James Salter Fotografía de Michael Lionstar |
James Salter
BIOGRAFÍA
La buena vida y las letras
ABC | ARTE Y ENTRETENIMIENTO
20 de junio de 2015
En su introducción a «The Collected Stories of James Salter» (2013), el irlandés John Banville (Wexford, 1945) arranca celebrando la maestría del norteamericano para «conseguir uno de los efectos más complejos de la literatura: describir la realidad de todos los días». Banville -con quien Salter compitió cabeza a cabeza por el premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2014- lo ubica junto a Chéjov, Flaubert y al cotidiano y epifánico Joyce de «Dublineses». Pero, también, dentro de un contexto «made in USA», Salter (1925-2015) resulta alguien aún más interesante.
Ya lo dije, lo repito: Salter es el tercer hombre. Aquel que combina lo mejor de Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald. Prosa lírica y diálogos exactos, la guerra y el extranjero, la muerte del amor y la fascinación por los ricos. Pero mientras Hemingway es un aventurero de lo macho y Fitzgerald un sentimental de lo masculino, Salter se consagra como el gran romántico de la hombría alcanzando, además, una apasionada sexualidad que Nick Adams o Jay Gatsby jamás soñaron con experimentar.
Y en sus memorias, «Quemar los días» (Salamandra), Salter recuerda una vida que Papa Hem y Scott Fitz ya hubiesen querido para ellos y, sí, «no hay hombre que -si es honesto consigo mismo- pueda evitar el sentir envidia ante la biografía de Salter», apuntó John Irving. A saber: piloto de combate en Corea, seductor en serie, guionista de cine de prestigio, alma de toda fiesta, viajero, sibarita y -last but not least- adorado por Susan Sontag, Julian Barnes, Edmund White, Tim O’Brien, Harold Bloom y Richard Ford, quien lo definió como «el mejor escritor de oraciones entre todos nosotros». Un bon vivant con todas las (mejores) letras.
Así, Salter como mutación para mejor y a ubicar como eslabón extraviado entre la Generación Perdida y -cerca, pero no al lado, de John Cheever y Richard Yates- el Realismo Sucio.
«Todo lo que hay» (2013), su última y primera novela en treinta y cinco años -«Mi piano todavía suena afinado y me gustaría hacer sonar una última nota. Ya saben, los escritores nunca se retiran. El único modo de detenerlos es arrastrarlos afuera y pegarles un tiro», sonrió en una entrevista- volvió a poner en evidencia su método y estilo. Un realismo tampoco tan «real» y que volvía a esconder y revelar esquirlas de rareza singular y solo suya. Allí, por más que parezca apenas casi naturalista seguir las idas y vueltas del editor Philip Bowman, hay un rasgo sutil pero auténticamente vanguardista en el modo en que se (des)ordena el paso del tiempo, se hace entrar y salir caprichosamente a secundarios de primera o, en determinados tramos, el personaje incluye tanto al narrador de la acción como al autor que contempla todo. Entonces, en Salter, la paradoja de valerse del realismo como de algo experimental: no el realismo clásico y calculado e irreal de «Madame Bovary» o «Anna Karenina», sino algo que escala los picos dramáticos pero también se demora en las llanuras inocurrentes y muertas y grises de ese viaje espasmódico que es toda una vida.
Esta novela -de algún modo cercana al universo de la cada vez más absurda y sobrevalorada «Mad Men»- hizo pensar en que Salter, finalmente, disfrutaría de una despedida por todo lo grande y que dejaría de ser, como apuntó un crítico, «el más secreto de los escritores secretos». Y, de acuerdo, fue muy bien reseñada. Y hasta arañó durante una semana la lista de best-sellers de «The New York Times». Pero luego todo volvió a ser como era, como había sido hasta entonces. Y Salter debió conformarse con seguir siendo un «escritor de escritores» y de lectores a los que les gustan los escritores de verdad.
Antes de esto, Salter ya había ido afinando su arte en novelas y relatos de tramas muy norteamericanas, pero de textura inconfundiblemente salteriana. La experiencia del soldado en combate («The Hunters», 1957, y «The Arm of Flesh», 1961), el narrador poco confiable en el erotizante «Viejo Mundo» (la ya clásica «Juego y distracción», 1967), el crepúsculo matrimonial («Años luz», 1975), los espacios abiertos y el deporte como rito de paso («En solitario», 1979).
La muerte de Salter hace de nuestro mundo un sitio más vacío y menos luminoso. A falta de vida, la obra. Eso a lo que Salter se refería como a «juntar palabras». En «The Paris Review» explicó que «me gusta frotar a las palabras entre ellas, como si las tuviera en una mano cerrada. Sentirlas dar vuelta, chocar, y después elegir nada más que a las mejores».
«Charisma», el relato inédito -tal vez lo último que escribió, incluido en la antología mencionada al principio de estas líneas- vuelve a ser buena muestra de esa inmejorable elección a la que, en el adiós, sólo cabe volver a agradecerle. Este cuento concluye con la voluntad de «partir hacia donde nunca puedan encontrarte» y de «escapar a las últimas preguntas». Buen viaje y nada pendiente a lo que responder, James Salter. Todo lo que hubo ha sido bien vivido, mejor dicho, y perfectamente escrito.
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