William Faulkner y Glenn Gould
Mentiras de otros
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
1 NOV 1990
En este octubre invernal y lluvioso urge proveerse de ropas de abrigo y de libros que le permitan a uno emprender la travesía hacia diciembre recluyéndose en ellos como en una casa cálida y serena, razonablemente aislada de la intemperie y de la estupidez. Sugiero dos para empezar el viaje: uno, de Michel Schneider sobre el pianista misántropo Glenn Gould; otro, de William Faulkner. De nuevo Faulkner, como casi siempre, el sonido y la furia de sus palabras donde resuenan el Antiguo Testamento, Shakespeare y Joyce; Faulkner releído en las tardes de octubre que ya preludian el invierno, vivo y poderoso cómo nunca, 28 años después de su muerte, arisco y solo, como Gould, aunque no en la Tebaida helada de los moteles y los apartamentos vacíos, sino en el mismo pueblo reaccionario , chismoso donde nació, viejo, irreductible, desmedrado, con el pelo blanco, como Mink Snopes, el hombre que esperó 40 años para cumplir una venganza y descubrió al salir de la cárcel que el mundo que conocía cuando lo detuvieron había desaparecido para siempre, y que su venganza, aunque la obtuviera, sería tan irrisoria como su vida ya póstuma. Faulkner de nuevo, esta vez La mansión, su novela penúltima, traducida con veracidad, con belleza y pasión por José Luis; López Muñoz, que ha pasado no sé cuántos años de su vida enredado en las genealogías sórdidas y lujuriosas de los Snopes, esa familla que asoló el condado de Yokilapatawpha con la tenacidad innumerable y mezquina de una colonia de termitas. En estos días, cuando los rituales y las fantasmadas y las tonterías tediosas de la sociedad literaria vuelven para celebrar, después de "la tregua del verano, la conocida ceremonia de la confusión, el regreso de Faulkner es un consuelo y un ejemplo, incluso un desafío, ese desplante orgulloso de la literatura frente a los molinos de viento y de vanidad de todos los simulacros que quieren suplantarla. Uno, que ama de los libros no sólo las palabras que contienen, sino también el matiz de blancura del papel, su olor, su volumen, su peso, toma entre las manos esta edición de Faulkner y la nota densa de vida y grávida de peripecias y destinos de hombres, y sale de la librería en la mañana desapacible de otoño como si llevara un pan recién hecho que le calienta las manos y le conforta el corazón, impaciente por llegar a casa y emprender la lectura, incapaz de no quitarle el envoltorio mientras camina por la calle y de probar un adelanto del placer que le espera; estas palabras, por ejemplo: "Algunas personas nacen para creer las mentiras de otros".
Estará uno, como Mink Snopes, entre esas personas? ¿Será ése el motivo de que le guste tanto leer novelas, hasta el punto de que en ciertos periodos de su vida ha habitado en ellas mucho más confortablemente que en la realidad? Al cabo de un rato, y de manera inevitable, surge una interrogación de filo más agudo, que interesa, como diría un parte médico, a uno de los nervios vitales de este haragán que andaba a media mañana tan extraviado y feliz con su novela de Faulkner abierta por la mitad entre las manos, tan absorto en ella que más de una vez ha chocado con alguien y ha corrido el peligro de que lo atropelle un automóvil: ¿será cierto, como dicen ahora los novelistas, que el arte de la novela es una variedad del arte de mentir y una consecuencia de la afición infantil a contar embustes? Si hay personas que nacen para creer las mentiras de otros, sin duda las habrá también que nazcan para inventarlas, y que andando el tiempo, inhábiles para la política, la publicidad y los negocios, ejerzan su vocación en el oficio irresponsable de la novela. Faulkner mintió siempre, recuerdan los apologistas de la mentira: decía haber luchado como piloto en la guerra europea, aunque no paso de recluta en un campo de aviación canadiense, y en su vejez aseguraba que no era en realidad un escritor, sino un granjero. Lo que se olvidan de decirnos, lo que uno mismo olvidó o no supo aprender las primeras veces que leía sus novelas y quedaba abrumado por el resplandor al mismo tiempo vasto y minucioso de sus invenciones, es que Faulkner no sólo nunca mintió al