Edna O'Brien |
Los corazones negros
La espléndida prosa de Edna O’Brien conduce por el universo del Mal en 'Las sillitas rojas', una obra sobre la barbarie de la guerra serbo-bosnia cuya lectura suscita algunas dudas
27 OCT 2016 - 06:58 COT
Me pregunto qué me quiere contar Edna O’Brien en Las sillitas rojas. La escritora irlandesa me sitúa en una posición estimulante porque esta novela habla de: una mujer que se llama Fidelma, la barbarie de la guerra serbo-bosnia, flores que agarran mal en suelo ajeno, fantasmas, la lírica de las lenguas extranjeras que no se dominan, protección, galgos, ansia de maternidad, Irlanda, adulterio, la llegada del monstruo a una comunidad tranquila, cosas que no son lo que parecen, la violencia bestial y la vegetativa, víctimas y victimarios, niños que buscan madre y niños muertos que dejan hueco en las sillitas rojas… Me aferro a las últimas palabras del libro sobre esa necesidad del hogar que desencadena el amor y las guerras, y a la alusión a Adorno de los editores: “… es posible escribir poesía después de Auschwitz (…) a veces es posible que la poesía y el horror sean una y la misma cosa”. Depende. Depende sobre todo de si la poesía transforma el horror en puñal y pregunta, o difumina y asienta frases hechas. Lo consabido sobre la realidad y sobre los discursos en torno a la realidad, entre ellos, el de la palabra literaria.
Pese al exceso de estímulos temáticos, me gusta la situación reflexiva en que me coloca esta novela: en uno de sus capítulos se narran las vicisitudes de un taller de lectura coordinado por Fidelma, trasunto de Dido, la que se enamora de un extranjero y es castigada. Los talleristas se toman la literatura muy en serio por cuestiones a veces ridículas. Es posible que solo tengan ganas de gritar. O’Brien nos enfrenta a una visión poco humanista de la literatura: no siempre los mejores lectores son las mejores personas. No sé. Lo que sí creo saber es que lo literario se valora en la medida en que no nos deja indiferentes. Y la palabra de O’Brien es magnífica en su dibujo de naturaleza y barbarie, en páginas que dejan sin respiración por su energía simbólica y sensorial: el desenterramiento de una perrita atrapada; el masaje terapéutico que recibe la hermana Bonaventure; el retrato que Jack, el maduro marido de Fidelma, traza de su esposa… En el juego de polifonías detectamos una metáfora, social y sexual, de la escritura: el sujeto se diluye en el magma colectivo y la voz es la aguja que traspasa la tela, sube y baja, se muestra y se esconde mientras teje el relato.
Sin embargo, en un punto que me cuesta desentrañar entre la espléndida prosa de O’Brien hay algo que me incomoda y que identifico con la pretensión de abordar el Mal con mayúscula: Medusa, la jefa de Fidelma en un servicio de limpieza, roba “por pura maldad”; ciertos personajes actúan con una saña que casi transforma en estribillo la arendtiana banalidad del mal; y Vlad Dragan, el monstruo montenegrino que seduce a Fidelma, es un enmascarado villano irresistible, sanguinario, ególatra, culto… Como el 90% de los villanos. Lectura y poesía se vinculan, formal y éticamente, con el asesinato desde tiempos inmemoriales. Muchos malos de película son melómanos. Se supone que la humanidad está en otro lugar, aunque en esta novela tampoco está con los sencillos habitantes de Cloonolia, el pueblito al que llega Vlad con nocturnidad y alevosía. Cierta fingida ingenuidad estética lleva a la crítica a destacar el carácter “desafiante” del libro de O’Brien, aunque el desafío se quede en repetición del leitmotiv de que el Mal aflora en cualquier lado, de modo que se difuminan los parámetros de lo concreto con estrategias retóricas de desrealización: extrañeza, fantasmagorías, sueños, aplicación de códigos clásicos que nos llevan a no identificar en un primer momento el tiempo de la narración, el aura legendaria de cada testimonio, los textos de la niña Mistletoe, la posibilidad de que el Mal neutralice la variable de clase y estalle dentro del corazón, intrínsecamente negro, de expatriados, excluidos, parias de un sistema que practica la hipocresía… Incluso las referencias subtextuales a La letra escarlata, La semilla del diablo o El corazón de las tinieblas levantan una nebulosa respecto a lo histórico y tangible que hace que Las sillitas rojas no funcione como pretendida denuncia de la barbarie serbia. Las estrategias literarias de desrealización subrayan el axioma de que el Mal es el Mal y los monstruos siempre son los monstruos universales —es decir, los oficiales—, los de los cuentos, esos monstruos sobre los que no cabe la controversia ni la reflexión alternativa de la literatura, esos que ni siquiera merecen la complejidad de un buen retrato.
Las sillitas rojas. Edna O’Brien. Traducción de Regina López Muñoz. Errata Naturae. Madrid, 2016. 352 páginas. 19 euros
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