miércoles, 15 de julio de 2009

Juan García Ponce / Jorge Ibargüengoitia

Jorge Ibarguengouitia en  su casa de Coyoacán, en 1958
Jorge Ibargüengoitia
Por Juan García Ponce
      Jorge Ibargüengoitia fue mi jefe cuando lo conocí. Para explicar esto, hay que hacer un poco de su historia personal en la que yo no participo. Él y Manuel Felguérez, amigos desde siempre, habían estudiado en el Colegio México con los hermanos maristas y la preparatoria en el que entonces se llamaba Colegio Francés Morales y que después fue el Centro Universitario México. Tiempos legendarios de la amistad de Jorge y Manuel. Jorge lo ha narrado muy sabrosamente en una entrevista a Manuel en la Revista Mexicana de Literatura, dirigida en aquel entonces por Carlos Fuentes, Emmanuel Carballo y Tomás Segovia, y en varios de sus cuentos. Jorge y Manuel eran boy scouts en el no menos legendario GrupoIII. Sin soñar en que algún día lo conocería personalmente, había visto en la revista Escultismo una fotografía de Manuel con uniforme de boy scout y el título “Scout Especialista en Especialidades”. Las especialidades eran unos triangulitos honoríficos de distintos colores, según el tema al que se refirieran, e iban desde ser especialistas en nudos, hasta en pistas o enfermería. Se ponían en la manga del uniforme y Manuel tenía trece de esas especialidades. Como boy scout en la lejana Mérida, pasó a ser uno de mis ídolos. ¡Eso sí que era saber! Después, mi familia y yo nos vinimos a México. Me inscribieron, claro está, en el Instituto México. En tanto, Jorge y Manuel se habían peleado con el jefe del GrupoIII con motivo de un Jamboree en Europa y se habían ido por su cuenta. Viajaron por gran parte de Europa ya no como scouts sino como turistas, pero utilizando tramposamente todas las ventajas que podía proporcionarles el hecho de presentarse como boy scouts. Pero el espíritu scout no se había perdido en ellos. Ya tenían edad suficiente para ser roberts. Formaron lo que se podía considerar un grupo disidente. Yo había seguido siendo scout en el grupo del Instituto México, pero éste tenia poco espíritu scout y no me gustaba. Me adherí inmediatamente al grupo de Jorge y Manuel, sobre el que me contó un amigo. ¡Ellos sí que conocían el placer de ser boy scouts! Y al mismo tiempo, Manuel era más atrevido en sus costumbres que Jorge, también más serio y menos irónico ­según dice en la entrevista. Nuestro primer campamento fue al Valle de las Monjas. En él, sin que Jorge y Manuel tomaran partido, nuestra patrulla se dividió, dirimiendo sus dificultades a golpes. ¡Era en serio un grupo independiente! Ser rudo, para Jorge y Manuel, era saber ser scouts; por lo demás, eran muy estrictos en las disciplinas propias del escultismo. ¡Cómo sabían de bien poner pistas, por ejemplo! ¡Con qué enormes fogatas preparadas por ellos nos protegíamos del frío! Jorge era delgado y serio hasta parecer triste, aunque no lograba disimular siempre su espíritu burlón, sobre todo para rebajar cualquier pretensión. Con nuestro grupo disidente emprendíamos actividades tan opuestas como ir al Ajusco o a Chachalacas, o sea, a las heladas montañas y al mar tropical. Luego, dejé de ver tanto a Jorge como a Manuel durante mucho tiempo.

