MI PRIMERA MAESTRA
Cuando yo tenía seis años cruzaba, por las mañanas, una plaza inclinada —vivíamos en la falda de un cerro— y entraba a la escuela. La maestra era grandota; ponía, arrollados sobre el pupitre, sus dedos gordos y nos permitía hacer ruido. Yo hacía emes minúsculas con vueltas redondas como los dedos de ella. Una tarde, sin que mi madre supiera, crucé la plaza, llamé con el pie a la puerta de la maestra y apareció por la ventana su cabeza grande, parecida a la de una vaca buena sin cuernos.
—¿Qué quieres?
—Vengo a hacerle una visita.
—Bueno... te quedas un ratito y enseguida te vas...
Cuando abrió un poco la puerta de la calle yo pasé cerca de su pollera gris. Ella, con su mano tomó la mía y me llevó al fondo. Debajo de un paraíso había una gallina echada; empezó a cloquear y por debajo de su cuerpo —de un gris parecido a la pollera de la señorita— se asomaban pollitos amarillos. Estarían tan calentitos como mis dedos entre la mano de la maestra. Después ella me acompañó hasta la puerta y yo le dije:
—De aquí a un ratito voy a venir a hacerle otra visita.
—No, no; otro día.
Pero yo seguí pensando. Esa noche, cuando estuve solo en mi cama, me acordé de la gallina con pollos y empecé a imaginarme que vivía bajo la pollera de la maestra. Al día siguiente, a la siesta, volví a pensar lo mismo: a esa hora yo no dormía; y mis padres tenían los ojos cerrados. Suponía la maestra de pie, recostada al paraíso; y yo, debajo de sus polleras le acariciaba una pierna; o más bien las dos. Sentía su calor y veía que después de terminar las medias negras que yo conocía, las piernas eran gordas como las de mi abuela y muy blancas. Todo parecía muy natural; y mientras yo la acariciaba, la señorita se quedaba tan tranquila como la gallina de los pollos. Aunque estaba debajo de la pollera yo veía, sin embargo, la cara de la maestra; y ella miraba distraída para todos lados. A veces venía la madre: era una viejita muy buena —una vez me dio café con leche; pero yo no lo pude terminar porque ya había tomado en casa. En algunas siestas yo me quedaba pensando en la viejita o en cualquier otra cosa; y de pronto me olvidaba que debía estar debajo de la pollera; eso me daba fastidio y hacía esfuerzos para imaginar todo de nuevo. En otra siesta pensé que la viejita le había preguntado a la hija:
—¿Qué estás haciendo?
y la maestra había respondido:
—Tengo cría.
Pero la madre sabía todo y hablaba como en los días que tenía caramelos y me decía, en broma: “No hay caramelos”. Ahora la hija le hacía una guiñada y yo la veía mientras le acariciaba las piernas. En casi todas las siestas las gallinas de casa cacareaban y yo las odiaba; no me daba cuenta que estas gallinas eran iguales a las de la maestra.
Cuando llegaron las noches de verano mis padres me dejaban jugar un ratito antes de irme a la cama; entonces yo cruzaba la plaza, entraba al zaguán de la maestra y de pronto soltaba una carcajada y la asustaba. Una noche vi, desde la vereda, que ella iba a cada momento del comedor a la cocina llevando los platos. La lámpara que estaba encima de la mesa del comedor tenía pantalla y daba luz clara nada más que en el mantel. Sin que la maestra me viera, entré al comedor y me escondí debajo de la mesa. Al ratito ella vino, con los pasos de siempre, pero traía una pollera blanca; se acercó mucho a la mesa y yo, tocando el piso con la cabeza miré hacia arriba y me asomé al interior de su pollera: todo estaba un poco oscuro; pero se aclaraba más cuando ella, para alcanzar alguna cosa que estaría al otro lado de la mesa, apoyaba un pie y levantaba el otro en el aire. Yo hice varias veces la prueba sin que mi cabeza tocara sus pies. Después de levantar la mesa ella volvió al comedor con pasos lentos; se recostó al borde de la mesa, levantó un pie y dejó el otro en el suelo. Entonces yo me asomé por el lado de afuera de la pollera y vi que tenía la cara tapada con un libro.
Entre nosotros había mucha confianza; si ella me descubría debajo de su pollera, yo le diría que era jugando. Por fin me decidí a entrar. No sé si llegué a tocarle las piernas; ella soltó un grito y al bajar el pie que tenía en el aire, me pisó; también sentí que me apretaba la cabeza. En seguida vi caer todo su cuerpo, oí sonar unos vasos que había en el aparador y alcancé a ver un pedazo blanco de la pierna de ella. Cuando se levantó estaba muy enojada y creí que me pegaría; pero de pronto se echó a reír: quería hablarme y no podía; dio vuelta la cabeza, fue hasta el zaguán y miró para la cocina: la madre estaba lavando los platos y no había oído nada. La maestra volvió hacia mí y levantando un dedo me dijo que le mandaría decir a mi padre lo que yo había hecho y que ahora me fuera para mi casa. Yo pasé por delante de ella con la cabeza baja pero mirando la pollera blanca; caminaba lentamente, me daba cuenta que ella me perdonaba y me sentía feliz. Al cruzar la plaza recordé su risa y pensé: “A ella le gusta que yo me meta debajo de su pollera”.
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