Katherine Mansfield Ilustración de Triunfo Arciniegas |
Katherine Mansfield
AMORES DE EVOLUCIÓN DIURNA
El centenario del nacimiento de Katherine Mansfield, la mejor cuentista de la literatura inglesa, que despertó admiración y recelo en Virginia Woolf se cumplió ayer.El autor narra la vida apasionada de esta neozelandesa que vivió en Europa y analiza su arte exquisito, más próximo a la poesía que a la novela.
Érase una vez una chica de Nueva Zelanda que tocaba el violonchelo y escribía relatos, y que vino a Londres y tuvo grandes amores y pasiones, y que a los 34 años murió en Fontainebleau, junto a París, en un centro de la secta gurdjieff. Aunque ella no lo sabía, era la mejor narradora de cuentos en literatura inglesa y había forjado un arte exquisito, más próximo a la poesía que a la novela, donde cada emoción tenía su palabra adecuada.Su padre era un acaudalado hombre de negocios de Wellington, y en 1903 la enviaron a Londres para que pasara tres años en el Queen's Mary College y dos años después decide quedarse en Inglaterra. Su mente es lúcida: "Es infernal amar la vida tal y como yo la amo". Y su comportamiento parece el de una heroína de Henry James -una chica extranjera perdida por la pérfida Europa- que buscara una explicación a los sentimientos. En 1909, como una exhalación, conoció, casó y dejó a su marido, el escritor George C. Bowden, pero estaba embarazada de otro hombre, y después de quedarse una temporada en Baviera con su madre volvió a Nueva Zelanda.
Regresa a Europa, esta vez como las atrevidas chicas de Edith Wharton, y en 1911 conoce al gran crítico literario John Middleton Murry y se enamoran. Antes ya había publicado en la revista New Age y ahoralo hará en la que dirige su compañero, Rhythm. Vivieron juntos, eran felices, y en 1918 se casarían, cuando ella estaba enferma de tuberculosis. Murió el 9 de enero de 1923, y aquella llama no se ha extinguido y sigue iluminando la literatura inglesa. Chejov, todos comprendieron, tenía una rival en Inglaterra. Su arte se resumía en varias colecciones de relatos y en su propio diario, y recogía temas diversos, desde atmósfera irónica y decadente de un balneario en Una pensión alemana (191l), que sería su primer libro, hasta otros que vuelven de modo obsesivo a Nueva Zelanda buscando argumentos.
El recuerdo como creación, la angustia como una fuga incesante hacia el pasado, como dice Sartre. Y esta escritura ágil y elegante despierta a la vez la admiración y el recelo de Virginia Woolf desde su santuario de Blooinsbury, ya que Katherine hacía todo lo que Virginia no se atrevía a hacer y escribía lo que ésta no podía. Y así surgen, como dulces destellos, Felicidad (1920), El garden party (1922) o El nido de la paloma (1923), y se forja un arte que muchas veces supera al de Maupassant, pero que consigue dar una versión real de nuestro entorno. Un arte que ahora construir una novela -y hasta lo consigue de modo imperfecto-, pero que tiene una enorme deuda con el proceso mental, como si la vida tuviera muy pocas líneas y hubiera que acelerar el ritmo de los acontecimientos.
Vida nueva
En 1911 son vecinos de los Lawrence en Cornualles, y en una carta, el genial novelista le escribe con dolor: "Sólo sé una cosa: que estoy cansado de esta insistencia en el elemento personal, la verdad personal, la realidad personal. Es estéril e inútil". El 11 de febrero de 1916, el autor de Mujeres enamoradas le confiesa: "Sois los único amigos verdaderos que tengo en el mundo". Le habla de forjar una vida nueva
El germen acaba de florecer y este idílico núcleo de amor se marchita cuando, poco después, muere el hermano de Katherine en la I Guerra Mundial. Se olvida de tantas ilusiones, de la revista Signature, que ella fundó con su marido y con D. H. Lawrence y que sólo alcanzó tres números, y en su interior empiezan a declararse los síntomas de una enfermedad atroz. Busca al principio un clima más cálido en Suiza o en el sur de Francia y luego cerca de París, en Fontainebleau; persigue en la teosofía una forma de salvación, esperando un milagro que no llega. Quedan lejos los recuerdos de las fiestas el impetuoso amor agitándose en la bahía y los años de amor con John. Queda la literatura como un farmakon, como dice Derrida, pero su vida se extingue y fallece poco después de 1922, poco después de la muerte de Proust y la aparición del Ulises.
