miércoles, 19 de abril de 2023

Triunfo Arciniegas / Los últimos días de mi padre

 


Hombre con bombín, 1964
René Magritte



Triunfo Arciniegas
LOS ÚLTIMOS DÍAS DE MI PADRE

Mi padre murió hace apenas unos meses, casi nonagenario. No asistí al velorio ni al entierro, pero entiendo que sus otros trece hijos sí lo hicieron. Sobrevivió veintidós años a mi madre. Cuando estábamos empujando el cajón en la bóveda, recuerdo que mi padre se acercó y le dijo a mi madre: "Nos vemos pronto". Aunque no la escuchamos, mi madre seguramente exclamó desde el más allá: "Señor, ten piedad".
Me mantuve atento a ver cuándo cumplía su palabra. Se tomó su tiempo. Creo que hasta olvidó la promesa. Luego envejeció, enfermó y murió. Tuve tiempo para una reconciliación, pero no. Sabía que, si me hubiera acercado a él, tal vez mis días serían mejores, menos atormentados. Esperaba que la muerte de mi padre me sorprendiera en otro país para librarme sin culpa alguna del compromiso de asistir al funeral. Durante años me pregunté si sería capaz de seguir encerrado en casa sabiendo que lo estaban velando. Una cosa es decir y otra hacer. Me mantuve encerrado, a palo seco, sin lágrimas ni licor. No tuve la hipocresía de salir a manifestar una pena que ya no era mía ni mucho menos a recibir condolencias. No mencioné el hecho en las redes, precisamente para evitar los mensajes de la gente bien intencionada que se conmueve con la situación del huérfano, y creo que tampoco lo registré en el diario. Me sentía tan vacío e indiferente como Meursault, el protagonista de "El extranjero", la obra maestra de Camus.
No quise ofenderlo ni desprestigiarlo y esperé hasta su muerte para escribir sobre ciertos asuntos. No creo que sea casualidad que haya elegido precisamente estos días santos, tan propios de la expiación, para esculcar en las telarañas de la memoria. Nunca le falté al respeto. Preferí el silencio a los reclamos y, como el mendigo, me alimenté de las heridas abiertas. Mi padre fue uno de mis dioses. Yo lo amaba, creía con firmeza que era el mejor de los once herreros de Málaga, pero ese amor se agrietó y se desmoronó como una estatua de barro y, finalmente, el agua del rencor desapareció el barro. Como los barcos de papel en las tardes de lluvia. O las cartas de los enamorados en el fuego de las maldiciones. Todavía hay recuerdos, demasiado oscuros, que no me atrevo a descubrir. Tal vez muera con ellos. De niño, mi padre me llevaba al cine y a sus excursiones de cacería. Le gustaba matar palomas. De niño, dormía a su lado. Recuerdo el viento cuando cada noche acomodaba las cobijas. Una noche que estábamos comiendo en la cocina apareció borracho y nos sorprendió con un perrito. Fue un acto de magia. Metió su enorme mano de herrero en su pecho y nos enseñó el cachorro, primero sus orejas y su cabeza, luego sus paticas inquietas. El espectáculo nos emocionó. Pero mi madre detestaba los perros. Y ahora lo entiendo: sólo ella se encargaba de limpiar la mierda.
Mi padre viajaba con un cuchillo de carnicero en su equipaje. Es curioso que tenga su imponente presencia tan relacionada con la sangre y la muerte. No sólo por las palomas derribadas. En la casa de tormentos que había sido un hospital tuvimos una lora que se quebró una pata y mi padre la ahogó en el tanque del lavadero. Una madrugada me despertó para que lo acompañara a ahorcar un perro sarnoso en el monte. Con el lazo enrollado colgado de mi hombro, fui tras él, que llevaba el animal en su espalda, en un costal, hasta que más allá de la niebla encontró el árbol que le pareció adecuado. Lo vi desenrollar el lazo y hacer la argolla. Lo vi acomodar el lazo alrededor del cuello del perro. Arrojó el otro extremo del lazo para atrapar una rama y haló hasta levantar al perro. Vi el cuerpo estremeciéndose. Absorto, inmóvil, hundido de raíz en mi propia desdicha, como otro árbol en la niebla, no pude dejar de mirar, desde abajo, desde mi propia pequeñez.
Fui un niño muy religioso. Le rezaba a un montón de santos antes de dormirme, iba a misa casi todos días y soñaba con convertirme en acólito. Menos mal que nunca lo fui porque hubiera terminado en los brazos de algún cura. Ese niño desapareció con la hilera de santos. Poco a poco el espectáculo masoquista de la iglesia y su funesto papel en la historia me mataron la fe. El horror de la inquisición, cuando torturaban a la gente para obligarla a confesar, cuando quemaban vivas a las mujeres que consideraban brujas, cuando se apoderaban de las riquezas de las víctimas, me alejó para siempre. Ya no me confieso de rodillas, ya no voy a ninguna parte por una cruz de ceniza en la frente ni me doy golpes de pecho para sentir que soy una criatura miserable que no merece la visita del Señor. "Señor, no soy digno de que entres a mi casa." No me gustan las visitas.
