jueves, 20 de octubre de 2016

Adela Fernández / La quemazón


Adela 

Fernández

Biografía



LA QUEMAZÓN



uando entré a avisarle a mi padre que lo buscaban, estaba ahí, junto al fuego, masticando brasas y cantando para agradecer a los dioses los dones poseídos. Interrumpí su canto para decirle que urgentemente necesitaban de su ayuda. Un niño de Chenalhó venía a buscarlo porque su hermano, el más pequeño, estaba enfermo. Tras besar la tierra, que es la manera en que se saluda a un brujo cuando uno va pedirle que intervenga en una curación, le contó que al principio creyeron que el niño se había enfermado por los pecados de su madre. Pero ella, para aliviarlo, ya había comido su propio excremento como se debe hacer en estos casos y aún así el mal no se alejaba. Entonces fue cuando pensaron que no se trataba de los pecados ( que recaen en los niños inocentes para ser purgados por medio de las enfermedades, el dolor o incluso la muerte) sino que tal vez un Ti 'bal le había devorado el alma.

Los que tienen el alma fría nada pueden hacer para defenderse de los aires nefastos que vomita la boca del infierno; ni de los Ti 'bales, espíritus que se alimentan del alma dejando a la gente muerta a medias.

Mi padre tiene el alma cálida, protegida por el Señor Sol. Con el fuego que lleva dentro tiene la fuerza suficiente para hacer el bien o el mal. Cuando la mujer de su hermano se metió con otro hombre, mi padre la desnudó y le echó su vaho por todo el cuerpo. Con sólo hacer eso ella ardió y ahora anda toda chamuscada. También lo he visto recobrar las almas. Se pone una máscara con la que invoca al aire, reza la misma palabra con insistencia hasta que se escucha un zumbido. Entonces atrapa en el aire el alma que anda en el aire. El alma es una serpiente tan delgada como un hilo, y cuando mi padre la devuelve al cuerpo del desposeído ésta le entra por la boca con la rapidez del aire.

Se puso su máscara y rezó con insistencia, pero esta vez el aire no trajo nada. Por eso decidió ir a ver al enfermo y partimos a Chenalhó.

Caminamos todo el día y sólo nos detuvimos a beber en el ocaso, cuando el sol se convierte en águila que cae a las entrañas de la tierra. A esta hora, mi padre siempre tiene convulsiones y emite sonidos de águila. Una vez que se calma, come tierra y reza.

Era ya de noche cuando estábamos próximos a llegar al pueblo. Había algo inquietante en el aire y se escuchaba a lo lejos un bullicio como de fiesta o de riña. De entre los árboles salió mucha gente con palos y piedras que gritaban " muerte al brujo". A sus gritos, vinieron otros con antorchas. El niño que fingió necesitar ayuda y nos hizo venir hasta Chenalhó, se fue corriendo. Me sorprendió que mi padre, que todo lo adivina, no hubiera advertido el engaño.

Los de Chenalhó, motivados por el cura, con astucias hicieron venir a los brujos de la región para darles muerte. Nos apedrearon y a empujones nos llevaron al pueblo

El aire traía muchos gritos de otras partes, y en distintos sitios, por entre los árboles, se veía correr la lumbre de las antorchas de aquellos que perseguían a mansalva a los brujos que trataban de escapar. En el centro de la plaza había una hoguera. Vi que entre muchos hombres iban arrastrando a uno al que querían arrojar al fuego, pero el brujo se convirtió en serpiente, se escurrió entre los cuerpos y se metió en un hoyo. Otro hombre, al que también jaloneaban con el mismo propósito, se convirtió en venado y tras patear a algunos salió corriendo. Fue flechado por un joven y entonces se convirtió en águila; desde el cielo se sacudió la flecha, que cayó sobre el joven causándole la muerte.

Cuando vi todo esto ya no me importó ver cómo arrastraban a mi padre. A mí me soltaron cuando dijo que yo era de alma fría y a él lo llevaron hasta la hoguera. Con la cara arrastrándose en el suelo me gritaba que fuera a casa, pero yo estaba sin poder moverme, esperando su transformación. El se quedó hombre todo el tiempo y vi cómo lo echaron al fuego. Su cuerpo se retorció y se volvió cenizas.

Comprendí que mi padre no tenía los poderes suficientes para transformarse como los otros brujos, y lloré su muerte y más aún lloré su debilidad. Me quedé ahí en el pueblo viendo la quemazón. Pocos fueron los brujos que llegaron a quemar, y por cierto fueron los más ancianos, porque los otros se transformaron en animales y lograron huir.

De regreso a casa, durante la larga caminata, no pude quitarme de la mente la figura de mi padre retorciéndose en el fuego. Caminé con asco por aquel olor a hombres quemados, que tanto me penetró; caminé con tristeza y desilusión.

A llegar a la casa mi padre estaba ahí; sentado junto al fuego, masticando brasas y cantando.


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