martes, 14 de octubre de 2014

Luis Landero / El hombre de provecho




El escritor Luis Landero.Ampliar foto
El escritor Luis Landero. SAMUEL SANCHEZ

El hombre de provecho

Luis Landero publica 'El balcón en invierno', su novela más personal y desgarrada


JUAN CRUZ
Madrid, 14 de octubre de 2014

Luis Landero escuchaba a Juan Mayorga como si oyera a un padre. Al final, el dramaturgo le puso la mano en la rodilla: “Muy bien, chaval”. Estaban en la librería Alberti, presentando la novela de Landero El balcón en invierno(Tusquets), y habría que leer el libro para saber por qué entonces el escritor pudo escuchar en la voz de Mayorga lo que le hubiera gustado que alguna vez le dijera su padre.
El libro es autobiográfico; Landero desnuda su alma y se desnuda. En la mente (y en el libro) la posguerra de una familia extremeña en Madrid, un padre severo, el hijo díscolo; la muerte del padre, la confesión del hijo ante el féretro: “Seré un hombre de provecho”.
“Lo que quiero es recuperar lo que la vida tiene de hermoso, y lo que tiene de triste. Pero es un canto a la vida en tono suave… Una invitación a vivir. En un tono no habitual en mí: con ganas de proclamar que mis abuelos, mis padres, mi primo Paco y otros de mi sangre…, toda esa gente anónima que pasa por la vida y se va, se ha ido pero ha vivido”. No fue difícil desnudarse. “Lo hice en otras novelas, pero con máscara”. El relato de la muerte del padre, apenas un párrafo, recorre como una sombra y una luz el libro: el hijo ante el féretro promete que ya no será el descarriado. Él tiene 16 años. “Tengo un sueño recurrente. Llaman a la puerta, voy a abrir y es mi padre. Su muerte fue un malentendido, no había muerto; se había ido de casa y al cabo de los años vuelve. Es el sueño más feliz de mi vida: reencontrarme con él, un sueño dulce. Es enormemente triste comprobar que había sido un sueño”.
Lo nuevo del autor de ‘Juegos de la edad tardía’ retrata la figura del padre
“Me gustaría que fuera real. Fue tanta la frustración, lo que yo lo decepcioné, tantas las ofensas que le hice… Recuerdo gestos suyos de cariño; tenía pocos, no sabía manifestarlo… Sacaba su pañuelo de hierbas, me limpiaba los mocos, y me decía: ‘Mira en la chaqueta’. Y me había traído unos cacahuetes, esas pequeñas cosas".
¿Y qué pasó cuando se tornó severo? “Todo se torció porque en cuanto tuve uso de razón, con cinco años, él me preguntaba: ‘¿Qué quieres ser de mayor’… Esa fue su constante pregunta. Tenía un proyecto de vida para mí. ¿Cómo iba a saber lo que quería ser de mayor? Yo nunca salía en el cuadro de honor con letras doradas y él lo miraba y me decía: ‘¡Lo que yo daría por verte en ese cuadro!’. Era una carga, como una culpa”.
Un hombre de la posguerra; se fue de Alburquerque, dejó sus tierras, todo lo hizo "por sacarnos adelante a mí y a las tres hermanas… Él lo perdió todo, porque tenía talento y afán. No sabía cómo encauzarlo… Tuvo la idea brillante de comprar taxis en Madrid con el dinero de sus tierras; no lo hizo: mi abuelo le dijo que la tierra era sagrada… ".
—¿Qué hizo en Madrid?
—Amargarse. No tenía nada que hacer; leía el Ya, luego ya no tenía nada que hacer, se aburría. No trabajaba porque no tenía oficio, ya estaba enfermo y era como un animal enjaulado, iba y venía desasosegado, se asomaba a la ventana, iba al balcón, volvía…
“Así murió desasosegado, en 1964, cuatro años después de venir aquí con nosotros. Fueron años amargos. Mi madre [vive, tiene 97 años] me comentaba: ‘Tu padre dice que no le importaría morirse porque no tiene nada que hacer en la vida’. Tenía un oscuro mundo interior que reclamaba salir afuera… Frustración, amargura. Eso es muy jodido. Y su única esperanza era yo. Ver cómo podía tener un proyecto de vida. Pero me convertí en un medio golfillo de la Prospe, me gustaban las motos, el tabaco rubio, las chavalas, el cine, los bailongos…”.
—Y ante su féretro usted le promete que va a ser un hombre de provecho. ¿Cómo pasa de ser una persona a otra?
—En la vida hay momentos esenciales que de pronto te cambian… La muerte de mi padre es lo más importante que me ha ocurrido en la vida. No sé de qué manera, pero cambié. Cuando lo velamos en casa entraba a la habitación para verlo, volvía, entraba, volvía, él estaba allí con las manos puestas encima como con forma de tejado de una casita. Me preguntaba luego cómo se habría derrumbado ese tejadito… Empecé a quererlo mucho, surgió la culpa…”. Él quería que usted lo prolongara. “Que yo hiciera lo que él no pudo hacer. Era su causa; por eso me mandaba interno”.
¿Y cómo cumplió su promesa, Landero? “No sé… la muerte de mi padre creó en mí el imperativo categórico de decir: tengo una misión que lo desagravie. Empecé a trabajar. Descubrí que me gustaba estudiar. Este soy ahora; mi madre me dice que él hubiera estado orgulloso. Yo sigo soñando que llama a la puerta y que vuelve. Creo que la herida está cicatrizada. Me consuela contarlo. Creo que él lo hubiera entendido. Pero, claro, ya es imposible”.
Le decía Mayorga en la Alberti: “Muy bien, chaval”, es lo que a usted le hubiera gustado escuchar de su padre ahora… “Sí, Mayorga me tocaba la pierna… Mi padre me hubiera dicho: ‘¡Por fin has conseguido saber lo que querías ser de mayor!”

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