he tranquilizado. Se da cuenta de que soy más sensata, que no pienso volver a estrellarme contra una pared.
Creo realmente que si no fuera escritora, si no fuera creadora, experimentadora, hubiera sido una esposa fiel. Valoro mucho la fi­delidad. Pero mi temperamento pertenece a la escritora, no a la mujer. Tal división podrá parecer infantil, pero es posible. Quitando la intensidad, el chisporroteo de ideas, queda una mujer que ama la perfección. Y la fidelidad es una de las perfecciones. Ahora lo encuentro tonto y poco inteligente porque tengo planes de más al­cance en mente. La perfección es una cosa estática y yo reboso de progreso. La esposa fiel no es más que una fase, un momento, una metamorfosis, una condición.
Quizás hubiera podido encontrar un marido que me amara de manera menos exclusiva, si bien no sería Hugo, y sea Hugo lo que sea, esté hecho de lo que esté hecho, lo amo. Nos comportamos según valores distintos. A cambio de fidelidad, yo le doy mi imagi­nación, e incluso mi talento, si se quiere. Nunca he estado satisfe­cha de nuestras cuentas, pero han de mantenerse.



Esta noche, cuando llegue a casa, lo observaré. Superior a todos los hombres que conozco, el hombre perfecto casi. Conmovedoramente perfecto.
Las horas pasadas en los cafés son las únicas que he vivido, aparte de las que paso escribiendo. Mi resentimiento aumenta a causa de la estúpida vida de banquero de Hugo. Cuando regreso a casa, sé que regreso al banquero. Huele a banquero. Lo aborrezco.
Pobre Hugo.
Todo retorna a su sitio tras una charla con Henry que se ha prolongado toda la tarde, esa mezcla de intelecto y emoción que tanto me gusta. Es capaz de dejarse arrastrar por completo. Ha­blamos sin prestar atención al tiempo hasta que se presentó Hugo y cenamos juntos. Henry hizo una observación sobre la ventruda botella verde del vino y el siseo del húmedo tronco de la chimenea.
Cree que yo debo saber de la vida porque he posado para pin­tores. La magnitud de mi inocencia la encontraría increíble. ¡Qué tarde he despertado y con qué furor! ¿Qué importa lo que Henry piense de mí? Pronto sabrá exactamente qué soy. Tiene una mente caricaturesca. Me veré caricaturizada.
Dice Hugo con razón que para hacer una caricatura se requiere mucho odio. Henry y mi amigo Natasha [Troubetskoi] tienen mu­cho odio. Yo no. En mí todo es o bien adoración y pasión, o bien lástima y comprensión. Raramente odio, si bien, cuando lo hago, odio atrozmente. Por ejemplo, ahora odio el Banco y todo lo re­lacionado con él. Odio también la pintura holandesa, chupar penes, las fiestas y el tiempo frío y lluvioso. Pero estoy más absorbida por el amor.


Me siento absorbida por Henry, que es inseguro, crítico consigo mismo y sincero. Regalarle dinero me produce un placer enorme y egoísta. ¿En qué pienso cuando estoy sentada junto al fuego? En sacar un montón de billetes de tren para Henry; en comprarle Albertine disparue. ¿Que Henry quiere leer Albertine disparue? Rá­pido, no me sentiré feliz hasta que tenga el libro. Soy idiota. A nadie le gusta que le hagan estas cosas, a nadie más que a Eduardo, e in­cluso él, depende del humor de que esté, prefiere la indiferencia ab­soluta. Me gustaría darle a Henry un hogar, comida estupenda, una renta. Si fuera rica, no lo sería por mucho tiempo.
Drake ya no me interesa lo más mínimo. Me he alegrado de que no haya venido hoy. Henry me interesa, pero no físicamente. ¿Será posible que esté por fin satisfecha con Hugo? Hoy me ha dolido que se haya ido a Holanda. Me he sentido vieja, distante.


Un rostro de una asombrosa blancura, ojos ardientes. June Mansfield, la esposa de Henry. Mientras venía hacia mí avanzando desde la oscuridad de mi jardín hacia la luz de la entrada, vi por primera vez a la mujer más hermosa de la tierra.
Hace años, cuando trataba de imaginarme la auténtica belleza, me forjé en mi mente una imagen que correspondía exactamente a este tipo de mujer. Incluso había imaginado que sería judía. Hace mucho tiempo que conocía el color de su piel, su perfil, sus dientes.
Su belleza me embargó. Mientras permanecía sentada frente a ella, me di cuenta de que sería capaz de hacer cualquier locura por aquella mujer, lo que me pidiera. Henry se desvaneció. Ella era el color, la brillantez, lo extraño.


