Ramón Cote Baraibar
LUNA DE SEPTIEMBRE
Ahora que entra septiembre sin hacer ruido,
como si viniera descalzo de madrugada,
y vuelvo a ver su luna naciente alzarse en el cielo
afilada y vigilante, desenvainando sin violencia
tan nítidamente su metal
sobre todas las cosas y regiones de la tierra,
recuerdo mis súplicas desde una terraza
hace ya bastantes años, temeroso y solitario
pero al fin feliz,
rogándole al primer dios que me escuchara
que nunca terminaran sus días,
porque sabía que muy pronto llegaría octubre
con su costumbre de arrasar con todo.
Eran las únicas horas del año en las que la oscuridad
Eran las únicas horas del año en las que la oscuridad
parecía estar de mi lado, y dejaba de llamarme huésped
para decirme habitante. Durante ese mes tenía en la terraza
un telescopio, montones de cervezas y sonaba como nunca
la voz de Billie Holiday
hasta que reconocía en la garganta la llegada del amanecer
por su ardiente exhalación de magnolias,
y veía entre lágrimas las bandadas de golondrinas
fugarse de los aleros para estremecer a ráfagas
el aire frío de la mañana.
Por ausente que esté, por distante que permanezca,
Por ausente que esté, por distante que permanezca,
cada año que pasa asisto puntual a la cita
con la más hermosa de las lunas, la luna de septiembre,
porque al mirarla nuevamente en la noche
su acero se vuelve a derretir con dulzura
dentro de mi boca, debajo de mi lengua
y otra vez me invade ese extraño sosiego,
esa confianza que se convierte en fulgor, esa paz
que se hace luz, luz momentánea pero duradera,
como esas lámparas que los propietarios
en los largos meses de las vacaciones
dejan a propósito encendidas
para indicar a los posibles intrusos
que la casa vacía permanece habitada.
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