Antonio Machado en Collioure
Moral y melancolía
Manuel Vicent
13 de septiembre de 2003
Este verano visité el cementerio de Collioure, donde está enterrado Antonio Machado. Esa mañana, alrededor de su tumba, una excursión de escolares de un pueblo del Ampurdán atendía la explicación de su maestra y algunos niños dejaron después en el pequeño buzón instalado al pie de la cruz unas notas de sus cuadernos en las que habían expresado su emoción. También depositaron flores silvestres sobre la tumba que no impedían leer, grabado en la lápida, el último verso que escribió el poeta: Estos días azules y este sol de la infancia. Machado lo garabateó poco antes de morir, una tarde de febrero de 1939, en la humilde pensión de la familia Quintana que había acogido a este náufrago de la Guerra Civil, junto con su madre y su hermano José. El verso fue hallado en el bolsillo de su raída chaqueta.
Antonio Machado es un poeta moral que suena dentro de cada alma con diversos metales, limpios, sencillos, profundos. De su melancolía deriva su grandeza. Leí a Machado al salir de la adolescencia. Venía uno de las islas del tesoro, de las aventuras de Salgari, de las navegaciones de Simbad y de pronto me encontré con una tierra parda, con olivares, álamos y páramos sombríos, con negros encinares y la lluvia tras los cristales en una tarde desolada, con un viejo hospicio provinciano y también con una primavera que pasaba sobre los cerros cenicientos dejando sobre las hierbas olorosas diminutas margaritas blancas. Llevo asociada la experiencia melancólica del paisaje a la primera lectura de Antonio Machado. Ningún misterio de la selva virgen podía ser tan profundo como las tierras labrantías de Castilla con yelmos enterrados. El paisaje amasado con el alma fue la gran creación que nos legó este poeta.
Después vino el interés por conocer la vida de este adusto profesor de francés que iba arrastrando su soledad y una intensa raigambre moral por los institutos de Soria, de Baeza y de Segovia como un caballero desvencijado. Harto ya de admirar a héroes románticos, fatuos y falsamente arrojados, me encontré con este ejemplar humano, lleno de sabiduría popular, filósofo caminante, escéptico y ardiente conocedor de la gran sombra que Caín había cernido sobre la historia de España. Antonio Machado constituye la mejor vía de salida para aplacar las lecturas turbulentas de la primera juventud, de forma que la melancolía sedimente en el alma junto con las sensaciones de sobriedad, adustez y austeridad, convertidas en el eje moral de la persona.
Este verano había seguido la ruta del exilio de Machado desde el pueblo valenciano de Rocafort hasta llegar a Collioure. En medio del baño de sangre de una guerra civil que inundó España también había días azules y florecían los limoneros como en la infancia del poeta en un patio de Sevilla. El camino que le llevó a morir en aquel pueblecito de Francia, cerca de la frontera, lo recorrí recordando sus mejores poemas en algunas masías del Ampurdán donde paraba. Cuando llegué al cementerio de Collioure, el grupo de escolares alrededor de la tumba del poeta oía en medio de un absoluto silencio de pájaros a su maestra que leía en voz alta estos versos. Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de lluvia tras los cristales. Es la clase. En un cartel se representa a Caín fugitivo, y muerto a Abel, junto a una mancha de carmín. Pero ésta era una mañana de verano y caía un sol de fuego. Uno de los niños preguntó después a la maestra: ¿Era Caín el que se pintaba de rojo los labios? ¿O era Abel? La maestra le dijo que el carmín era de sangre.
Antes de depositar en el pequeño buzón de plástico mi tarjeta de visita volví a leer el verso grabado en la tumba. Estos días azules y este sol de la infancia. Todos los sueños de la vida, todas las patrias, todos los horizontes están incluidos en esas nueve palabras. En la tarjeta dejé escrito un pensamiento secreto en honor a este inmenso poeta que me ha acompañado desde la adolescencia. A medio camino entre la moral y la melancolía está la huella que Machado me dejó marcada.
Ahora releo esta edición inédita de Antonio Machado que recoge una antología de sus poemas extraída de sus obras completas en Espasa. Siguiendo un hilo conductor de su poesía más popular, hecha de proverbios, cantares, coplas, retratos, pensamientos de Abel Martín y sentencias de Juan de Mairena, he llegado de nuevo al alma del poeta reflejada toda entera en este libro. A través de sus soledades y galerías vuelvo a él como quien sorbe un licor profundo y puro.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 13 de septiembre de 2003
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