      Tengo muy presente la siguiente vez que vi a Jorge sin que él lo advirtiera. Estaba apoyado entre unas columnas, con la pierna derecha doblada, el pie pegado a ella y un aire de superioridad inaudita. Fue en el Teatro Ródano y no me atreví a darme a conocer. ¡Tenía un aire tal de superioridad! Nuestros tiempos de boy scouts estaban lejos. Luis Basurto iba a dirigir en ese mismo teatro la primera obra de Jorge: Susana y los jóvenes. Todavía se estrenó una segunda obra suya sin que lo viera a él, pero sí la obra. Estaba anunciada en la cartelera con el título de El adulterio exquisito y la dirigía Álvaro Custodio. Ese adulterio no tenía nada de exquisito, más bien era una burla, y luego el mismo Jorge me contó que él nunca estuvo de acuerdo con la dirección y la obra se llamaba en realidad Clotilde en su casa. ¡Lo que los imbéciles como Álvaro Custodio pueden considerar comercial y lo que los jóvenes con buen gusto consideran temas adecuados para burlarse de una determinada situación en la que lo principal es la tontería provinciana y la cursilada! Pero nuevamente las dos coincidíamos, sólo que esta vez en secreto. Él ya era un escritor cuyas obras se ponían en escena y yo aspiraba a ser escritor. Otro espacio de tiempo sin verlo. Volví a hablarle cuando yo ya iba a la Facultad de Filosofía y Letras con la intención de aprender a escribir, sobre todo Teatro, y él era el maestro de Composición Dramática, ocupando el lugar que antes de irse de embajador tenía Rodolfo Usigli. Era un maestro poco teórico y con un sentido de lo que debía enseñarnos absoluto. La clase se daba en un rincón de la biblioteca, alrededor de una mesa. Nos encargó a sus pocos alumnos hacer una pequeña obra en la que un profesor se ligara a una alumna, y el texto que yo le entregué le gustó porque no tenía pretensiones y era muy real. Fue así, de Jorge, como recibí mis primeros elogios en tanto escritor. Después, él se fue a Nueva York con una beca de la Fundación Rockefeller. Dejó en su lugar a Luisa Josefina Hernández. Muchos de los que habían sido alumnos de la Facultad cuando estaba en San Cosme, homosexuales y no, estaban enamorados de ella. Según lo ha dicho después, Jorge no era la excepción. Luisa Josefina no sólo se quedó en su lugar durante su ausencia, sino definitivamente, quitándole el puesto. Yo también fui su alumno. Era extremadamente seductora como mujer y muy teórica como maestra. Igual que Jorge, me enseñó y ayudó mucho. Ya estaba casada con Alejandro Rossi cuando me dijo que cambiara el orden de algunas escenas en mi primera obra de teatro que fue estrenada. Antes, yo había ganado el Premio de Teatro Ciudad de México con El canto de los grillos. Jorge también había participado en ese concurso con Ante varias esfinges. Derroté a mi maestro. ¿Qué orgullo? No. Antes varias esfinges, que después leí, era mucho mejor. Pero Meche, a la que todavía no me decidía a hablarle aunque la admiraba a distancia, era amiga de Jorge junto con su amiga íntima Pili Tonda, y esperaba que Jorge ganara el concurso. Cuando ya le hablaba a Meche, poder decirle que había derrotado a Jorge sí que me dio orgullo. Meche también me contó que Jorge se quejaba ante ellas de que no lo tomaban suficientemente en serio. ¿Tenía ánimo vengativo Jorge cuando, sin saber que yo estaba enamorado de ella, decía de Meche: “A ésa la echó a perder Uranga”?
      Mucho después, pero antes de haberme casado con Meche, me encontré a Jorge una noche en el Cine de las Américas, no dentro del cine sino afuera. Conversando animadamente, nos fuimos a pie hasta su casa. Una larga caminata; a los dos nos gustaba mucho caminar. La diferencia entre esa época y cuando éramos boy scouts, fue que antes de llegar a su casa nos detuvimos en una cantina que estaba en Avenida Chapultepec y Niza. A su casa, un departamento en Avenida Chapultepec donde vivía con su madre y su tía, no entré nunca. Puedo decir aquí para presumir, que cuando yo no entraba a los concursos, Jorge ganaba siempre y siempre comentaba la oportunidad de su triunfo, porque, decía él, nunca tenía un centavo. Escribió innumerables obras de teatro, de las cuales algunas se llevaron a escena y otras no. Varias de ellas ­tres, creo­ fueron publicadas en un volumen en la colección Ficción de la Universidad Veracruzana. La última obra de teatro escrita por él fue El atentado. Yo ya era director de la Revista Mexicana de Literatura y él parte de la Redacción. Todo un número de la Revista Mexicana de Literatura estuvo dedicada a El atentado. Para algo se tienen revistas.