Lo que quiero decir es que me quedé sin dioses. Que lo lamento. Porque la ilusión alimenta. Respeto las creencias ajenas, que hacen más llevadera la existencia, pero no las comparto. Y aunque detesto los intermediarios, jamás rompería en público la foto del papa como aquella cantante estúpida ni derribaría los idolos que otros adoran. No veo la necesidad de ofender. Todos tenemos derecho a los delirios. Los míos son otros y los mantengo a salvo.
Veo que recordamos a un padre distinto. Los primeros seis hermanos nacimos en Málaga y el resto en Pamplona. Los últimos están de acuerdo con los primeros en que fue un mal padre, una mala persona, pero mantuvieron el contacto con él. Todos lo respetamos, pero los mayores, y de eso estoy seguro, dejamos de amarlo hace muchos pero muchos años. Los mayores fuimos testigos y víctimas de su más pura crueldad. Recuerdo la última paliza, con una vara de membrillo, pero no el motivo del castigo, tal vez llegué media hora tarde de la escuela, tal vez ofendí a una de mis hermanas, tal vez cometí la rebeldía de encogerme de hombros. Mi padre me golpeaba cada vez con más dureza pero me negaba a llorar. La lluvia de latigazos continuaba. De pronto supe que, si no lloraba, la paliza no concluiría nunca. Fingí el llanto y, en efecto, la paliza llegó a su fin.
Había una mata de membrillo cerca de la cocina, en la última casa que habitamos en Málaga. Había una mata de higo en el centro del solar y un tesoro debajo de la mata. Allí vi el fantasma. Allí lo vi muchas noches. Con sombrero, ruana y tabaco encendido. La primera vez le informé a mi padre, que ya estaba durmiendo y salió al solar en calzoncillos, con un machete en la mano. No había nadie. Luego volví a mirar por entre las cañas de la pared de la cocina y allí seguía el hombre con su sombrero y el tabaco encendido. Años después, cuando ya vivíamos en Pamplona, supe que tumbaron la casa para hacer una nueva y encontraron un tesoro debajo del higo. La familia, dichosa, se fue a vivir a Bogotá.
Le dediqué a mi padre "Las batallas de Rosalino", uno de mis mejores libros, el que me abrió el camino como escritor, y al protagonista lo hice herrero en su honor. Nunca leyó el libro y no sé si expresó algún orgullo o agradecimiento. Nunca conversábamos. Mi padre sólo nos hablaba cuando estaba borracho. Pero borracho era cuando menos lo tolerábamos. Hablaba maravillas de mi madre en las cantinas. "Mi mujer es una santa", decía. Y llegaba a casa a molerla a palos. Alguna vez le restregó en la boca una fotografía hasta hacerla sangrar. "Ni aunque llore lágrimas de sangre", dijo una vez, mientras mi madre le suplicaba que no nos abandonara. Debajo de las cobijas, escondido como un ratón, trataba de imaginarme las lágrimas. Pobre madre. La tenía difícil con esa prueba de las lágrimas. Otra vez mi padre la pateó y le reventó las venas várices de una pierna. Mi madre se sometió a dos cirugías por el problema de las várices. En la primera le fue bien, pero de la segunda salió bastante mal. Empeoró con los meses y terminó en una silla de ruedas. Sus últimos catorce años fueron difíciles. De los últimos días de mi madre se encargaron, sobre todo, Nelly y mi hermano Rubén. Alguna vez vi que mi hermano la llevaba desnuda en los brazos, como una niña, para bañarla. De los últimos días de mi padre se encargó mi hermana Nelly, con la ayuda ocasional de Nancy y Clementina. Nelly y Nancy vinieron a mi casa después del funeral y me contaron sobre las últimas horas. De los fantasmas que vio mi padre en su agonía. De que ya no era sino un saco de huesos. Se veían muy tranquilas mis hermanas. Habían cumplido.
A principios del año pasado, un sábado que salí a hacer mercado, muy temprano, mi padre y yo nos cruzamos en una esquina. No me reconoció. Me hice a un lado para que pasara. Lo vi alejarse, con una bolsa de tomate y otra de cebolla en su mano izquierda, hasta que desapareció entre la gente, y tuve la certeza de que era la última vez que lo veía en la vida.
Eso fue todo.



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