Su papel en la vida la tiene absorbida. Sé muy bien por qué: su belleza le acarrea dramas y acontecimientos. Las ideas significan poco. Vi en ella una caricatura de personaje teatral y dramático. Disfraz, actitudes, forma de hablar. Es una actriz soberbia. Sólo eso. No he podido llegar a su interior. Todo cuanto Henry había dicho de ella es cierto.
Al final de la velada, yo era como un hombre, estaba profun­damente enamorada de su rostro y de su cuerpo, que prometía tanto, y odiaba el ser que los demás habían creado en ella. Los de­más sienten gracias a ella; y gracias a ella, componen poemas; gra­cias a ella, odian; y otros, como Henry, la aman aunque les pese.
June. Soñé por la noche con ella, soñé que era enormemente pequeña, además de frágil, y la amaba. Amaba la pequeñez que se me había hecho visible al oírla hablar: el desproporcionado orgullo, un orgullo herido. No tiene seguridad, y sí unas ansias insaciables de admiración. Vive del reflejo de sí misma en los ojos de los de­más. No se atreve a ser ella misma. June Mansfield no existe. Y ella lo sabe. Cuanto más la aman, más lo sabe. Sabe que hay una mujer muy hermosa que anoche percibió mi inexperiencia y trató de ocul­tar la profundidad de su saber.
Un rostro de una blancura asombrosa retirándose a la oscu­ridad del jardín. Al irse, posa para mí. Siento ganas de echar a correr y besar su fantástica belleza, besarla y decir: «Te llevas con­tigo un reflejo de mí, una parte de mí. Había soñado contigo, de­seaba que existieras. Formarás siempre parte de mi vida. Si te amo será porque hemos compartido en algún momento las mismas fan­tasías, la misma locura, el mismo escenario.
«La única fuerza que te mantiene entera es tu amor por Henry, y es por eso por lo que lo amas. Te causa daño, pero mantiene uni­dos tu cuerpo y tu alma. Te integra. Te azota y te flagela hasta conferirte entereza. Yo tengo a Hugo.»


Quería volver a verla. Pensaba que a Hugo le encantaría. Me parecía perfectamente natural que le gustara a todo el mundo. Le hablé de ella a Hugo. No noté celos de su parte.
Al surgir nuevamente de la oscuridad, me pareció todavía más hermosa. También más sincera. «La gente siempre es más sincera con Hugo», me dije a mí misma. Me dije también que era porque se encontraba más a gusto. No podía descifrar lo que de ello pensaba Hugo. Ella se dirigió arriba, a nuestra habitación, a dejar el abrigo. Se detuvo un segundo en mitad de las escaleras, donde la luz la hacía realzar sobre el fondo turquesa de la pared. Cabello rubio, tez pálida, demoníacas cejas angulares, una sonrisa cruel con un hoyuelo cautivador. Pérfida, infinitamente deseable, me atraía hacia ella como hacia la muerte.
Abajo, Henry y June formaban una alianza. Nos contaban sus peleas, rupturas, guerras el uno contra el otro. Hugo, que se en­cuentra incómodo cuando se habla de emociones, trató de limar las asperezas con bromas, serenar la discordia, lo feo, lo espantoso para aligerar sus confidencias. Igual que un francés, afable y razo­nable, hizo disolverse toda posibilidad de drama. Pudo producirse allí una escena feroz, inhumana, horrible, entre June y Henry, pero Hugo impidió que nos diéramos cuenta de ello.
Luego le hice ver que había impedido que viviéramos, que había hecho que un instante de vida pasara ajeno a él. Me avergonzaba su optimismo, su intento de suavizar las cosas. Lo comprendió. Pro­metió recordarlo. Sin mí, quedaría totalmente anulado por su cos­tumbre de seguir los convencionalismos.