      La relación entre Jorge y yo nunca fue de maestro a alumno, ni siquiera cuando yo era boy scout y él fundó el grupo con Manuel Felguérez, sino de amigos con gustos parecidos y vicios semejantes. Nos gustaba caminar, beber, escribir, comer, y hasta las mismas mujeres. Dejo a la elección del lector cuáles son los vicios y cuáles los gustos. Él tenía un amor no correspondido por Luisa Josefina Hernández, yo un amor respetuoso por ella; a Jorge le gustaba Meche, yo hasta me casé con ella; Jorge fue amante ocasional de Michele, yo viví con ella mucho tiempo. ¿Podría titular a este intento de retrato de un amigo muerto Vidas paralelas? No. Nuestros caracteres eran diferentes, aunque nos hacían coincidir en muchas cosas. Jorge era serio a veces, entrañable siempre e irrespetuoso de todo lo establecido; cuando sus lectores lo consideraban humorista en tanto escritor, él decía que no había intentado eso nunca y era verdad: le bastaba con ser fiel al retrato de la realidad, a la que sabía juzgar con mucho acierto en el tono. Le agradaba comer bien y beber bien, le gustaban las mujeres y la amistad, odiaba al mundo moderno ­nunca aprendió a manejar, por ejemplo. Fue muy delgado de joven y describía con mucho humor la manera en que empezó a ser gordo, diciendo que lo primero que le engordó fueron los pies y la gordura fue subiendo. Y en efecto, hasta su muerte, su larga cara lo hacía parecer delgado.
      Cuando yo me fui a Nueva York, con la misma beca Rockefeller que él había tenido, ocupó mi lugar en la Revista de la Universidad como crítico de teatro. A mi regreso, seguí siendo parte de la Redacción de la revista, formándola, haciendo crítica de arte y de libros. Las críticas teatrales de Jorge eran verdaderas obras maestras. Redujo el teatro mexicano a su auténtica dimensión: la estupidez. Recuerdo una crítica sobre Landrú, de Alfonso Reyes, que escandalizó a Antonio Alatorre. Jorge usaba como título: “El Landrúcachondón de Alfonso Reyes”. Luego, Jorge empezó a escribir cuentos en la Revista S.nob, de la que Salvador Elizondo era director y yo director artístico, y además destacó por su habilidad para encontrar fotografías ridículas a las que les ponía pies que cambiaban su sentido dándoles un valor crítico en broma. Después se hizo novelista. Su primera novela, Los relámpagos de agosto, una sátira sobre la Revolución Mexicana que renovaba el género de la novela de la revolución, ganó el Premio Casa de las Américas, en Cuba, cómo lo había hecho antes su última obra de teatro: El atentado. Fue invitado a Cuba y publicó a su regreso sus impresiones de viaje en la Revista de la Universidad. El ensayo se llamaba: “La revolución en el jardín”. Y entre otras muchas cosas contaba que el primer día que salió a la calle descubrió que su atuendo era también el de los milicianos. Es cierto, Jorge era un especialista en ganar premios, pero para él esto era, principalmente, un alivio económico. Siempre hablaba de sus dificultades económicas, desde que intentó ser agricultor en Guanajuato con su madre y su tía, pero no como queja sino como chiste. Por otra parte, tener dificultades económicas es el destino de todos los escritores decentes en México.