escribir, sino que ha perdurado -grandioso, solitario y huraño, tan eficaz en la ira como en la ternura- por la objetiva conmoción de verdad que hay en sus palabras y en los rasgos de cada uno de sus personajes, los canallas y los inocentes, los fracasados y los vencedores, los idiotas y los sabios, los sinverguenzas y los admirables; por la verdad, sobre todo, con que sentimos al leerlo que se entregaba al acto de escribir, lejos del mundo y tan arraigado a él como un árbol o un hombre que se inclina sobre la tierra para sembrarla o ararla, inaccesible y pueblerino en su granja del Sur y universal y próximo a cualquiera que esté vivo y padezca el dolor o conozca el deseo, a este lector que tantos años después de su muerte ha comprado un libro suyo traducido a otro idioma y se encierra en casa para volver a leerlo con el mismo entusiasmo de las primeras veces, pero con otra mirada ahora, más desengañada y más atenta, con una devoción tal vez más lúcida y posiblemente más radical, pues ya no le pide a la novela que le cuente una mentira y le descubra sus leyes y sus artificios, sino que le enseñe a inventar la verdad y a contarla con el mismo despojo y el mismo impulso de predestinación y de azar con que suceden los hechos y fluyen las palabras y los días, sin apariencia de propósito, como se impone la música sobre el silencio de la soledad.
Glenn Gould |
La novela y la música, modulaciones del tiempo y no de la mentira: Faulkner y Gould, cómplices casuales en la tarde de octubre, misteriosamente afines en la conciencia de quien lee y escucha -al mismo tiempo las Variaciones Goldberg tocadas por Gould en 1955, cuando todavía actuaba en público y no había arrancado su nombre de la puerta de su apartamento. Faulkner, como una fragorosa inundación de palabras, como un río de miradas y de voces y de pasos; Gould, contenido y aritmético, enunciando a Bach con una fría pasión que se parece a la locura de unos ojos muy claros: los dos ensimismados y solos en su delirio de ermitaños y tentados por el demonio de la imaginación, los dos inclinándose sobre el instrumento de su oficio como uncidos a él; Faulkner, sobre una hoja de papel manchada de tinta en la que tal vez hay señalado -el círculo de un vaso de whisky; Gould, sobre el teclado de un plano; los dos hipnotizados por la inminencia de esa palabra desconocida y necesaria que aún no ha sido escrita o de esa nota que va a sonar al cabo de una décima de segundo; los dos escondiéndose no sólo de la celebridad irrisoria, sino de la íntima impostura a la que es condenado quien al convertirse en protagonista público de su propia obra acaba creyendo las mentiras que otros le dicen sobre él mismo y necesitando el espejo falso que le ofrecen: por eso Faulkner no mentía al decir que él n¿ era un escritor, y Gould contaba con razones más poderosas que la misantropía para negarse a seguir siendo un concertista de piano. La huida que Michel Schrielder cuenta de Glenn Gould también explica la de Faulkner: "No una huida ante la realidad, sus prestigios y sus tentaciones, sino una fuga en el sentido musical, una empresa ética y estética voluntaria, concertada, coherente, una y múltiple,'.
Los dos desaparecidos, el uno en la biblioteca de su granja del Sur y en los paisajes de las cacerías en el delta, el otro en la frialdad de laboratorio o de clínica de un estudio de grabación, en apartamentos y habitaciones de hoteles, en el interior de un Linco1n Continental con los cristales velados, eremita en su piel, huyendo de cualquier tacto humano. Los dos muertos, definitivamente invisibles, borra dos de la superficie del mundo para que sobreviva la presencia de la literatura y de la música que hicieron y parezca que ningún hombre escribió La mansión o tocó al plano las Variaciones Goldberg, para que cualquier tarde de octubre ese libro y esa partitura alumbren en nosotros una región desconocida y necesaria de la verdad y existan tan objetivamente como la luz que declina hacia el anochecer y la lluvia tranquila, indiferente y gris que seguiría cayendo aun que nadie la mirara.
Antonio Muñoz Molina es escritor.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 1 de noviembre de 1990
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