miércoles, 27 de agosto de 2025

Patricia Highsmith / La venganza de «Djemal»



Patricia Highsmith
BIOGRAFÍA

La venganza de "Djemal"

    En las profundidades del desierto arábigo vivía Djemal con su amo Mahmet. Dormían en el desierto porque era más barato. De día iban los dos, Mahmet montado en Djemal, a la ciudad más próxima que era Elu-Bana, en donde Djemal paseaba a los turistas, mujeres que chillaban, con vestidos de verano, y nerviosos hombres con pantalones cortos. Éste era el único tiempo en que Mahmet iba a pie.


    Djemal se daba cuenta de que los otros árabes no apreciaban a Mahmet. Los otros camelleros soltaban bajos gruñidos, cuando Djemal y Mahmet se les acercaban. Había muchos regateos sobre los precios, sobre denarios, entre Mahmet y los otros camelleros, que inmediatamente acosaban a Mahmet. Se levantaban manos y las voces se tornaban gritos. Pero nadie sacaba los denarios, sólo se hablaba de ellos. Por fin, Mahmet llevaba a Djemal cerca del grupo de turistas que miraban curiosos, daba una palmada a Djemal y a gritos le ordenaba que se arrodillara.
    El pelo había desaparecido de las rodillas de Djemal, tanto en las delanteras como en las traseras, de modo que en estos lugares su piel parecía cuero viejo. En cuanto al resto del cuerpo, era de peludo color castaño, con algunos lugares de pelo amazacotado y otros casi pelados, como si hubieran sido atacados por las polillas. Pero los grandes ojos castaños de Djemal eran límpidos, y sus generosos e inteligentes labios tenían un aspecto agradable, como si sonrieran constantemente, aun cuando esto último estaba muy lejos de ser verdad. De todas maneras, Djemal sólo tenía diecisiete años, es decir, estaba en la flor de la vida, y era insólitamente corpulento y fuerte. Ahora, debido a que era verano, estaba cambiando el pelo.

    Una señora gorda se balanceó violentamente a uno y otro lado, cuando Djemal se puso en pie, alcanzando su normal e impresionante estatura.

    —¡Oooooooh! ¡Jiiiiiii! —exclamó la señora—. ¡Parece que el suelo esté a quilómetros de distancia!
    —¡Ten cuidado! —advirtió la voz de un inglés a  la señora—. ¡No vayas a caerte! ¡Agárrate! ¡La arena no es tan suave como parece!
    El menudo y sucio Mahmet, con sus polvorientas ropas, tiraba de la brida de Djemal, y éste salía a paso de paseo, golpeando con sus anchos pies la arena, y dirigiendo la mirada a donde le diera la gana, ya a las blancas cúpulas de la ciudad recortadas contra el cielo azul, ya a un automóvil que pasaba zumbando por la carretera, ya a un montón de limones amarillos junto a la carretera, ya a otros camellos que paseaban o que cargaban o descargaban su humana carga. Aquella mujer, lo mismo que cualquier otro ser humano, parecía no pesar, no podía ni compararse con los grandes sacos de limones o de naranjas que a menudo Djemal tenía que transportar, o con los sacos de yeso o los haces de arbolillos que a veces cargaba durante largos trayectos por el desierto.
    De vez en cuando, incluso los turistas discutían, con sus voces dubitativas y de intrigados acentos, con Mahmet. Discutían los precios. Todo tenía un precio. Todo quedaba reducido a denarios. Los denarios, en papel o en moneda, inducían a los hombres a esgrimir las dagas, o a levantar los puños y golpearse en la cara.
    Mahmet, con su turbante, sus zapatillas puntiagudas y con la punta vuelta hacia arriba, y con su chilaba, parecía el más árabe de todos los árabes. Quería ser una atracción turística, fotogénico (cobraba un módico precio para dejarse fotografiar), con un aro de oro en una oreja, una cara morena y reseca casi oculta por las pobladas cejas y una barba absolutamente descuidada. Con tanto pelo, apenas se le veía la boca.
    La razón por la que los otros camelleros odiaban a Mahmet radicaba en que no respetaba el precio fijo por paseo en camello que los otros camelleros habían acordado. Mahmet había prometido respetar el precio, pero cuando se le acercaba un turista y efectuaba lamentables intentos de regatear (como habían aconsejado a los turistas, lo que Mahmet sabía muy bien), rebajaba ligeramente el precio, con lo que conseguía cerrar el trato, y dejaba al turista de tan buen humor, por haber triunfado en su regateo, que a menudo después del paseo le daba una propina de valor superior a la rebaja conseguida. Por otra parte, cuando había mucha demanda de paseos en camello, Mahmet subía los precios, sabedor de que serían aceptados, y a veces lo hacía al alcance de los oídos de los otros camelleros. Ello no quiere decir que el resto de sus compañeros fuera un ejemplo de honradez, pero existían unos acuerdos verbales, y la mayoría de ellos los respetaban. Por culpa de la falta de escrúpulos de Mahmet, a veces Djemal recibía el golpe de una piedra arrojada contra su jiba, piedra que, en realidad, iba destinada a Mahmet.
