Truman Capote Fotografía de Irving Penn Poster de T.A. |
Truman Capote
La moral de los buitres
TOMAS ELOY MARTÍNEZ
6 ENE 2005
Casi todos los escritores han dicho
alguna vez que sin entrega plena no hay literatura verdadera. En rigor, ninguna
pasión del hombre tiene sentido si no se pone en juego todo el ser. Hasta para
el amante, los caminos a medias son siempre una certeza de fracaso.
En 1956, William Faulkner llevó esas
exigencias a sus extremos de individualismo y amoralidad: "El artista es
responsable sólo ante su obra", declaró en The Paris Review. "Si es un
buen artista, será completamente despiadado. ... Arroja todo por la borda: el
honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, con tal de
escribir su libro".
Esas palabras son escandalosas pero
no excesivas: en el horizonte de la historia, los hombres terminan por ser su
obra antes que ellos mismos. A mediados de octubre, Random House -la editorial
de Nueva York- dio a conocer, por fin, el epistolario de alguien que pensaba
como Faulkner, pero con mayor malicia: Truman Capote. El volumen, compilado por
el biógrafo Gerald Clarke, se titula Too Brief a Treat (Un placer demasiado breve) y es parco en
revelaciones.
La mayor, quizá, desmiente la leyenda
de que Capote prefería la diversión a la disciplina. Nada de eso: era un
obsesivo, para quien la obra estaba por encima de todo. Y, a semejanza de
Faulkner, parecía vivir en un mundo en el que pasaban pocas cosas fuera de las
que les pasaban a ellos mismos y a quienes los rodeaban.
Answered Prayers (Plegarias atendidas), el
mayor fracaso de Capote, fue también la novela en la que pensó durante más
tiempo. Empezó a hablar de ella en una carta a su editor, el fundidor de Random
House, Bennett Cerf, en 1958, advirtiéndole que sería superior a En busca del tiempo perdido, "pero debo
mantenerme callado sobre el tema para no alarmar a las amigas que me sirven de
modelos". Como se sabe, las alarmó, llegaban hasta la desesperación y el
suicidio.
Apremiado por los editores que le
habían adelantado una fortuna, publicó en la revista Esquire, a fines de 1975, uno de los capítulos,
'La Côte Basque'. Allí reunía en la mesa de un restaurante neoyorquino a
millonarios adúlteros y princesas chismosas fáciles de reconocer. En cuestión
de horas, Capote perdió casi todas sus relaciones y, a la vez, su brillo
social. Nadie lo saludaba ni lo atendía al teléfono. En vez de genio, lo
llamaban canalla.
En las cartas, sin embargo, Capote
dista de prodigar rumores o chismes. Más bien exige a sus corresponsales que se
los cuenten: "Cuanto más viles sean, mejor". Si le preguntan sobre
algún conocido con el que se ha cruzado en California o en Taormina, responde
de manera siempre elusiva: "Mejor no escribir sobre eso. Es algo que
prefiero contarte en persona". O bien: "Estoy demasiado involucrado
en el tema como para decirte algo".
Hasta 1956, Capote era sólo el golden boy, el muchacho dorado que se dejaba
admirar. Desde los 21 años publicaba narraciones en la revista más refinada de
los Estados Unidos, The New Yorker, donde
también trabajaba como mandadero. Su lenguaje era vaporoso, elegante, con
ciertos ecos remotos de Carson McCullers y Eudora Welty.
Sus hábitos estaban en las antípodas
del ejercicio periodístico: escribía numerosas versiones a lápiz de un mismo
relato, en posición invariablemente horizontal, "en la cama o en un
diván", y dejaba reposar el texto durante un par de semanas antes de
resolver si quería o no quería publicarlo.
Mientras trabajaba en su obra
maestra, In Cold Blood (A sangre fría), se
volvió alcohólico. Cuando la publicó, a comienzos de 1966, ninguna adulación le
parecía suficiente. En las cartas se queja todo el tiempo de que sus libros no
han recibido los grandes premios que sí se les concedieron a sus imitadores,
entre los que menciona a Norman Mailer y a Gore Vidal.
Las tragedias y trivialidades del
mundo se le convierten en una sucesión de chismes sobre señoras que se han
estirado la cara "¡por cuarta vez!" o sobre celebridades como Greta
Garbo, a la que destruye en pocas palabras: "Es la muerte en persona, pero
tostada por el sol".
En el memorable prefacio de Música para camaleones, Capote se preguntaba por
qué "nunca, ni una sola vez en toda mi vida de escritor, exploté por
completo todo lo que sé".
Poco antes de su muerte en 1984, en
un diálogo con el editor y escritor Charles Ruas, entrevió la respuesta: porque
a la libertad con que vivía le faltaba mucho para ser absoluta, porque no había
bebido suficiente ácido de los abismos, porque se acercaba a la realidad con
escrúpulos en vez de mancharse de sangre, como lo exigía su conciencia. Un
escritor no tiene por qué andar cuidando a los personajes de que se alimenta,
dicen las cartas: si alguien deserta, otro ser humano puede reemplazarlo. ¿La
humanidad no es acaso una fuente inagotable? El límite no está en el cálculo
profesional, sino en el grado de ternura que profesa por la especie.
En una carta de 1958, Faulkner dijo
que aspiraba a reencarnarse en un buitre, alguien a quien nadie ama, ni odia,
ni envidia, ni necesita. En 'Vueltas nocturnas', texto final de Música para camaleones, Capote plagia la frase con
descaro: "Me gustaría reencarnarme en un buitre. Un buitre no tiene que
molestarse por su aspecto ni por su habilidad para seducir; no tiene que darse
aires. De todos modos no va a gustar a nadie: es feo, indeseable, mal recibido
en todas partes. Hay mucho que decir sobre la libertad que se obtiene a
cambio".
Tanto a Faulkner como a Capote no les
importaba ser condenados por la historia. Sólo estaban atentos a su obra, es
decir, a ese banquete de buitres en el que cualquier realidad, hasta la más
insulsa, puede transfigurarse en palabras inmortales.
Tomás Eloy Martínez es escritor y periodista, autor de Santa Evita y de El vuelo de la reina.Distribuido por The New York Times Syndicate. © Tomás Eloy Martínez.
* Este articulo apareció en la edición impresa del Jueves, 6 de enero de 2005
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