Cien años del natalicio del irreverente pintor irlandésEl estridente mundo de Francis BaconPor Álvaro Corzo / Nueva YorkEl Espectador, 30 de mayo de 2009
Llegó al Museo Metropolitano de Nueva York la retrospectiva
de uno de los artistas más provocadores del siglo XX.
Foto: Álvaro Corzo
La exhibición de 130 de las obras de Bacon estará hasta el 16 de agosto en Nueva York.
Decenas de lienzos regados por el piso, paredes convertidas en enormes paletas de color, botellas de champaña desportilladas por cada rincón del oscuro recinto, todo un panteón de pinceles estériles y pinturas disecadas por el paso del tiempo. Así era el estudio del maestro. Con miles de fotos, recortes de revistas y todo tipo de ornamentaciones gráficas estaba tapizado el piso de madera de su pequeña guarida. Allí la mirada atenta de un enorme espejo le servía como única e irreemplazable compañía, junto a la silla, donde su amante de turno, tomaría simbólicamente el asiento para ser deformado por sus exuberantes y grotescos trazos.
Bacon vivió toda su adultez artística en el número siete de la calle Cromway de South Kensington, en Londres, un microcosmos perverso donde trabajaba y vivía. Un catre, una cocina y un baño eran su única interfase con la realidad, en medio de una cotidianidad que se partía escuetamente en dos. La pintura y la bohemia; marca indisoluble de su enigmática obra. La cual, para el agrado de muchos y después de una espera de casi 20 años, se ha trasladado desde el Viejo Continente para refugiarse durante todo el verano en las paredes de la sala honorífica del Museo Metropolitano de Nueva York.
Aquí, en los anaqueles que replican el siniestro y particular lugar donde trabajó Bacon por más de 40 años, se pueden encontrar las reproducciones del erótico diccionario visual de Eadweard Muybridge, piedra angular de su obra. La devoción por los rostros deformados y desenfocados no eran tan sólo una muestra del estado catártico y violento en el que vivía el pintor, —quien comenzó su carrera como diseñador de interiores en Berlín—, sino toda una respuesta semántica al encuentro con el dinamismo de nuestra naturaleza; herencia de los estudios voyeristas del movimiento humano y animal que estremecieron al mundo del arte en 1885.
Bacon, quien dedicaba metódicamente la mitad de su día al casino y a la bebida, siempre utilizó el mismo enfoque para sus retratos, no importaba si eran viejos amigos, animales, clérigos, hombres de negocios o sus propios amantes. El díscolo artista no soportaba trabajar con modelos, según él, no podía pintar con nadie a su alrededor, pues se robaban toda su energía creadora. Por lo tanto, utilizaba sus fotografías como bocetos, dejando en su memoria y en el destello del papel gelatinoso el curso de su obra.
En una de las solapas de los tantos libros que se trajeron para la exhibición se puede leer en su desgalamida imprenta azul, que lo fascinante de su oficio era que sabía dónde comenzaba, pero nunca sabía de su destino final. “Los trazos cobran vida sobre el lienzo, uno solo se convierte en instrumento de sus propios instintos”. Lo que no sabía Bacon es que diecisiete años después de su muerte y gracias a John Edwards, su último amante y heredero, las puertas de ese mundo hermético, sombrío y calado de retórica existencialista en el que vivía, iban a darse a conocer, develando las musas de tan retorcidas y codiciadas piezas de arte.
“No creo en nada, sólo en el momento y en el ahora”, está consignado en otros de sus amarillentos escritos en una de las vitrinas de la exhibición que estará hasta el próximo 16 de agosto en Nueva York. A su lado, obras de Nietzsche, Camus y Satre rellenan las repisas de madera, pues Bacon como muchos otros artistas de la época era un existencialista de primer orden, profesaba que la vida no tenía ningún valor intrínseco, que no había nada más allá de la muerte, por eso la necesidad de perseguir todo sentido de placer en el presente. De esa fuerte presencia del nihilismo en su vida nació, según sus críticos, uno de los temas más icónicos y recurrentes de toda su obra, los crucifijos.