    Después de un día de buenos negocios con los turistas, día que se prolongaba hasta el ocaso, Mahmet dejaba a Djemal atado a una palmera, en la ciudad, y se pegaba un festín de cuscús, en un barracón transformado en restaurante que tenía una terraza y un loro chillón. Entretanto, Djemal ni siquiera había podido beber agua, debido a que Mahmet atendía primero a sus propias necesidades, y a Djemal no le quedaba más remedio que mordisquear las hojas de los árboles que pudiera alcanzar. Sentado a una mesa, Mahmet comía solo, despreciado por los otros camelleros que se sentaban juntos a otra mesa, armando mucho ruido, un ruido alegre. Entre plato y plato, uno de ellos tocaba un instrumento de cuerda. Mahmet roía los huesos de carnero en silencio, y se limpiaba los dedos en sus ropas. No dejaba propina.
    A veces, llevaba a Djemal a la fuente pública y otras no lo hacía, pero siempre iba subido sobre Djemal, mientras éste caminaba por el desierto camino del grupito de árboles en donde Mahmet sentaba sus reales todas las noches. A veces, Djemal no podía ver en la oscuridad, pero su olfato le guiaba hacia el montoncillo de ropas de Mahmet, hacia la tienda enrollada, los sacos de cuero, todo ello empapado por el peculiar hedor agrio del sudor de Mahmet.
    En los ardientes meses de verano, generalmente le tocaba a Djemal transportar limones a primeras horas de la mañana.
    «Gracias a Alá —pensaba Mahmet—, el gobierno ha decretado que las horas de "paseos en camello" para turistas sean de 10 a 12 por la mañana, y de 6 a 9, por la tarde. Así los camelleros pueden ganar dinero en la parte media del día, y dedicarse al negocio de los turistas en horas fijamente determinadas.»
    Mientras el gran sol anaranjado se hundía en el horizonte de arena, Mahmet y Djemal se encontraban fuera del alcance de la voz del muecín, en Elu-Bana. Pero Mahmet ponía en funcionamiento su transistor, aparatito no más grande que su puño, que se colocaba en el hombro, sostenido entre los pliegues de su chilaba. Sonaba una interminable canción quejumbrosa, cantada en falsete por un hombre. Mahmet tarareaba, mientras extendía una maltratada alfombra sobre la arena y echaba sobre ella unos harapos. Esto era su cama.
    —¡Djemal, ponte ahí! —decía Mahmet.
    E indicaba un lugar por el que el viento soplaba en dirección a su cama. Djemal desprendía considerable calor, y al mismo tiempo su cuerpo no dejaba pasar el viento. Djemal seguía comiendo maleza seca a varias yardas de distancia. Pero Mahmet se le acercaba y lo golpeaba con un látigo de cuero trenzado. Los golpes no hacían daño a Djemal. Se trataba de un rito que Djemal dejaba que siguiera durante unos cuantos minutos, antes de decidirse a apartarse de las matas de color verde oscuro.
    Aquella noche, afortunadamente Djemal no tenía sed.
    —Ay… Ay… Ayaya Ayay Ay… —gemía el transistor.
    Djemal se arrodilló, situándose en posición un tanto apartada de los deseos de Mahmet, de manera que el leve viento casi le daba en la cola. Djemal no quería recibir arena en la nariz. Alargó su largo cuello, apoyó la cabeza en el suelo, casi cerró los orificios de su nariz y cerró completamente los párpados. Al cabo de un rato, sintió que Mahmet se apoyaba en su costado izquierdo, tirando de la vieja manta roja con la que se arropaba, y clavando sus pies con las sandalias puestas en la arena. Mahmet dormía casi sentado. Era su descanso.
    A veces, Mahmet leía unos versículos del Corán, musitando las palabras. Apenas sabía leer, pero desde la infancia se sabía de memoria gran parte del Corán. Las enseñanzas que recibió Mahmet, igual que las que actualmente se impartían, tuvieron lugar en una estancia llena de niños sentados en el suelo que repetían las frases pronunciadas por un hombre alto y con chilaba, que paseaba entre ellos, a grandes zancadas, leyendo por encima de sus cabezas frases del Corán. Esta sabiduría, estas palabras, eran como poesía para Mahmet, muy lindas cuando se leían, pero carentes de toda utilidad en el vivir cotidiano. Aquella noche, el Corán de Mahmet —un grueso librillo con las puntas de las páginas retorcidas hacia arriba y letra casi borrada— se quedó en el interior de la bolsa de cordel entretejido, juntamente con unos cuantos dátiles pegajosos y una porción de pan seco. Mahmet pensaba en la próxima Carrera Nacional de Camellos. Se rascó la picadura de una pulga en la parte interior de su brazo izquierdo. La carrera de camellos comenzaría al día siguiente por la noche y duraría una semana. El trayecto iba desde Elu-Bana a Khassa, importante ciudad del país, con un gran puerto, en la que había todavía más turistas. Desde luego, los camelleros dormirían al aire libre y tenían que llevar consigo suministros de alimentos y agua, y tenían que hacer un alto en Souk Mandela, en donde los camellos beberían, para seguir luego la carrera. Mahmet revisó sus planes. No se detendría en Souk Mandela, naturalmente. Y ésta era la razón por la que, ahora, mantenía a Djemal a régimen seco. Después de que Djemal bebiera y acumulara agua en su cuerpo, mañana, antes de que la carrera comenzara, Mahmet estimaba que Djemal podía pasarse siete días sin agua, y, de todas maneras, Mahmet proyectaba terminar el recorrido en seis días.