      ¡Hicimos tantas cosas juntos! Ni modo, éramos parte de la misma generación, y nuestra generación fue muy activa. Puede decirse, aunque Jorge se burlaría de este término, que cambiamos la fisonomía de la cultura en México. Jorge inauguró un tipo de periodismo en su columna de Excélsior y escribió novela tras novela, convirtiéndose en un autor de éxito. ¡Tantos títulos! Durante años lo acompañó el proyecto de escribir sobre las Poquianchis y finalmente lo hizo; después realizó otra novela policiaca: Dos crímenes. Para entonces ya se había cambiado a Coyoacán; vivía en una calle que creo se llama Reforma Norte y sólo tiene una cuadra, da a Francisco Sosa y está junto a la plaza de Coyoacán. La casa era preciosa. La había diseñado él mismo, tenía dos jacarandas y hiedra en vez de pasto. En el primer piso, donde estaba la sala, el comedor y demás instalaciones, tenían un cuarto su madre y su tía; en todo el segundo piso estaba su cuarto-estudio. Afuera de la casa, mirando al jardín, había un banco de cemento a todo lo largo de ella, donde los invitados se sentaban a beber antes de pasar al comedor para gozar con los sabrosos y abundantes platillos preparados por su madre y su tía. A Jorge le encantaba ir de compras al mercado de Coyoacán. Recuerdo que una vez, con un grupo de gringos, Celia García Terrés, la mujer de Jaime, y él, nos llevaron a comer a un mercado. Los gringos se morían de asco después, cuando supieron que los sabrosos tacos que acababan de consumir eran de gusanos de maguey, de hormigas, mosquitos y otros insectos.
      Al escribir, Jorge era muy ordenado y meticuloso. Visitaba las librerías para ver en cuáles estaban sus libros, y cuando no los hallaba le reclamaba a Joaquín Díez Canedo, quien los editaba. También vigilaba las reediciones y cobraba con toda puntualidad sus derechos. Era serio escribiendo lo que para los demás eran bromas, y poco serio socialmente. Después de Las muertas, el libro sobre las Poquianchis que tardó tanto en terminar, dijo que iba a escribir una novela policiaca que le fuese fácil hacer. Luego comentó que esa novela fácil le había costado un trabajo horrible y que tardó más de dos años en poder escribirla de acuerdo con sus exigencias. También decía que como periodista pensaba que el talento para escribir artículos le duraría como tres meses. Siguió escribiendo hasta el golpe de Estado en Excélsior contra Scherer, organizado por Echeverría. Por supuesto, Jorge renunció. Empezó entonces a escribir artículos en Vuelta, la revista que después de ese mismo golpe contra Scherer provocó la renuncia de todos los miembros de Plural, cuando la dirigía Octavio Paz. Creamos Vuelta, mediante la rifa de un cuadro de Tamayo, como una respuesta a los cambios promovidos por Echeverría. Era natural que Jorge se pasara de nuestro lado. Hacíamos fiestas muy seguido, en casa de Juan Vicente Melo especialmente. Se me presenta en este instante el recuerdo de Jorge y yo caminando por la calle de Pachuca para ir al supermercado a comprar ron y la comida necesaria. Yo ya estaba separado de Meche y vivía solo en la calle de Tabasco, cuando una noche en la que estaba dispuesto a acostarme temprano, oí que me gritaban desde la calle. Eran Denise, ex esposa de Alejandro Jodorowsky y futura esposa de mi hermano Fernando, Michele, ex esposa de Salvador Elizondo, y Jorge, quien esa noche había leído sus confesiones profesionales en el Palacio de Bellas Artes, en la segunda parte de una larga serie llamada “Los escritores ante el público”. Denise tenía la costumbre de romper de pronto las reuniones haciendo que se visitara a alguien intempestivamente. Esa noche me había tocado a mí. Pasaron todos a mi casa, pero como yo tenía poco ron para servir, nos fuimos a la casa de Juan Vicente Melo, en los Edificios Condesa. Yo sospechaba que Jorge tenía algo que ver con Michele porque una vez ella había llegado a la casa de Jorge cuando yo iba a buscar un artículo de teatro para la Revista de la Universidad e hice mutis discretamente. Con Denise sabía que había tenido que ver porque se fueron juntos a Canadá. Para hacer el cuento breve, Denise y Jorge se retiraron de la casa de Juan Vicente y yo salí de ahí con Michele. Después, ya estando conmigo, Michele me contó que la que en verdad andaba con