La cena fue alegre. Tanto Henry como June tenían mucho ape­tito. Luego fuimos al «Grand Guignol». En el coche June y yo nos sentamos juntas y charlamos en armonía.
–Cuando Henry te describió –dijo–, olvidó las partes más importantes. No eras tú en absoluto. –Lo supo de inmediato; nos habíamos entendido mutuamente, habíamos captado cada una los detalles y matices de la otra.
En el teatro. Cuan difícil es fijarse en Henry cuando ella está allí sentada, resplandeciente, con su rostro como de máscara. Des­canso. Ella y yo queremos fumar, Henry y Hugo no. Al salir, me­nudo revuelo armamos. Le digo:
–Eres la única mujer que ha respondido a las exigencias de mi imaginación.
–Menos mal que me voy –responde–. No tardarán en desenmascararme.
Ante una mujer carezco de recursos. No sé tratar a las mujeres. ¿Dirá la verdad? No. Me había hablado en el coche de su amiga Jean, la escultora y poetisa.
–Jean tenía un rostro hermosísimo. –Y añade con premu­ra–: No estoy hablando de una mujer corriente. El rostro de Jean, su belleza, era como la de un hombre. –Se detiene–. Las manos de Jean eran preciosas, muy flexibles de tanto manejar el barro. Tenía los dedos afilados. –¿Qué es este enfado que siento al oír las ala­banzas que de las manos de Jean hace June? ¿Celos? Y su insistencia en que su vida ha estado llena de hombres y no sabe cómo actuar delante de una mujer. ¡Mentirosa!
Mirándome intensamente, dice:
–Pensaba que tenías los ojos azules. Son extraños y hermosos, grises y dorados, con esas pestañas largas y negras. Eres la mujer más grácil que he conocido. Cuando andas te deslizas.
Hablamos de los colores que nos gustan. Ella siempre viste de negro y violeta. Volvemos corriendo a nuestros asientos. Se vuelve constante­mente hacia mí en lugar de hacia Hugo. Al salir del teatro la cojo del brazo. Entonces ella pone su mano sobre la mía; las entrela­zamos.
–En Montparnasse, el otro día, me dolió oír tu nombre –dice–. No quisiera que ningún hombre de poca monta tuviese que ver con tu vida. Me siento... protectora.
En el café advierto cenizas bajo la piel de su rostro. Desinte­gración. Siento una terrible ansiedad. Siento ganas de abrazarla. Noto cómo retrocede hacia la muerte y yo estoy dispuesta a acoger la muerte para seguirla, para abrazarla. Se muere ante mis ojos. Su belleza provocadora y sombría se apaga. Su extraña, masculina fuerza.
No distingo el sentido de sus palabras. Me fascinan sus ojos y su boca, esa boca descolorida, mal pintada. ¿Sabe que me siento inmóvil y prendida, perdida en ella?
Se estremece de frío bajo la ligera capa de terciopelo.
–¿Quieres que comamos juntas antes de que te vayas? –le pregunto.
Le alegra marcharse. Henry la ama de modo imperfecto, brutal. Ha herido su orgullo deseando lo contrario de lo que es ella: mu­jeres feas, vulgares, pasivas. No soporta su positivismo, su fuerza. Ahora odio a Henry, intensamente. Odio a los hombres que temen la fuerza de las mujeres. Probablemente Jean amaba su fuerza, su poder destructivo. Porque June es destrucción.


Mi fuerza, según me dice Hugo más tarde, cuando descubro que no aguanta a June, es suave, indirecta, delicada, insinuante, creativa, tierna, femenina. La de ella es como de hombre. Hugo me dice que tiene un cuello masculino, una voz masculina y manos tos­cas. ¿Es que no me he dado cuenta? No, no me he dado cuenta, o, si me doy cuenta, no me importa. Hugo admite que está celoso. Desde el primer momento se han tenido antipatía.
–¿Es que piensa que con su sensibilidad y sutileza femeninas puede amar algo de ti que yo no haya amado?
Es cierto. Hugo ha sido infinitamente tierno conmigo, pero en tanto él habla de June yo pienso en nuestras manos entrelazadas. Ella no alcanza el centro sexual mismo de mi ser que alcanzan los hombres; no se acerca. Entonces, ¿qué es lo que despierta en mí? He deseado poseerla como si un hombre fuera, pero he querido también que me amara con los ojos, con las manos, con los senti­dos que sólo poseen las mujeres. Es una penetración suave y sutil.


Odio a Henry por atreverse a herir su enorme y vano orgullo. La superioridad de June provoca el rechazo, e incluso un sentimien­to de venganza, en Henry. Pone sus ojos en la sumisa y ordinaria Emilia, la criada. Su ofensa me hace amar a June.
La amo por lo que se ha atrevido a ser, por su dureza, su crueldad, su egoísmo, su perversidad, su demoníaca fuerza destruc­tora. Me aplastaría sin la menor vacilación. Se trata de una perso­nalidad llevada al límite. Adoro el valor con que hiere y estoy dis­puesta a sacrificarme a él. Sumará mi ser al suyo. Será June más todo lo que yo contengo.


Nota: la viñeta del separador es una obra de Darío Morales.

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