    Tradicionalmente, la carrera de Elu-Sana a Khassa era muy reñida, y en su último tramo, los camelleros azotaban constantemente a sus camellos. El premio era de trescientos denarios, lo suficiente para que resultara interesante.
    Mahmet puso la manta roja de forma que le tapara la cabeza, y se sintió seguro y autosuficiente. Mahmet no tenía esposa, ni siquiera familia, o mejor dicho, sí que tenía familia en un lejano pueblo, pero sus familiares le tenían antipatía y él se la tenía a ellos, por lo que Mahmet jamás pensaba en sus familiares. Siendo chico, había cometido unos cuantos hurtos, y la policía había acudido con demasiada frecuencia a casa de su familia, para hacer unas cuantas advertencias a Mahmet y a sus padres, por lo que éste había abandonado su hogar a la edad de trece años. A partir de entonces, llevó una vida nómada, lustrando zapatos en la capital, trabajando de camarero durante una temporada hasta que le descubrieron en el acto de hurtar dinero de la caja, robando carteras en museos y mezquitas, haciendo de ayudante de un alcahuete en una cadena de burdeles de Khassa, y siendo agente de un comprador de objetos robados, en una ocasión en ese trabajo un policía le pegó un tiro en una pantorrilla, a raíz de lo cual Mahmet cojeaba. Mahmet tenía treinta y siete o treinta y ocho años, quizá incluso cuarenta, aunque no lo sabía de cierto. Cuando hubiera ganado la Carrera Nacional de Camellos, con el dinero pagaría el anticipo para comprar una casita en Elu-Sana. Ya había visto la casita de dos habitaciones, blanca, con agua corriente y un menudo hogar de leños. La vendían a bajo precio debido a que su anterior propietario había sido asesinado mientras se encontraba en la cama, y nadie quería vivir en ella.
    El día siguiente, Djemal quedó sorprendido por la relativa levedad de su trabajo. Djemal y Mahmet anduvieron por entre los montones de limones en las afueras de Elu-Sana, y las dos alforjas de Djemal fueron cargadas y descargadas cuatro veces antes del anochecer, lo cual era prácticamente nada. Por lo general, Djemal hubiera sido obligado a avanzar mucho más de prisa por los caminos.
    —¡Ho-ya, Djemal! —gritó alguien.
    —¡Mahmet! ¡Fuisssss…!
    Allí había excitación. Djemal ignoraba por qué. Los hombres batían palmas. ¿En elogio o en censura? Djemal tenía conciencia de que nadie sentía simpatía hacia su amo, y parte de estas antipatías, y en consecuencia, aprensiones, recaían sobre el propio Djemal. A éste le molestaba en gran manera recibir un golpe traicionero, de algo arrojado contra su cuerpo, que en realidad iba destinado a Mahmet. Los grandes camiones se pusieron en marcha, cargados con los limones que antes habían transportado docenas y docenas de camellos. Los camelleros descansaban sentados, ya apoyados en las panzas de sus camellos, ya con las piernas cruzadas y el trasero sobre los pies. En el momento en que Djemal salía del recinto, otro camello, sin razón alguna que lo justificara, adelantó la cabeza y pegó un mordisco en la jiba de Djemal.
    Djemal se volvió rápidamente, levantó su saliente labio superior, poniendo al descubierto largos y poderosos dientes frontales, y contestó con otro mordisco que casi atrapó el morro del otro camello. El otro camellero fue casi derribado por el movimiento de retroceso de su camello, y maldijo a Mahmet, quien contestó lo mejor que pudo.
    A pesar de que Djemal ya estaba repleto de agua, Mahmet lo llevó denuevo al abrevadero de la ciudad. Djemal bebió un poco, despacio, deteniéndose de vez en cuando para levantar la cabeza y olisquear la brisa. Desde lejos le llegaba al olfato el perfume de los turistas. Oía música recia, lo cual no era insólito ya que los transistores emitían sus estridentes sonidos durante todo el día y en todas partes, pero esta música era mucho más recia, más sólida. Djemal sintió un golpe en su pata trasera izquierda. Y, acto seguido, Mahmet se puso a caminar delante de él, tirando de sus riendas.
