Truman Capote Foto de Irving Penn Poster de T.A. |
Truman Capote
El inocente y melancólico sureño
ELVIRA LINDO
8 AGO 2005
La Cote Basque, el restaurante de la Calle 55, dio nombre al relato con el que Truman Capote se hundió para siempre. La Cote Basque ya no es lo que era. En el momento en el que Capote escribió el cuento se trataba del típico sitio donde uno iba a ver y ser visto. Hoy es simplemente un buen restaurante en una de esas calles de paso en las que te cruzas con el tipo de hombre joven de negocios que anda como si el fracaso estuviera a punto de atraparle. Tiene enfrente, eso sí, la tienda de Manolo Blahnik, discreta y distinguida, visitada por mujeres que quieren subir sus pies en tacones de más de seiscientos dólares, mujeres como la dama que protagoniza el cuento: sofisticada, bella, de cuello largo, uno de esos cisnes de la alta sociedad en la que Truman Capote creyó reinar. El cuento en sí no es más que la historia de un gran cotilleo que en aquellos años corría entre esos ricos que formaban la aristocracia americana: Kennedy, Radziwill, Vanderbilt, Guiness, Paley..., un chisme de esos que nunca llegan a verse publicados porque pertenecen a la intimidad de gente demasiado poderosa. Capote se atrevió y lo puso por escrito: un empresario judío, casado con una mujer preciosa, se acuesta con la mujer católica y poco agraciada del gobernador. Es evidente que el empresario sólo lo hace por el morbo que le provoca echar un polvo con la esposa de un político importante. La experiencia sexual, catastrófica, es contada en sus detalles más bochornosos. El cuento, leído cuando ya todos sus protagonistas están muertos, es divertidísimo; pero en su momento, al ser publicado por la revista Esquire, provocó un escándalo tal que el escritor no pudo sobreponerse. No sólo los personajes eran identificables, sino que la esposa del empresario era Babe Paley, amiga íntima del escritor, una millonaria que lo adoptó y lo introdujo en el mundo de la jet. Ella nunca perdonó la traición. El escritor fue expulsado de la alta sociedad, y aunque, según cuenta su editor, Capote solía afirmar que la literatura lo justificaba todo ("¿Qué creían, que estaba con ellos para entretenerles?"), el que fuera el niño mimado de la gente rica no pudo superar el desprecio al que fue sometido. Tampoco hoy los críticos americanos aceptan la excusa de "lo literario" -este año, en el que se ha publicado su correspondencia y un relato inédito, hablaban de esa época como la de su total declive creativo-. Tampoco nadie sensato cree que La Cote Basque formara parte de una novela, Plegarias atendidas, que ya estaba escrita. Esa novela, que daría cuenta de la vida neoyorquina a la manera proustiana, nunca apareció, aunque aún circula la leyenda de que el manuscrito se encontrará algún día en la consigna de una estación. Por no creerse, tampoco sus conocidos creen que leyera a Proust. No tuvo tiempo. El tiempo que otros escritores entregan a la lectura, Capote los dedicó a rastrear almas, a ejercer esa habilidad que tenía para sonsacar intimidades, e inventó un estilo narrativo que nacía más de un don innato que del bagaje intelectual.
Es fácil distinguir a Truman, ese niño sabiondo que vive con sus tías y que inventa historias fascinantes sobre su padre ausente
Ni tan siquiera existe un antes y un después en la aceptación de su homosexualidad; siempre lo fue abiertamente
Todo el mundo sabía que era un mentiroso. En eso no engañó a nadie. Los que le conocieron de niño tomaban sus mentiras como parte de su impactante atractivo. El mejor retrato que de él se ha escrito lo hizo Nelle Harper Lee, la escritora de Matar un ruiseñor, su mejor amiga de infancia. Nelle y Truman vivían en casas contiguas en Monroeville, un pueblecito de Alabama, ajeno a cualquier atractivo turístico pero que pasará a la historia por haber visto crecer a dos grandes escritores norteamericanos. La coincidencia no puede ser más extraordinaria. La infancia sureña de los dos está retratada con fidelidad en la conmovedora historia de Harper Lee. Es fácil distinguir a Truman, ese niño sabiondo que vive con sus tías y que inventa historias fascinantes sobre un padre ausente. Truman, Dill en la novela, es el niño diferente, tan diminuto y tan listo que parece irreal, abandonado por sus padres pero mimado por las tías, sobre todo por su tía Sook, una mujer con cierto retraso mental que aparece a menudo en los cuentos del escritor como un personaje muy poético.