Un padre adinerado queda en la lejanía, Harold Beauchamp. Un deseo de cambiar de nombre y buscar un seudónimo. Una relación dificil con Virginia Woolf y una pericia insuperable para entrar en el alma de los niños. Todo esto configura una prosa musical que se va abriendo en sucesivos territorios descriptivos sometidos a un diálogo inquieto y perfecto. Un monólogo interior que deja paso a Nueva Zelanda, que se comporta como lo hacía África en Karen Blixen. Es el gran argumento. Un arte de destellos sublimes. Parece como si la autora, al escribir, lo hiciera en un letargo agónico que conduce a la plenitud hierofánica de la existencia.
El ritual de descubrir cómo somos, analizar la human behaviour, entrar en nuestra más íntima soledad. En El garden party vemos cómo se prepara una fiesta en una mansión. El jardín se va adornando y el tiempo es maravilloso, mientras apreciamos las hojas centelleantes de las karakas y las zarzas verdes, "como si los arcángeles las hubieran visitado". El mundo vegetal renace y en este nuevo Roman de la rose se funden amor y muerte: un hombre acaba de morir allí cerca y la cocinera explica cómo fue el accidente, y Laura lo escucha con asombro y curiosidad, y este suceso se funde con el tintineo de las tazas o los pastelitos de crema. Una situación que Virginia Woolf dará en Mrs. Dalloway con esa alegoría de la muerte de un ser extraño que se convierte en nuestra propia muerte. La señora de la casa insiste que no habiendo muerto en el jardín puede seguir la fiesta. La fantasmagoría sigue, y al fin Laura decide ir a ver al muerto, mientras solloza: "Esto no es la vida... Esto no es la vida". Pero tampoco sabe explicar lo que la vida es. Un cuento perfecto.
Arte y sufrimiento
En la bahía seguimos en Nueva Zelanda, y como si fuera un relato de Pavese, asistimos a un encuentro entre el deseo y la soledad. Pero sus diarios son su relato más íntimo. Asistimos poco a poco al desarrollo de la cruel enfermedad que le vigila y entramos en sus lecturas y en sus pensamientos. Arte y sufrimiento se trenzan en un abrazo en muchas ocasiones con recuerdos de Goethe y a "emociones que conmueven el espíritu". Su curiosidad es infinita, árboles, nubes o pájaros son su catálogo secreto de cómplices, como si quisiera acercarse a Emily Dickinson y hasta a líneas de Wordsworth. Las pequeñas sensaciones mitificadas: "Me he levantado temprano y he visto una rama blanca delante de la ventana. Hace frío, y ha nevado mucho- y ahora deshiela. Los setos y los árboles están cubiertos de perlas de agua".
Ésta es la coreografia de la soledad. Otras veces sueña con Rupert Brook de manera insistente, tal vez como una analogía subconsciente de la muerte de su hermano en la guerra. Lo mismo que Virginia Woolf en su diario, se pregunta ahora Katherine por su oficio creador. Busca apoyo en Dostoievski y en sus paseos felices con John por Cheisea ve en las nubes un motivo de inspiración: "l) se encuentran y apenas se tocan; 2) se unen y se separan; 3) están separados y se vuelven a encontrar; 4) comprenden el lazo que les une".
En otra ocasión, en una casa vacía y destartalada, recuerda aquel almacen que tuvo su padre allí lejos, en Nueva Zclanda, y lo que ocurrió un día. La vida como una recherche, como dice Delleuze. Los recuerdos como una tiranía. Poco antes de morir se conforta con Shakespeare y lleva ya varios días que un sueño se le repite con visitas obsesivas y alucinantes a casas vacías. Completamente exhausta, confiesa con candor: "Sólo ahora empiezo a ver y reconocer otra vez la belleza del mundo. Me siento feliz en el fondo, muy en el fondo. Todo está bien". John va a visitarla y comenta que ella "había perdido su vida para salvarla". Una autora espléndida que muere lejos de su patria. Que pretende explicar qué es la vida y muere en ese empeño. La angustia, la sensualidad y la muerte invitados al mismo garden party. Una autora prodigiosa.
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