    Allí había banderas, turistas, una tribuna, y dos altavoces que difundían aquella música. Todo, al borde del desierto. Había camellos alineados. Un hombre hablaba con voz artificialmente fuerte. Los camellos tenían buen aspecto. ¿Se trataría acaso de una carrera? Djemal había participado en una, montado por Mahmet, y recordaba que había corrido más de prisa que los otros camellos. Eso ocurrió el año anterior, año en que Mahmet compró a Djemal. Éste recordaba borrosamente a su primer amo, que fue quien lo había adiestrado. Se trataba de un hombre alto, amable y bastante viejo. Había discutido con Mahmet, sin duda por cuestión de denarios, y Mahmet había ganado la discusión. Así lo entendía Djemal. Mahmet se había llevado a Djemal consigo.
    Bruscamente, Djernal se encontró alineado con otros camellos. Sonó un silbato. Mahmet azotó a Djemal, y éste dio un salto al frente y echó a correr, tardando cosa de uno o dos minutos en cogerle el ritmo a la carrera. Después, comenzó a galopar con regularidad hacia el sol poniente. Iba en cabeza. Era fácil. Djemal comenzó a respirar acompasadamente, dispuesto a mantener el ritmo de su galope durante mucho tiempo, si ello fuere necesario. ¿Adónde iban? Djemal no olía hojas o agua, y el terreno no le era conocido.
    Ca-pa-la-pop, ca-pa-la-pop… El sonido del galope de los camellos que iban detrás de Djemal iba alejándose. Djemal corrió un poquito menos. Mahmet no lo azotó. Djemal oyó que Mahmet reía un poco. Salió la luna y siguieron adelante, yendo Djemal al paso. Estaba algo fatigado. Se detuvieron, Mahmet extrajo la cantimplora y bebió, comió algo, y, como de costumbre, se tumbó, arrebujándose, contra el costado de Djemal. Pero en el lugar en que pasaron aquella noche no había árboles ni cobijo alguno. La tierra era llana y ancha.
    A la mañana siguiente, al alba, se pusieron en marcha, después de que Mahmet se tomara una jarrita de café dulce, que se preparó en su hornillo de alcohol. Puso en marcha el transistor y lo sostuvo con la pierna doblada, que se apoyaba en el cuello de Djemal. Detrás de éste no se divisaba camello alguno. A pesar de ello, Mahmet imprimió a Djemal cierta velocidad. Mahmet, a juzgar por la firme jiba de Djemal, a su espalda, estimaba que su montura seguiría en buena forma durante cuatro o cinco días más, sin dar muestras de fatiga. A pesar de todo, Mahmet miraba a derecha e izquierda en busca de árboles, o de cualquier tipo de follaje, que los protegieran del sol, aunque sólo fuera por poco tiempo. Tuvieron que detenerse al mediodía; el calor del sol incluso había penetrado el turbante de Mahmet, a quien el sudor le chorreaba por las cejas. Por primera vez, Mahmet puso un trapo sobre la cabeza de Djemal para protegerla del sol, y así descansaron hasta las cuatro de la tarde. Mahmet no tenía reloj, pero averiguaba con toda exactitud la hora, por el sol.
    El día siguiente discurrió de la misma manera, con la salvedad de que Mahmet y Djemal encontraron unos cuantos árboles, aunque no hallaron agua. Mahmet conocía vagamente el territorio. No recordaba si había estado allí años atrás, o si alguien le había hablado del paraje. No había agua salvo en Souk Mandela, en donde los participantes debían detenerse. Ello significaba dar un rodeo, apartándose del trayecto recto, por lo que Mahmet no tenía intención de ir allá. Por otra parte, consideraba que era mejor dar un largo descanso a Djemal al mediodía, y recuperar el tiempo perdido durante la noche. Y esto hicieron. Mahmet se guiaba un poco por las estrellas.
    Djemal era perfectamente capaz de pasarse cinco días sin beber agua, siempre y cuando hubiera llevado poca carga y adoptado una velocidad moderada, pero Djemal a menudo se excedía. A la hora del descanso del mediodía de la sexta jornada, Djemal comenzó a sentir las consecuencias del esfuerzo efectuado. Mahmet farfullaba versículos del Corán. Soplaba un poco de viento, y éste apagó un par de veces la llama del hornillo de alcohol que Mahmet utilizaba para preparar café. Djemal reposaba con la cola orientada contra el viento, y los orificios de la nariz abiertos solamente lo suficiente para poder respirar.
    Mahmet estimó que el estado del tiempo indicaba que se hallaban en los bordes de una tormenta de arena, pero no en la tormenta misma. Dio un par de palmadas en la cabeza de Djemal. Mahmet pensaba que los otros camellos y camelleros se encontraban en plena, tormenta, ya que el centro de ésta estaba hacia Souk Mandela, al norte. Mahmet albergaba esperanzas de que todos ellos sufrieran los efectos de la tormenta y los hiciera retrasar notablemente su avance.
