MARCOS ORDÓÑEZ Madrid 1 MAY 2014 - 08:37 CET
Lo primero que se advierte en la obra de James Salter es que es un hombre que ha vivido atentamente y cree en la literatura como una forma de atrapar y recuperar la vida: “Solo las cosas conservadas por escrito”, dice, “tienen alguna posibilidad de ser reales”. La solapa de Todo lo que hay, su nueva novela (Salamandra, traducción de Eduardo Jordá) nos informa de que tiene 89 años, o sea que todavía hay esperanza: los que nos dedicamos a esto quizás podamos escribir así algún día. Su estilo es ahora menos lírico, menos extático que en la preciosa Años luz. Ha ganado ligereza sin perder precisión ni profundidad: se nota que entre una y otra está la destilación extrema de los grandes cuentos de La última noche.
Todo lo que hay avanza como un río ancho y majestuoso. Reconoces ese curso, su placidez, su densidad de miel oscura. Sus destellos: “Tardes incandescentes en España, con las persianas cerradas y una cuchilla de sol ardiendo en la penumbra”. De nuevo, una sensación de plenitud, de querer volver al libro cada noche como quien vuelve a casa.
Me gusta que los capítulos cambien de forma. El capítulo casi documental de la guerra en el Pacífico, que abre la novela. El capítulo sobre Vivian, con el erotismo fulminante de Juego y distracción: “No se lo quitó todo, solo los zapatos, las medias y la falda. No se atrevía a más. Se besaron, hablaban entre murmullos. Cuando resbalaron las bragas blancas, un blanco que parecía sagrado, él apenas respiraba”. El capítulo sobre el fin de semana en la casa de Liz Bohannon, durante la nevada, que recuerda un cruce entre un cuento de Chejov y La regla del juego de Jean Renoir.
Me gusta que la cámara vaya pasando de unos a otros y ampliando su foco; que de repente abandone al protagonista para seguir al editor Eddins y su romance con Dena. Me gustan los capítulos en los que apenas hay acción: Azul empieza con una avispa, sigue con una tormenta eléctrica, salta a la ciudad, Eddins y Bowman hablan en un restaurante, han envejecido, y luego Bowman sale, solo, al “fracasado crepúsculo de Nueva York”, como diría Capote, y pasea por Madison Avenue y vuelve a un bar de su juventud. Hay algo del Fréderic Moreau de La educación sentimental en el perfil de Bowman, y algo de Newland Archer, el protagonista de La edad de la inocencia, de Edith Wharton. Un hombre educado, apasionado, enamorado de su trabajo, pero que no logra encontrar el verdadero amor (Y me gusta que Salter se arriesgue, hacia el final, a que le rechacemos moralmente). Me gustan los diálogos, tan cercanos al último Hemingway de Más allá del río y entre los árboles e Islas en el golfo. El patrón de otros capítulos, casi relatos, recuerdan, en cambio, al mejor Fitzgerald: la portentosa obertura de La señora Armour tiene la irremediable desesperanza de Otra visita a Babilonia. Vuelven los estallidos de vida y de tristeza furiosa. El dolor con el freno de la dignidad como último puerto: “No dejes que me convierta en un borracho”, dice un personaje que ha sufrido una terrible pérdida. La narración anterior de esa tragedia (la calma engañosa, la dosificación de la amenaza, el mazazo que te hiela la nuca) debería enseñarse en las escuelas de escritura. Como el libro entero.
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