Capote fue abandonado por una madre que se fue a Nueva York movida por un deseo irreprimible de ascenso social. Lejos de acomplejarle este abandono, los aires de grandeza de Lillie Mae, su madre, que responde al tipo de belleza sureña tantas veces descrito en la literatura americana, fueron heredados por él. Los juicios y mentiras de Capote sobre los personajes famosos de la vida nocturna neoyorquina fueron tremendamente crueles; sin embargo, las mentiras relacionadas con su infancia en el sur no despegaban nunca de la puerilidad. Solía afirmar que su madre había sido Miss América. La realidad es que sólo llegó a Miss Alabama. Lillie Mae ascendió socialmente gracias a su segundo marido, Joseph García Capote, al que Truman apreciaba y del que tomó ese apellido que concedió a su nombre una sonoridad exótica. Una de las cosas que menos se ha destacado del escritor es el gran parecido que tenía con su madre, no sólo físico sino en ese empeño paleto de integrarse en una élite en la que nunca dejaron de estar de prestado. La humanidad de Truman Capote se encuentra en su literatura, en el mimo con el trata a sus personajes, en la melancolía hacia el sur, que simboliza la infancia. Tan atractivos son esos dos paletos de Kansas que asesinaron A sangre fría a toda una familia como su pobre tía Sook o como esa Marilyn Monroe que él recreó para la literatura en el retrato más preciso que de ella se ha hecho, plagado probablemente de mentiras pero cuyo resultado final es mucho más exacto que los que hiciera Arthur Miller contando verdades a medias. Pero él no era periodista, sino literato, y la literatura convierte la mentira en verdad con el paso del tiempo.
Si su madre consiguió ser la anfitriona de fiestas de cierta relevancia en su apartamento de Park Avenue, el hijo tocó el cielo tras el éxito de A sangre fría organizando la fiesta del Blanco y el Negro, en la que convocó a la gente más influyente de su país. Pero creyó, con más inocencia de la que cabía esperar, que tenía poder para contar lo que quisiera, que el valor de las palabras es más grande que el del dinero, que sus travesuras, sus traiciones, serían perdonadas. Si a un escritor se le ha de juzgar sólo por lo que escribe, Truman Capote está de sobra perdonado. Aquellos que le odiaron ya están muertos, las mentiras de entonces ya no son moneda de cambio, su espíritu malicioso es parte del atractivo biográfico. Su literatura, en cambio, sigue brillando, la habilidad mágica con la que utilizaba el lenguaje no ha perdido lustre, y lo que pervive, lo que ha superado el paso del tiempo, no es esa malicia compulsiva que marcó su personalidad, sino un alma literaria que se muestra sensible hacia los humildes y sarcástico hacia quien lo tiene todo. Su vida, sin embargo, estuvo entregada al triunfo más vulgar, vivir arrimado, divirtiendo, a gente de apellido ilustre y vida regalada.
Miss Alabama se suicidó antes de cumplir los cincuenta años. Cabría pensar que él siguió su ejemplo, como siempre, pero optó por una autodestrucción lenta. Seguramente el alcohol y las drogas le concedían la creencia ilusoria de que habría una segunda oportunidad, esa redención que, como decía Scott Fitgerald, no existe en América.
Truman Capote tuvo siempre la misma edad. De niño era un viejo, de mayor poseía un extraño aspecto infantil. Ni tan siquiera existe un antes y un después en la aceptación de su homosexualidad; siempre lo fue abiertamente.
Su voz femenina, agudísima, su pequeña estatura, su necesidad de ser escuchado, hacen válida para todas sus edades la descripción que de él hizo Harper Lee en Matar un ruiseñor: "Cuando nos contaba una vieja historia sus ojos azules brillaban y se oscurecían. Su risa era brusca y feliz. Se peinaba el pelo rubio, casi blanco, dejando un remolino en el centro de la frente. Nosotros nos acercábamos a él como a un Merlín de bolsillo, admirando esa mente en la que bullían planes excéntricos, extraños deseos y pintorescas fantasías".
* Este articulo apareció en la edición impresa del Lunes, 8 de agosto de 2005
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