    Pero Mahmet se equivocaba tal como descubrió el séptimo día. Aquél era el día en que según las previsiones terminaría la carrera. Mahmet inició la marcha al alba, en unos momentos en que la arena se arremolinaba a su alrededor de tal manera que ni siquiera se tomó la molestia de intentar preparar café; se limitó a masticar unos cuantos granos. Mahmet comenzó a pensar que la tormenta se había desplazado hacía el sur, y que iba a alcanzarle, exactamente en su trayecto hacia Khassa, y también pensó que quizá sus rivales no se habían equivocado tanto como eso, al hacer un alto en Mandela para abrevar, y, luego, emprender el camino directo hacia Khassa, ya que con eso quedaban en el límite norte de la tormenta y no en medio de ella.
    Djemal tenía dificultades en avanzar a buen ritmo, debido a que se veía obligado a mantener los orificios de la nariz casi cerrados para que no entrara arena en ellos, y, en consecuencia, no podía respirar a gusto. Mahmet, montado en las espaldas de Djemal e inclinado sobre su cuello, le azotaba nerviosamente para que corriera más. Djemal se daba cuenta de que Mahmet tenía miedo. ¿Si Djemal no podía ver ni oler hacia dónde iban, cómo iba a poder Mahmet? ¿Se le había acabado el agua a Mahmet? Quizá. La paletilla derecha de Djemal comenzó a dolerle y, luego, a sangrar a consecuencia de los latigazos que en ella le propinaba Mahmet. En la paletilla derecha era donde más dolían los latigazos, y ésta era la razón por la que según suponía Djemal, Mahmet no le azotaba en la otra paletilla. Ahora, Djemal conocía ya muy bien a Mahmet. Le constaba que esperaba obtener una recompensa gracias a los esfuerzos de Djemal, puesto que, de lo contrario, Mahmet jamás se hubiera prestado a sufrir tantas incomodidades. Djemal también tenía la vaga idea de que estaba compitiendo con otros camellos, aquellos que había visto en Elu-Bana, debido a que Djemal había sido obligado a participar en otras «carreras», en las que debía correr más de prisa que otros camellos hacia un grupo de turistas que Mahmet había divisado a cosa de un kilómetro de distancia.
    Mahmet pegaba saltos sobre la espalda de Djemal, esgrimía el látigo y gritaba:
    —¡Ayé, ayé, ayé!
    Por fin, comenzaron a salir de la tormenta de arena. De vez en cuando ya se podía ver el pálido resplandor del sol aunque lejos, cerca del arenoso horizonte. Djemal tropezó, cayó, y con ello derribó a Mahmet. Sin querer, Djemal se tragó un buen puñado de arena. Le hubiera gustado quedarse allí, tumbado durante unos minutos, recobrando fuerzas, pero Mahmet gritó y lo azotó.
    Mahmet había perdido su transistor, y anduvo a gatas por la arena, desatentado, con el fin de recobrarlo. Cuando lo encontró atizó una buena patada en la jiba a Djemal, sin que produjera efecto alguno, luego le atizó un despiadado puntapié en el ano, debido a que Djemal seguía tumbado. Mahmet lanzó una sarta de maldiciones.
    Djemal hizo lo mismo, por el medio de resoplar violentamente y de dejar al descubierto dos formidables dientes frontales, antes de ponerse despacio en pie, con lenta y amargada dignidad. Atontado por el calor y la sed, Djemal veía borrosamente a Mahmet, y estaba tan exasperado que de buena gana le hubiera atacado, pero la fatiga lo había dejado tan debilitado que no podía hacerlo. Mahmet golpeó a Djemal y le ordenó que se arrodillara. Djemal lo hizo y Mahmet montó en él.
    Volvían a avanzar. Las pezuñas de Djemal se movían más y más pesadamente, e incluso se arrastraba sobre la arena. Pero Djemal sentía el olor de gente. Agua. Luego oyó música, la habitual música quejumbrosa de los transistores árabes, pero más fuerte, como si sonaran varios al mismo tiempo. Mahmet golpeó a Djemal una y otra vez en la paletilla, gritándole frases de ánimo. Djemal no vio razón alguna para esforzarse, debido a que la meta estaba claramente a la vista, pero hizo cuanto pudo para andar a buen paso, animado por la esperanza de que ello induciría a Mahmet a manejar más moderadamente el látigo.
    Los gritos de júbilo eran ya más cercanos:
    —¡Yea!
    Ahora, Djemal iba con la boca abierta y seca. Poco antes de llegar al lugar en que estaba la gente, a Djemal le falló la vista. También le fallaron los músculos de las piernas. Y las rodillas. De tal manera que Djemal cayó de costado sobre la arena. La jiba se le bamboleaba inerte, tan vacía como su boca y su estómago.
    Y Mahmet lo azotó, lanzando gritos.
    La multitud chillaba y gemía al mismo tiempo. A Djemal le importaba muy poco. Tenía la impresión de que se estaba muriendo. ¿Por qué alguien no le daba agua? Mahmet se dedicaba a encender cerillas en los talones de Djemal. Este ni siquiera rebulló. Con sumo placer hubiera atravesado de un mordisco el cuello de Mahmet, pero le faltaban las fuerzas precisas. Djemal se desmayó.
