jueves, 30 de octubre de 2025

Joyce / Solitario, pedigüeño y dandy

 




Joyce: solitario, pedigüeño y dandy


FERNANDO FONSECA
23 de octubre de 2025

Que, pese a la ingente bibliografía en torno a la figura y la obra de James Joyce —a la que uno, modesta y devotamente, ha aportado tanto textos como iniciativas—, nos atrape la lectura de la enésima publicación sobre el autor del Ulises resulta digno de relevancia, al menos por chocante. Una grata sorpresa. Tal vez el motivo de semejante asombro se esconda bajo la fe que inspira la figura de Joyce y su imprescindible obra entre no pocos acólitos que admiran —admiramos— a ese «Jesucristo literario», como él mismo se ha definido.

El caso es que acaba de llegarme el libro titulado, lisa y llanamente, James Joyce (¿para qué más?), cuya autora es la célebre escritora irlandesa Edna O’BrienEl trabajo, por excelente, es una bendición. Se trata de un certero resumen de la vida de James Joyce donde lo importante no son los datos existenciales del biografiado —desde luego no lo son después de haber leído y releído la monumental biografía escrita por Richard Ellman— sino el encuadre de los mismos en la obra del gran escritor, dando lugar a una perspicaz y amena exposición en absoluto militante.

En el libro brilla la objetividad con que queda armado, la aséptica precisión de lo que nos cuenta, el análisis con que se muestra al personaje real en sus avatares y en su obra y, en suma, la maestría de la escritora que afronta el reto descomunal de mostrar a Joyce; una destreza, por otra parte, que ya esperábamos dada la valorada producción literaria de la autora, por cierto, también irlandesa.

"Hemos encontrado, nada más y nada menos, que el Ulises para, finalmente, hallar a Joyce en forma de aparecido, de reencontrado"

Pero no solo se muestra al personaje real —si bien, al tratarse de Joyce, éste lo impregna todo— sino que O’Brien añade un par de capítulos dedicados expresamente a sus dos obras capitales: Ulises y Finnegans WakeEn especial, conviene destacar el apartado dedicado a Ulises, donde la autora despliega un virtuosísimo recorrido interpretativo y simbólico por la novela como no hemos leído antes(habiendo leído mucho al respecto). Porque si damos por hecho que la prosa poliédrica, polifónica y traviesa de Joyce resulta a todas luces pegadiza, amén de ininteligible, como el estribillo de algunas canciones inolvidables, es común caer en la trampa del plagio infantil o la simple repetición de lorito, sin hablar —lo que también es habitual— de la desenfrenada exégesis de una novela que invita a todo tipo de elucubración y blablablá. Sin embargo, para nuestro regocijo, esto no sucede en el mencionado capítulo. En él, O’Brien despliega un resumen de la novela tan exquisitamente articulado que, apoyándose en la «música» literal de Joyce —insisto, ese estilo pegadizo, variable y sorprendente—, resume y muestra, del modo más eficaz, las bifurcaciones anecdóticas, así como los valores técnicos, innovadores, históricos, lúdicos e intencionales de la novela. En esas pocas páginas hemos encontrado la mística joyceana, el razonamiento jesuítico, la visión tomista, la escatología, el sexo inconfesable y todos los etcéteras que se quieran añadir. Hemos (re)encontrado, nada más y nada menos, que el Ulises para, finalmente, hallar a Joyce en forma de aparecido, de reencontrado.

De James Joyce sabemos demasiado, pero siempre queda abierto a nuevas interpretaciones: ese es su don y su misterio. Tras habernos empapado, principalmente, de la monumental biografía escrita por Ellman (asimismo autor de un librito, injustamente eclipsado por dicha biografía, titulado Cuatro dublineses —Wilde, Yeats, Joyce y Beckett—), apenas restan datos para rematar el complicado puzzle que fue la vida, con sus vicisitudes literarias, del escritor irlandés. Conozco pocos casos en los que se pueda vislumbrar con tanta nitidez la influencia que el biografiado ejerce sobre el biógrafo. De ahí que valga afirmar que el James Joyce que vamos comentando no es una biografía, tampoco una exégesis. No, se trata de una pieza con valor en sí misma. Una relumbrante lección con que la autora nos obsequia. Un modelo a tener presente y que llega para curarnos del mal de la saturación que tanta literatura sobre Joyce nos viene provocando.

Se conocen pocos escritores, entre los más grandes, en los que su experiencia vital haya marcado tanto su obra (también es el caso de Proust), constituyendo —dicha experiencia vital— una exigencia a la hora de poner en valor dicha obra. Por ejemplo, O’Brien nos descubre que el estilo de las cartas que el joven Joyce recibía en París, escritas por su madre, anuncian la prosa galopante y al margen de toda puntuación que más tarde encontraremos en el monólogo de Molly Bloom.

"O'Brien nos descubre que leyendo a Joyce el hombre razonable no llega a nada, e incluso seremos capaces de comprender o al menos atemperar el juicio sobre la locura, la de un creador y su entorno más próximo"

Otro capítulo que llamó mi atención es el titulado DevaneosEn él se afronta la relación de Joyce con las mujeres, lo que me ha hecho recordar una mesa redonda, en la que participé, donde cierta profesora universitaria de literatura inglesa reprochó la misoginia y el descarado «machismo» del escritor. Sorprendido, me vi obligado a ejercer de defensor del diablo y, sobre la marcha, recuperar en mi memoria el trato que Joyce da a las mujeres en su obra y su vida (que son la misma cosa). Por encima de sus escasos «devaneos», casi propios de un adolescente, está el triángulo formado por tres mujeres para él vitales: Nora (esposa), Beach (editora) y Weaver (mecenas cuyo nombre, «tejedor», remite a Penélope), sin entrar a valorar aquí la preeminencia de sus dos heroínas principales: Molly Bloom y Anna Livia Plurabelle. Por no hablar de su relación con Lucía, su hija. Asunto distinto es valorar el egoísmo innato de Joyce (para con las mujeres lo mismo que para con los hombres); de ahí que las personas que más le ayudaron fuesen las grandes víctimas de su furibunda hostilidad, especialmente Miss Weaver y su hermano Stanislaus.

Ahí queda referenciado el caso de la alumna por la que el escritor se sintió atraído: Amalia Popper. Esta joven inspiró el poema en prosa titulado Giacomo Joyce. Era hija de un comerciante judío llamado Leopold. Para Joyce la muchacha era su Hedda Gabler (Ibsen), un «amor visual». Luego nos encontramos con Marta Fleischmann, a quien nuestro autor «imaginaba acercándose joven, extraña y delicada». Sería su futura Nausícaa. Enseguida se alejó de ella por cobardía.

O’Brien nos descubre que leyendo a Joyce el hombre razonable no llega a nada, e incluso seremos capaces de comprender o al menos atemperar el juicio sobre la locura, la de un creador y su entorno más próximo (Lucía Joyce). Locura que se asienta a partir de la ofuscadora elaboración de su última obra, que sin duda fue la que atrapó al escritor con más fuerza y sacrificioFinnegans Wake (o como él la llamaba, Work in progress). Laberíntico libro de la oscuridad, leemos en James Joyce, antes de llegar a pensar que el principal móvil de tan ingente trabajo no era sino arrebatarle a la vida su secreto, lo que solo es factible a través del lenguaje. Porque, como señaló Samuel Beckett, «el artista que se apuesta la vida está solo».

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Autora: Edna O’Brien. Título: James Joyce. Traducción: Cruz Rodríguez Juiz. Edición: Cabaret Voltaire. 


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