24 SEP 2006
Sostiene la sabiduría popular (que a veces es muy sabia y a veces tontísima) que las personas que viven solas se llenan de manías, de tics, de pequeñas rutinas e intolerancias. Pues sí, puede que sea así. Pero yo más bien creo que todos los humanos nos vamos petrificando en nuestras neuras, que nos vamos haciendo más y más picajosos a medida que envejecemos, independientemente de si estamos solos o acompañados. Y aún diría más: tengo la sensación de que las parejas corren más riesgos de adquirir comportamientos maniáticos que aquellos individuos que viven solos. La convivencia es un criadero de chifladuras.
Me refiero, claro está, a la inexorable aparición de las rutinas conyugales, esas raras costumbres que cada pareja va desarrollando a su modo y manera. Lo habitual es que los tics se solidifiquen con el tiempo, de manera que suele haber más manías cuanto más larga sea la convivencia. Por ejemplo, muchas parejas viven instaladas en el relato a dos. No se dan ni cuenta de lo que hacen, pero son incapaces de dejarle contar al otro ni una sola anécdota sin meter baza en ella. Y así, uno de ellos dice, por ejemplo: "Una vez me robaron en casa, cuando vivía en París", y el otro añade inmediatamente: "Era estudiante y tenía una beca en la Sorbona". El primero prosigue: "Vivía en una buhardilla pequeñísima, la típica chambre de bonne debajo del tejado, y un día llego y voy a abrir la puerta y de repente ", momento en el que el otro puntualiza: "Había subido andando porque no había ascensor". El narrador original, sin mirar a su pareja, continúa impertérrito: "El ladrón sin duda había oído mis pasos en la escalera porque ". Y así sigue la cosa, en sonido estereofónico, hasta el final del relato. Da lo mismo que la anécdota sólo la haya vivido uno de ellos, porque el hecho es que, a fuerza de oírsela contar, el otro la ha hecho suya, e incluso cree que la sabe mejor, de ahí que corrija y añada detalles.
Hablando de repeticiones, lo de haberle escuchado al otro dos mil veces la misma cosa es una de las fuentes de mayor desasosiego conyugal. Todos solemos tener un pequeño puñado de recuerdos o de reflexiones repetitivas que, a poco que se descuide nuestra pareja, zas, se las volvemos a soltar como si no se las hubiéramos endilgado antes. Uno de mis ex, por ejemplo, cada vez que íbamos en coche al pueblo de su infancia (y fuimos muchas veces durante los años que duró nuestra relación), señalaba los fragmentos de la vieja carretera que quedaban todavía visibles a ambos lados de la nueva cinta de asfalto y siempre repetía: "Mira, mira, ese era el dibujo de la antigua carretera, ahora está toda rectificada, pero antes no sabes las vueltas que daba". Creo que esta pequeña información la escuché unas cien veces. Y seguro que yo también le aburrí con frases recurrentes, sólo que no sé cuáles. Uno nunca es consciente de sus partes pelmazas.
Por no hablar, claro, de las manías conyugales más exasperantes, a saber, esas pequeñas rutinas del otro que al principio de la convivencia no advertimos (o que incluso, horror, nos hacen gracia), y que al cabo de unos años despiertan en nosotros ansias asesinas. Por ejemplo: ese pequeño y periódico carraspeo que hace tu pareja, un ruidito casi inaudible que verdaderamente no tiene ninguna importancia, pero que te saca de quicio. O que se moje el dedo para pasar las páginas del diario. ¡Que masque chicle abriendo la boca! (da igual que sólo coma un chicle al año y que sólo abra la boca una de cada cinco masticadas, de todas maneras lo matarías). Que apriete metódica y meticulosamente el tubo de la pasta dentífrica de abajo hacia arriba, doblando con todo cuidado la parte vacía (¡será maniático y estrecho y aburrido!). O que apriete el tubo dentífrico por cualquier lado y de mala manera, retorciendo el envase y dificultando el uso (¡será desordenado y desastroso y egoísta!).
Las fobias conyugales, lo que nos irrita del otro, puede llegar a ser verdaderamente descabellado por nuestra parte. Por ejemplo, nos puede poner de los nervios la manera en que revuelve su café por las mañanas y el ruidito que hace la cuchara. ¿Y luego dicen que vivir solo te convierte en un maniático? Vamos, hombre: para manías atrabiliarias, las de la vida a dos. En eso consiste el verdadero amor: en detestar al otro por tantas pequeñas cosas y a pesar de todo insistir en quererlo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 24 de septiembre de 2006
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