    Con rabia y rencor, Mahmet vio cómo un camello y su camellero cruzaban la línea de llegada. Luego lo hizo otro. Los camellos tenían aspecto de cansancio, pero no fingían estar muertos de cansancio, como hacía Djemal. En la mente de Mahmet no había lugar para la lástima. Djemal lo había traicionado. Djemal, de quien se decía que era tan fuerte.
    Cuando un par de camelleros se rieron de Mahmet e hicieron desagradables observaciones acerca del hecho de que Mahmet no le había dado de beber a Djemal —hecho harto evidente—, Mahmet los maldijo a gritos. Luego arrojó un cubo de agua sobre la cabeza de Djemal, lo que reanimó a éste. Luego, rechinando los dientes, Mahmet vio cómo el vencedor de la carrera (viejo y gordo cerdo, que siempre se burlaba de Mahmet en Elu-Bana) recibía el premio, en forma de cheque. Naturalmente, el gobierno no iba a dar el dinero en metálico, porque en las apreturas el ganador corría el peligro de que se lo robaran.
    Aquella noche, Djemal bebió agua, e incluso comió un poco aunque Mahmet no le dio de comer ya que, además, había arbustos y árboles en el lugar en que pasaron la noche. Se encontraban en los aledaños de la ciudad de Khassa. Al día siguiente, después de haber adquirido provisiones —pan, dátiles, agua y un par de salchichas, todo para Mahmet— los dos emprendieron el camino de regreso por el desierto. Djemal estaba todavía un poco cansado y descansar durante un día no le hubiera sentado mal. ¿Se detendría Mahmet, en esta ocasión para permitir que Djemal bebiera agua en algún lugar u otro? Eso esperaba Djemal. A fin de cuentas, no estaban haciendo una carrera.
    Hacia el mediodía, cuando les tocaba descansar a la sombra, a Djemal le falló la rodilla derecha, en el momento en que intentaba arrodillarse para que Mahmet desmontara. Mahmet cayó rodando por la arena, se puso enpie de un salto, y golpeó un par de veces con la empuñadura de su látigo a Djemal, en la cabeza.
    —¡Estúpido! —gritó Mahmet en árabe.
    Djemal mordió el látigo, apoderándose de él. Cuando Mahmet se echó hacia adelante para recobrar el látigo, Djemal volvió a morder y atrapó con sus dientes la muñeca de Mahmet.
    Mahmet chilló.
    Djemal se puso en pie, dispuesto a proseguir su ataque. ¡Cuánto odiaba a aquel ser menudo y maloliente que se consideraba su «amo»!
    Retrocediendo y blandiendo el látigo, Mahmet chilló:
    —¡Aaah! ¡Atrás! ¡Al suelo!
    Djemal se acercó despacio a Mahmet, con los dientes al descubierto, y los ojos rojos y dilatados de rabia. Mahmet huyó corriendo y se refugió detrás del inclinado tronco de una palmera. Djemal trazó un círculo alrededor del árbol. A su olfato llegaba el penetrante hedor que despedía el aterrado cuerpo de Mahmet.
    Mahmet se quitó la vieja chilaba y el turbante y acto seguido arrojó ambas prendas contra Djemal.
    Sorprendido, Djemal mordió aquellos malolientes trapos, y lo hizo sacudiendo la cabeza, como si entre sus dientes tuviera el cuello de Mahmet, y sacudiera a aquel hombrecillo, para matarlo. Djemal resopló y atacó el turbante, que, al quedar desenroscado no era más que un largo y sucio harapo. Se tragó buena parte del turbante, y masticó el resto con sus grandes dientes frontales.
    Mahmet, situado detrás del árbol, comenzó a respirar mejor. Sabía que los camellos a veces desfogaban su ira en las ropas del hombre al que odiaban, y que con ello se quedaban tranquilos. Ésta era la esperanza que albergaba Mahmet. No tenía el menor deseo de regresar a pie a Khassa. Quería ir a Elu-Bana, ciudad que consideraba «suya».
    Por fin, Djemal se tumbó en el suelo. Estaba cansado, tan cansado que no se tomó la molestia de situarse a la irregular sombra que proyectaba la palmera. Y se durmió.
    Cautelosamente, Mahmet lo golpeó hasta despertarlo. El sol se estaba poniendo. Djemal intentó morderle pero falló. Mahmet juzgó oportuno no castigar a Djemal, y dijo:
    —¡Arriba, Djemal! ¡Arriba que nos vamos!
    Djemal se puso en marcha. Avanzó en la noche, intuyendo más que viendo, la confusa senda en la arena. La noche era fresca.
    En el tercer día, llegaron a Souk Mandela, ajetreada aunque pequeña población con mercado. Mahmet había decidido vender allí a Djemal. En consecuencia se dirigió al mercado al aire libre en el que se vendían alfombras, joyas, sillas de camello, cacharros, peines, y cuanto se quiera, todo se encontraba en venta, allí, en el suelo. En un rincón se vendían camellos. Mahmet llevó a Djemal allí, yendo a pie, mirando de vez en cuando hacia atrás, bastante adelantado con respecto a Djemal, no fuera que le mordiera.