Con Bacon seguramente desintegrado en el frío sepulcro y por ende sin nadie a quién refutar, cuelga en la mitad del salón de la exhibición su Mágnum Opus o su obra maestra, la pintura que lo dio a conocer al mundo entero, Painting (1946), el controvertido crucifijo ensamblado a partir de los sangrientos rieles de la cavidad torácica de una res que cuelga del cielo, sobre la cual se posa una oscura y virulenta ave de rapiña que ofrece, a quien detenidamente la observa, sangrientas dádivas de color púrpura que dejan un murmullo de completo asombro y desconcierto.
“Lo amas o lo detestas, es como ver pornografía, es una sensación irreemplazable, pero a la vez moralmente perturbadora”, dice uno de los cientos de visitantes a la exposición que abrió sus puertas este 20 mayo. Así es, su obra tiene mucho de coito, de carne, de sexo truculento entre amantes, de crítica al poder, de todo lo que refutara las convenciones de una sociedad que obligaron a este hombre a vivir en la clandestinidad, en una época en que en Inglaterra ser homosexual merecía, cuando menos, la cárcel. Para muchos de sus críticos toda una sodomía artística que merece la más detenida atención, siendo esta obra muestra de ello.
No obstante, y debido a la fragilidad de esta pieza de dos metros de altura por dos de ancho, Painting (1946) es la única obra de este maestro del empirismo artístico que no ha acompañado el recorrido de la exhibición que celebra el centenario de su natalicio, el cual comenzó en los salones del museo Tate, en Londres, el pasado mes de septiembre, seguido por el Museo del Prado, en Madrid.
Pero si esta obra abre un apetito insospechado por una retórica oscura, de trazos fuertes y grumosos, sobre gigantescos lienzos, los 130 trabajos que la acompañan —entre éstos 65 pinturas—, serán para quien goce de esta exhibición toda una cena a manteles.
Las series de 1950, inspiradas en la obra de Velásquez sobre el papa Inocencio X, son otras de sus más ricas muestras, en la cual la figura del Pontífice y su aura de poder son magistralmente desmistificadas por el trazo del artista. “Son repelentes, feas, sacrílegas y hasta mal pintadas, pero no puedo dejar de mirarlas”, me dice entre risas Lois Bourain, profesor universitario que vino expresamente desde Washington para la tan esperada exhibición.
También están presentes sus famosos trípticos, las series de tres piezas expuestas como una sola, formato insignia de toda su carrera, donde Bacon indagó los sujetos de su interés artístico. El contacto del cuerpo masculino, la supernaturalidad de la boca humana y las relaciones de poder, las cuales logró transformar como ningún otro ha podido, en bizarras y llamativas composiciones de colores poco cálidos. La serie Triytych (1976) fue vendida en 2008 por U$86,6 millones en la casa de subasta Sotheby's al multimillonario ruso Roman Abramovich.
No en vano hoy Bacon, quien sostuvo una extraña relación de atracción física por su propio padre, es considerado junto con Picasso, Duchamp, Eisenstein, Dalí y Buñuel como uno de los grandes artistas del siglo XX. Sin duda esta retrospectiva a la obra y vida del gran pintor figurativo del siglo XX es todo un privilegio para el que la pueda ver. “La muerte siempre está presente, cada vez que me miro al espejo la veo trabajar intensamente”: Francis Bacon.
‘Painting’, un accidente
|
La ambigüedad y la presencia del cuerpo como un objeto que mutilado regresa a la animalidad son algunos de los elementos que han convertido a Bacon en un referente de la pintura del siglo XX. En una entrevista dijo lo siguiente sobre su obra maestra Painting: “Ella llegó a mí como un accidente. Yo estaba pensando en hacer un pájaro ardiendo en un campo y esto debe haber estado vinculado en alguna manera con las formas que había representado antes. Pero de repente la línea que dibujé me sugirió algo completamente diferente y surgió esta pintura. No tuve ninguna intención de hacer este cuadro, nunca pensé en él en ninguna manera, fue como si un accidente se montara en otro y luego en otro”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario