El arte de recordar
Barcelona, 4 de noviembre de 2006
Stanislaw Lem, novelista de ciencia-ficción y autor de títulos como Solaris, desvela facetas íntimas de su vida y traza un mapa de Europa al abordar el relato de sus años de juventud durante el periodo de entreguerras.
Lo confieso: una vez llegué a pensar que Philip K. Dick tenía razón. A mediados de los setenta, un autor del bloque soviético escribe un fundamental ensayo que titula Un visionario entre charlatanes donde sitúa a Dick muy por encima del resto de autores de ciencia-ficción norteamericanos; hace, además, un óptimo análisis sobre el valor literario de un novelista y la importancia derivada del juicio justo y oportuno de una obra. Una circunstancia que redunda en beneficio del autor, equilibra la bolsa de valores literarios y no abandona el juicio crítico a un destino macabro: si vende, algo tendrá, así que es bueno. Es decir, esas páginas explicaban lo mismo que iba a hacer de Harold Bloom un superhéroe canónico dos décadas después, aunque el egregio catedrático poco le hubiera visto a Dick en su día, al no llevar éste un cartel colgando o fosforecer "literariamente". Pero ésa es otra historia. Sigo con la anterior. Según el misterioso ensayo que surgió del frío, el menosprecio o la miopía ante las mejores novelas de Dick, no sólo entorpecía la estima por la propia obra, sino que rebajaba hasta lo ridículo las posibilidades de otros autores cuando se igualaba mecánicamente lo bueno, Dick, con lo malo, todos los demás. El autor de esas páginas se llamaba Stanislaw Lem.
EL CASTILLO ALTO
Stanislaw Lem
Traducción de Andrzej Kovalski
Funambulista. Madrid, 2006
218 páginas. 16,30 euros
Tras un breve intercambio epistolar, Lem propone a Dick una visita a Polonia para impartir unas conferencias y cobrar unos derechos de autor paralizados en aquel lado del telón de acero. Entonces Philip K. Dick vio la luz: Lem no era Lem, sino LEM, una célula de espionaje y agresión política cuya misión era adularle primero y secuestrarle después para evitar que el "visionario" revelase al mundo el Gran Secreto: una larvada sovietización de Estados Unidos por el mayor y más intrincado agente comunista que jamás haya existido: Nixon.
Dejando a un lado el hecho deque la mente confusa de Dick asumiera el divertimento paranoico que Condon había urdido en El mensajero del miedo, unos años después un joven español que leía Solaris y, al poco tiempo, Un valor imaginario, estaba de acuerdo con Dick, no tanto en lo de Nixon, como en la existencia de LEM, una célula que reunía bajo el mismo nombre a varios escritores. Sin embargo, el tiempo pasa -en este caso, para bien- y uno averigua que la aparente y magnífica versatilidad del polaco le liga con otros autores que, por diversos motivos, juegan entre la alta cultura, la cultura de masas, o la incultura simple, haciendo malabarismos con géneros diversos y, a menudo, miserables: la ciencia-ficción o la reseña literaria, por ejemplo. Con permiso del muy insigne H. Bustos Domecq, diremos que, entre todos ellos, Lem es de los que antes, más fuerte y mejor ha jugado. En su obra encontramos todo lo contrario a la explotación de géneros, su elevación. Y al llenar de contenido unos esquemas simplones acomete desde el humanismo -nunca debemos olvidar ese punto- una crítica a lo antropocéntrico y, escrito como en broma pero hablando muy en serio, nos devuelve una escolástica cuya jerarquía no es piramidal, sino que, como el mar de Solaris, siempre será cambiante, inaprensible. Así perviven la trascendencia y el misterio.
En ese contexto narrativo ¿dónde situar un libro de recuerdos como El castillo alto? Pues en ningún lugar y en todos, como corresponde a un autor de primera fila. La categoría de este libro es similar a Habla, memoria de Nabokov. En el prólogo, Lem explica el modo en que el individuo, para justificar al hombre en que se ha convertido, orienta la propia memoria eliminando, entre tanto, cualquier otra posibilidad del niño que fue; en consecuencia, ordenar, domar, ese caos interior posee un lado funesto, contrario a la abundancia de la vida, a la originalidad de sus cabos sueltos. Sin embargo, ni en la justificación del prólogo, ni en lo que sigue, llega a señalarse lo que Lem quizá dé por supuesto, evitara en su día por la censura, o eluda para dotar al libro de mayor fuerza. Esos cabos sueltos, tan leves, tan poco importantes ya para el adulto, quizá hubieran sido determinantes si en 1939 a Polonia no le hubiera pasado lo que le pasó: Lvov, la ciudad natal de Lem, hoy en Ucrania, sufrió la invasión soviética, luego la alemana, y de nuevo la soviética. El castillo alto, sin invocar con nostalgia mundos perdidos, se detiene antes del sufrimiento. El relato nos va empujando a esa quiebra poco a poco, casi con dulzura; una sombra se cierne sobre el libro a medida que el niño Stanislaw se convierte en el joven Stanislaw. Ése es el modo en que Lem, nos explica a "Lem" y un poco a LEM. Sirva como ejemplo el arranque del segundo capítulo, desternillante y enigmático. Merece copiarse: "La autobiografía de Norbert Wiener arranca así: 'Fui un niño prodigio'. Yo debería decir: 'Fui un monstruo". Enseguida, descubrimos que lo monstruoso de Lem se puede aplicar a otro niño cualquiera. Un buen estudiante, con sus admiraciones, sus amistades y sus excentricidades de niño introspectivo. La memoria orienta una buena parte del libro a detallar la afición con que mata las horas en el colegio: la creación de documentos de un país imaginario, la reconcentrada perfección de una burocracia, por una vez, benéfica. Los futuros mundos de ficción ya están ahí, la extravagante erudición, la exuberancia imaginativa: la habilidad y aparente sorpresa ante lo que cuenta, tal que si hubiese hallado ese recuerdo de un modo súbito, es lo que vuelve tan luminosa esa parte.
Mientras el niño crece, el presagio se dibuja. Aun así, la memoria dirige de nuevo la memoria del que es novelista al evocar su adolescencia y justificar uno de sus temas: la incapacidad del hombre para predecir su futuro, para definirse de modo cabal en el tiempo y el espacio. Lem describe la conmovedora y ridícula instrucción militar a la que se ve sometido como si fuera el juego que, seguramente, debía parecer. El cielo amenaza ya la peor de las tormentas, pero todo sigue siendo extraña diversión, por un lado, y grotesca estupidez, por la otra. La historia se interrumpe antes que ese cielo derrame la primera gota de sangre. Sirva como fin a esta reseña de un libro más que verdadero la primera frase del epílogo, unas páginas con un tono maravillosamente controlado de elegía al brillo de las cosas que persisten en tramas informes, coronadas por el castillo alto, en la indomable memoria: "Cuando yo era niño, no murió nadie".
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 4 de noviembre de 2006
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