    Mahmet dijo al tratante de camellos:
    —Barato. Seiscientos denarios. Es un hermoso camello, como puedes ver. ¡Y acaba de ganar la carrera de Elu-Bana a Khassa!
    Un camellero con turbante oyó estas palabras y se echó a reír, como también lo hicieron otros dos. El camellero dijo:
    —¿De veras? No es esto lo que nos han contado. ¡Tu camello se cayó al suelo!
    —¡Sí, nos han dicho que no te detuviste para darle de beber, viejo sinvergüenza hijo de mala madre! —dijo otro.
    —Incluso en este caso… —comenzó a decir Mahmet.
    Y pegó un salto para evitar una dentellada de Djemal Un viejo con barbas dijo:
    —¡Oooh! Ni siquiera su camello le tiene simpatía…
    —¡Trescientos denarios! —chilló Mahmet—. ¡Silla incluida!
    Un hombre indicó la golpeada paletilla de Djemal, que estaba todavía ensangrentada y sobre la que se habían posado moscas, como si se tratara de una llaga permanente, y ofreció doscientos cincuenta denarios.
    Mahmet aceptó. En metálico. El hombre tenía que ir a su casa, en busca del dinero. Mahmet esperó, taciturno, a la sombra, mientras el tratante en camellos y otro hombre llevaban a Djemal al abrevadero que había en la plaza. Mahmet había perdido un buen camello —y también había perdido dinero, lo cual era todavía más doloroso—, pero estaba muy contento de haberse desembarazado de Djemal. A fin de cuentas, su vida era más valiosa que el dinero.
    Aquella tarde, Mahmet tomó un incómodo autobús que iba a Elu-Bana. Llevaba su equipo, sus vacías cantimploras, su hornillo de alcohol, su cazo para guisar y su manta. Durmió como los muertos en una calleja que se encontraba detrás del restaurante en que solía comer cuscús. A la mañana siguiente, teniendo una visión muy clara de su mala suerte, y con el mortificante recuerdo del bajo precio que había obtenido por uno de los mejores camellos del país, Mahmet robó en el automóvil de un turista. Consiguió una manta trenzada, y algo inesperado que había debajo de ella —una cámara fotográfica—, se apropió también de un frasco de plata que encontró en la guantera, y de un paquete envuelto en papel castaño que contenía una pequeña alfombra, evidentemente recién comprada en el mercado. Tardó menos de un minuto en cometer este hurto, debido a que la portezuela del vehículo no estaba cerrada con llave. El automóvil se encontraba enfrente de un sórdido bar, y un par de descalzos adolescentes sentados a una mesa, se limitaron a reír, al contemplar cómo Mahmet cometía su hurto.
    Mahmet vendió su botín, antes del mediodía, por setenta denarios (la cámara era un buen aparato alemán), con lo cual se sintió un poco mejor. Con esta suma, añadida a los denarios anteriormente atesorados por Mahmet, que llevaba consigo en una bolsa cosida en una manta, ahora ya poseía casi quinientos denarios. Podía comprar otro camello, aunque no tan bueno como Djemal, que le había costado cuatrocientos denarios. Y aún le quedaría lo suficiente para hacer un primer pago, a cuenta de la casita que quería comprar. La temporada de turismo no había terminado aún, y Mahmet necesitaba un camello para ganar dinero, ya que el oficio de camellero era elúnico que conocía.
    Entretanto, Djemal había ido a parar a buenas manos. Lo había comprado un hombre pobre pero decente, llamado Chak, para añadirlo a los tres con que ya contaba. Principalmente, Chak se dedicaba a transportar limones y naranjas con sus camellos, pero durante la temporada turística también ofrecía paseos en camello. A Chak le encantaba la gracia y la buena voluntad con que Djemal trataba a los turistas. Y además, debido a su altura, siempre era el camello preferido por aquellos turistas que querían contemplar el panorama.
    Djemal ya se había curado la paletilla herida, iba bien alimentado, no trabajaba en exceso, y estaba muy contento con su manera de vivir y de su amo. Sus recuerdos de Mahmet iban borrándose, debido a que nunca le veía, ya que Elu-Bana tenía muchos caminos, tanto de entrada como de salida. A menudo Djemal trabajaba a millas de distancia, y la casa de Chak se encontraba un poco lejos de la ciudad. En ella, Djemal dormía en compañía de los otros camellos, en un cobertizo, cerca de la casa en que Chak vivía con su familia.
    A principios de otoño, un día, en que el tiempo era un poquito más fresco y en que la mayoría de los turistas se habían ido, llegó al olfato de Djemal el peculiar hedor que desprendía Mahmet. En aquellos momentos, Djemal estaba entrando en el mercado de fruta de Elu-Bana, con un pesado cargamento de pomelos. Grandes camiones estaban siendo cargados con pesadas cajas de pomelos y de piñas, y allí había mucho ruido, con conversaciones y gritos de los trabajadores, y los transistores difundiendo diferentes programas a todo volumen. Djemal no vio a Mahmet, pero los pelos del cuello se le erizaron un poco, y temió recibir un golpe. Obedeciendo las órdenes de Chak, Djemal se arrodilló, y le quitaron la carga que llevaba a uno y otro costado.
