Joyce Carol Oates
El mundo: miradas de mujer
Leyendo a la prolífica Joyce Carol Oates, en ocasiones se tiene la sensación de andar merodeando por una fiesta de Scott Fitzgerald, entre flappers, gossips y champagne, y a veces todo se oscurece y uno se diría enjaulado en un lóbrego relato gótico de Carson McCullers o entre mujeres progresistas y engagés de Mary McCarthy, manipulando al Tío Sam hasta hacerle parecer más liberal, siempre entre el terror emocional y el sarcasmo, algo así como una abstrusa metafísica con alma de cartoonist. Sus ficciones, herederas de casi todo -son un modelo de lo que John Barth denominó "literature of replenishment"-, mudan con frecuencia de paisaje, y sólo tienen en común las mujeres que sostienen sus tramas como sufridas cariátides y la denuncia del lado grotesco del sueño americano.
La hija del sepulturero
Joyce Carol Oates
Traducción de José Luis López Muñoz
Alfaguara. Madrid, 2008
682 páginas. 24,50 euros
A media luz
Joyce Carol Oates
Traducción de Carme Camps
Lumen. Barcelona, 2008
712 páginas. 24,90 euros
Oates jamás se ha sentido obligada a aplacar la ira del animoso viento que azota siempre sus páginas
Uno de sus mejores retratos de mujer es el de la protagonista de su última novela, La hija del sepulturero (2007), Rebecca Schwart, judía alemana nacida en Nueva York en el seno de una familia que fue feliz y ahora huye del Holocausto nazi camino de la ignominia y la miseria. Hija de Jacob, el pater familias que apenas si ha podido colocarse de sepulturero, y de una madre pusilánime enmudecida por el marido, hermana de dos patanes violentos e incestuosos, Rebecca no es sino otra Cenicienta, otra criatura femenina que, mereciéndose el paraíso por el solo hecho de serlo, no recibe más que el derecho al infierno masculino, forzada a esconder su identidad y a explotar su condición femenina, como hace Cindy Sherman en su autorretratoUntitled de 1983, una heroína anónima enferma de ansiedad y herida por la falsa felicidad que le prometieron y que todavía espera. Los Schwart parecen hechos a imagen y semejanza de las familias atormentadas que imaginó Faulkner, sumidas, como los Compson de El ruido y la furia, en trances que son el trasunto de episodios bíblicos y en claustrofóbicos laberintos morales por los que sólo corren la vileza y el rencor. Obsesionado por demonios nazis y enloquecido por el rechazo social de su condición de apestado emigrante en los años suspicaces de la guerra mundial, Jacob asesina a su esposa y se suicida disparándose un tiro ante su desvalida hija Rebecca, marcada para siempre por el dolor y la violencia que en su día marcaron la infancia de Oates, que no ha ocultado el origen autobiográfico de su nueva novela, y que jamás se ha sentido obligada a aplacar la ira del animoso viento que azota siempre sus páginas. Rebecca queda huérfana en una tierra de promisión ya baldía de afectos, y sin embargo presiente la resurrección que le procurará su instinto de supervivencia. Las andanzas criminales de su hermano Herschel, los abusos paternos, el misérrimo hogar de una familia extinta que de hecho habita en un cementerio y el hostigamiento del que son objeto los Schwart en su épico asentamiento en Milburn, remiten a esos crudos pasajes de Las uvas de la ira (1939) de Steinbeck que señalan a humillados y ofendidos. La historia de la mostrenca Rebecca, que pertenece al naturalismo de Zola, va escorándose hacia el melodrama porque el exceso vence al distanciamiento, y porque el narrador nos hace sentir como voyeurs que observan por una ventana indiscreta el drama de los Schwart, y muchas escenas de sordidez moral y violencia doméstica se asemejan a esas instalaciones de Louise Bourgeois, comoCell III (1991), en las que la vida cotidiana de la mujer sólo se concibe como una celda. Después de años tratando de olvidar un pasado de fanatismos y degradación -que no obstante acude a su mente en forma de apotegmas y frases recurrentes del padre, "Rebecca, has de ocultar tus debilidades", que resuenan como fragmentos de jaculatoria o consignas del destino, retazos del pensamiento obsesivo del personaje, y que se acercan al estilo faulkneriano como el uso de la cursiva para el cambio de punto de vista o el monólogo interior-, después de un matrimonio fracasado con el celoso Tignor, de tener que cambiar de identidad convirtiéndose en Hazel Jones y de arrastrarse por la vida hasta ser la amante del acaudalado Gallagher, logra el sueño de ver a su hijo Niley convertido en gran pianista y, a través de su correspondencia con su imaginaria prima Freyda, recogida en el epílogo epistolar, alcanza a descubrir que, a los sesenta años, parece haberse redimido por fin de una infancia traumática y de una vida que nunca fue nada más que una huida hacia delante ahogada en miedo.
La irónica A media luz (Middle Age: A Romance, 2001) pertenece a otra estirpe de la obra de Oates, la de la aguda observación social, la de la sátira de costumbres, disparada aquí contra las disolutas vidas de un puñado de mujeres (y hombres), maduros y apolíneos como maniquíes, que habitan un brave new world en un pueblo idílico cerca de Manhattan, tras la muerte como un héroe de su amigo (o amante) Adam Berendt, el carismático artista, el rey cuya desaparición hace que se muevan las demás fichas del tablero: la inquieta soltera Marina, la intachable Camille, la atractiva divorciada Abigail Des Pres y la voluptuosa Augusta Cutler. Nuevamente la desgracia creciendo desde el corazón de la felicidad, como en Niágara (2004). Nuevamente la crónica caricaturesca de papel couché con visos de soap-opera, un secreto por desvelar y moralina disfrazada de divertimento. Boccaccio lo pasaría en grande.
En La hija del sepulturero, novela de peso, cercana en virtudes y complejidad narrativa a Bellefleur (1980) o Qué fue de los Mulvaney(1996) a pesar de que no siempre halla término medio entre el sensacionalismo y la sensiblería, tanto como en A media luz, una novela ligera y de menor enjundia que funciona bien a pesar de no poder evitar dejarse llevar por los estereotipos de la sátira social, una inspirada Oates se consagra a la narración de esas beautiful maladies a las que se refiere Tom Waits, enfermedades del espíritu de los personajes que el narrador convierte en belleza merced a las argucias de su oficio y, en los mejores pasajes, a la magia del arte. -
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