Jorge en ese momento era ella misma. Una vez tú escribiste, Jorge, al hacer una reseña de un estreno de Gurrola, que viste a muchas mujeres de tus amigos de parejas de otros amigos. Tú también practicabas esa costumbre. El caso es que cuando yo me quedé con Michele, Jorge ya hacía frecuentes viajes a San Miguel de Allende. Muy pronto se supo el motivo: él se trajo a vivir a México a Joy Laville. Hicieron una casa chica, estrecha y alta en el jardín de la de Coyoacán, y dejaron a su madre y a su tía como absolutas dueñas de la parte de abajo de la otra. Yo me enfermé y me fui a vivir a Ramón Corona. Jorge estuvo en esa casa varias veces; recuerdo una en especial, en la que nos fuimos ahí un pequeño grupo de amigos después de una exposición en La Casa del Lago. Tomamos muchos martinis secos esa noche. ¿Pero cuál noche no? Yo me cambié a Coyoacán, a tres cuadras de la plaza y muy cerca de la casa de Jorge, por tanto. Michele y yo fuimos a una fiesta en la nueva casa de Jorge con Joy Laville; una fiesta muy animada, aunque Jorge siempre se burlaba de Joy porque, como buena inglesa, era muy remilgosa al comer. Presenté por escrito una exposición de Joy en el Museo de Arte Moderno y todavía después hice un artículo sobre ella acerca de la misma exposición para la Revista de Arquitectura. Al ir a ver los cuadros de Joy para hacer la presentación, un domingo por la mañana, Michele y yo, al tiempo que veíamos los magníficos cuadros, nos tomamos ­en vez de los martinis secos que Jorge nos ofreció­ múltiples tequilas porque yo le dije a Jorge: “A esta hora, tequila”, y él y Joy estuvieron de acuerdo. Ellos tenían que irse a una comida después, pero con la animación de los tequilas estaban arrepentidísimos de tener que hacerlo. Cuando escribí el artículo para la Revista de Arquitectura, Jorge me comentó burlonamente que le gustaba mucho más que la presentación. Típico de él: un desconsiderado en todo lo concerniente a la literatura; tan discreto en todo lo concerniente a la vida personal.
      La madre de Jorge se murió. Él nos visitaba muy frecuentemente en esta casa de Alberto Zamora, siempre sin Joy. Después, muchas veces me comentó las terribles dudas de Joy y él sobre si debían meter a su tía a un asilo de ancianos. Nunca lo hicieron. La tía se murió y Jorge me contó que su velorio y entierro habían sido como del siglo pasado, con todos los viejos amigos de su tía como si tuvieran figurativamente la espada desenvainada y rindiéndole honores con ella. Estaba muy conmovido y feliz de su decisión de no haberla metido a un asilo de ancianos. Después empezó a pensar en abandonar esta horrible ciudad. Se burló mucho de los que le compraron la casa considerándolos unos imbéciles, simplemente porque no pensaban como él, que con el dinero de la venta se fue a vivir a París. Allá escribió Los pasos de López, su novela sobre Hidalgo; mucho antes, cuando todavía escribía teatro, había escrito una obra sobre la Independencia llamada La conspiración vendida para un concurso de Bellas Artes, ganando, por supuesto, el premio. Los pasos de López fue su última novela. Las noticias que tengo de Jorge en París son indirectas. Unos de los últimos amigos que lo visitaron ahí fueron Meche y Manuel, casados ya, pues las parejas seguían intercambiándose. Ellos me contaron que Jorge vivía en un departamento precioso en la Plaza Victor Hugo. Esa noche les dio de cenar ostras y champagne solamente, y se burló mucho de Joy porque no se comía las ostras. Se pusieron una borrachera absoluta, claro está. Jorge estaba muy contento porque ya tenía el proyecto de una nueva novela. Después Jorge tomó el avión con Marta Traba y Ángel Rama en el que murieron al estrellarse cerca de Madrid. Iban a un congreso en Bogotá. Me imagino a Jorge bebiendo en el avión. Aquí en México un periodista me entrevistó después de su muerte para que hablase de él. Conociendo la estupidez de algunos periodistas, le dicté el artículo hasta con puntuación y después, en conversación privada, él, con la característica estupidez de los periodistas en busca de comentarios sensacionalistas, me dijo que de Jorge sólo habían encontrado los zapatos. ¿Qué me importaba eso a mí, si lo decisivo era que Jorge ya no existía?




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