    Entonces vio a Mahmet ante él, a la distancia de un largo de camello. Mahmet también vio a Djemal, se quedó mirándolo durante uno o dos segundos, para tener la certeza de que realmente se trataba de Djemal, y acto seguido, Mahmet pegó un salto, retrocedió y se metió unos cuantos billetes en algún lugar de su chilaba.
    Otro camellero, indicando con el pulgar a Djemal, dijo a Mahmet:
    —Este es el camello que tenías antes, ¿verdad? ¿Todavía le tienes miedo, Mahmet?
    —¡Jamás le he tenido miedo! —replicó Mahmet.
    —¡Ja, ja!
    Dos camelleros más se unieron a la conversación. Djemal observó a Mahmet, mientras éste se estremecía, encogía los hombros y no dejaba de hablar. Djemal le olía muy bien ahora, y su odio se despertó de nuevo, en toda su pujanza, y se acercó a Mahmet.
    Un camellero con turbante, que había bebido demasiado vino, dijo riendo:
    —¡Ja, ja…! ¡Ten cuidado, Mahmet!   
    Mahmet retrocedió.
    Djemal siguió adelante. Siguió caminando, a pesar de que oyó la voz de Chak llamándolo. Luego, Djemal inició el trote, en el instante en que Mahmet se escondía detrás de un camión. Cuando Djemal llegó al camión, Mahmet echó a correr velozmente hacia una casita, especie de cobijo para camelleros.
    Ante el horror de Mahmet, resultó que la puerta de la casita estaba cerrada con llave. Corrió a ocultarse detrás de la casita.
    Djemal fue tras de él, y con sus dientes atrapó a Mahmet por la chilaba y por parte de su espinazo. Mahmet cayó al suelo, y Djemal le pateó y le pateó, en la cabeza.
    —¡Mirad! ¡Una pelea entre un hombre y un camello!
    —¡Este hijo de mala madre se lo merece! —gritó alguien.
    Diez o doce hombres y, después, veinte se congregaron para contemplar el espectáculo, riendo, y esperando, al principio, que alguien interviniera y pusiera fin a aquello, pero nadie lo hizo. Contrariamente, alguien hizo pasar de mano en mano una jarra de vino.
    Mahmet chillaba. Djemal pateó con fuerza la parte media de la espalda de Mahmet. Entonces todo se acabó. Por lo menos, Mahmet se quedó quieto, muy quieto. Djemal, reuniendo valor para llevar a cabo su propósito, mordió la desnuda pantorrilla izquierda de Mahmet.
    La multitud rugió. Los que la formaban estaban a salvo, ya que el camello no iba a atacarlos a ellos, sino que atacaba a un hombre al que detestaban, a Mahmet, que no sólo era tacaño sino absolutamente deshonesto, incluso con personas a las que él inducía a creer que era su amigo.
    —¡Qué camello! ¿Cómo se llama?
    —¡Djemal! ¡Ja, ja!
    Alguien repitió, como si todos no lo supieran:
    —Hasta hace poco era el camello de Mahmet.
    —¡Djemal! ¡Basta, Djemal! —intervino por fin Chak.
    —¡Que Djemal nos vengue! —chilló alguien.
    —¡Esto es terrible! —gritó Chak.
    Los hombres rodearon a Chak, diciéndole que aquello no era terrible, y diciéndole que ellos se encargarían de ocultar el cadáver en algún lugar. No, no, no, no había necesidad alguna de llamar a la policía. ¡Era absurdo! ¡Toma un poco de vino, Chak! Incluso unos cuantos conductores de camión se habían unido al grupo, sonriendo siniestramente divertidos por lo que había ocurrido detrás del barracón.
    Djemal, ahora con la cabeza alta, había comenzado a calmarse. Juntamente con el hedor propio de Mahmet, también olía a sangre. Altanero, Djemal pasó por encima de su víctima, alzando cuidadosamente las patas, y acudió al lado de su amo, Chak, que todavía estaba nervioso. Chak decía:
    —No, no…
    Debido a que los hombres, todos ellos un poco borrachos, le ofrecían setecientos denarios y más, por Djemal. Lo ocurrido había dejado a Chak estremecido, y, al mismo tiempo, orgulloso de Djemal, de quien no se hubiera desprendido, en aquellos momentos, ni por mil denarios.
    Djemal sonreía. Levantó la cabeza, y miró fríamente, con sus ojos de largas pestañas, hacia el horizonte. Los hombres le acariciaban los costados, las paletillas. Mahmet estaba muerto. La ira de Djemal, como un veneno, ya no corría junto con su sangre. Djemal siguió a Chak, sin que éste cogiera las riendas, cuando Chak se alejó, mirandohacia atrás y llamando a Djemal por su nombre.







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