viernes, 20 de marzo de 2009

John Cheever / Islas momentáneas de felicidad

John Cheever

John Cheever

Islas momentáneas de felicidad


Antonio Muñoz Molina
20 de marzo de 2009

Uno quisiera ser capaz de escribir alguna vez un cuento a la manera de John Cheever. Un cuento no muy largo, entre diez y quince páginas, sin un argumento muy preciso aunque con personajes que dieran en seguida una impresión a la vez de rareza y de familiaridad, con una voz narradora cercana a ellos pero también poseedora de secretos que ellos ignoran y que los lectores no llegarán a conocer del todo, una voz que mantendrá el mismo tono cálido en la tercera que en la primera persona. El punto de partida no será muy llamativo; la superficie de la historia se mantendrá tersa hasta el final; habrá observaciones agudas sobre los gestos y los sentimientos de las personas, instantáneas sobre un paisaje o sobre la luz de una ciudad que tendrá una precisión trémula de polaroids; y poco a poco, según avance el relato, lo que parecía una observación realista de hechos comunes se habrá convertido en una fábula ligeramente siniestra o del todo pavorosa, o fantástica, y la claridad primera de los propósitos y de las vidas habrá derivado de manera más o menos visible hacia un abismo de ruina. En esas diez o quince páginas cabrá el arco entero de un destino; habrán sido la crónica de unos personajes suspendidos desde ahora en un recuerdo sin tiempo y sin embargo servirán como testimonio de una época recién pasada y ya remota.


Updike, que fue amigo suyo, cuenta que Cheever sentía que su vida era una equivocación, un pecado

John Cheever murió en 1982, pero su literatura pertenece a unos años que se han quedado mucho más lejos, los cincuenta, sobre todo, que ahora, gracias al cine, se han vuelto modernos; los años cincuenta en Estados Unidos, no la torva prolongación de la posguerra en la que algunos de nosotros nacimos. Cada época parece elegir la revisión visual de un pasado, la nostalgia de un periodo particular cuyos pormenores se vuelven poco a poco familiares en las películas y acaban filtrándose en parte a la vida cotidiana: después de The hours y Far from heaven los cincuenta han regresado plenamente a la imaginación contemporánea con el éxito de Revolutionary Road; y junto a las faldas de vuelo de campana, los cócteles y los cigarrillos, los coches de carrocerías fantasiosas, las amas de casa perfectamente peinadas y frustradas, vuelve también una parte de la literatura americana de entonces, al mismo tiempo que aquellos muebles y lámparas que ya nos parecían antiguos en los tebeos de nuestra infancia. Richard Yates, que murió pobre, olvidado y alcohólico en 1992, ha regresado a los anaqueles de novedades de las librerías gracias a la celebridad cinematográfica de Leonardo DiCaprio y Kate Winslet. Cuando John Cheever murió estaba en la plenitud de su prestigio, y si con los años su figura se había desdibujado un poco, su vuelta tiene en los últimos tiempos el vigor de una resurrección, de un ingreso perdurable en las historias de la literatura.

Dos tomos de sus historias y novelas acaban de aparecer en la formidable Library of America, lo cual equivale a una cierta canonización. Un volumen suculento de sus diarios que ya se había publicado en los años noventa vuelve a editarse en bolsillo. Y la última novedad es una biografía de casi ochocientas páginas escrita por Blake Bailey, que también, por cierto, es el biógrafo de Richard Yates. La cultura literaria en Estados Unidos adquiere un aire cada vez más crepuscular, según van debilitándose la palabra escrita y el hábito de la lectura, y los fantasmas tienen una presencia más poderosa que los vivos: en The New Yorker de esta semana la reseña de la biografía de Cheever viene firmada por John Updike, que debió de enviarla muy poco antes de morir.

Dice Updike: "Sus protagonistas errantes se mueven, en sus frágiles simulacros suburbanos del Paraíso, de una isla de momentánea de felicidad amenazada a otra". En la vida americana los simulacros de paraíso, suburbanos o no, tienen una vehemencia más exagerada que en ninguna otra parte, y uno no sabe qué le asombra más, si la distancia entre el simulacro y la realidad o el fervor con que las personas que lo practican se empeñan en creérselo, o al menos en fingir que no se dan cuenta de su inverosimilitud. Hay una perfección americana de las apariencias que ya es en sí misma una forma íntimamente exasperada de sinceridad; una impostura sostenida tan de corazón que parecería miserable desconfiar de ella. Uno la reconocería en las fotos familiares de John Cheever aunque no supiera nada de los horrores negros de su vida, aunque no hubiera leído el testimonio extraordinario de su hija Susan -Home before dark- o explorado esas páginas de los diarios en las que uno siente que está vulnerando secretos demasiado tristes y sórdidos, respirando el aire tóxico de un pozo. En algunas fotos la familia Cheever exhibe una normalidad tan perfecta, tan luminosa, que sólo puede ser una falsificación: el padre maduro y gallardo, con jerséis ligeros, con pantalones claros de lona; la madre sonriente, bien conservada, atractiva; los tres hijos de estaturas escalonadas, nacidos con los intervalos adecuados, con camisas de cuellos anchos y melenas de prudente modernidad de los años sesenta; y al fondo, al final de la ondulación del césped, entre los árboles, la casa noble pero no ostentosa del siglo XVIII, tan lejos de Nueva York como para asegurar una vida saludable en el campo, tan cerca como para encontrarse en la vibración de la ciudad tras un viaje confortable en coche o en tren.

Dice Ben Cheever que su padre era como un espía en su propio mundo. Acataba aquella normalidad con la fe que sólo sienten los grandes impostores y al mismo tiempo que se sentía encarcelado por ella vivía con el miedo de perderla si lo desenmascaraban. La casa no era del siglo XVIII, sino una imitación hecha en los años veinte; era verdad, según le gustaba recordar, que su familia se remontaba a los primeros colonizadores, e incluía clérigos eruditos y capitanes de veleros mercantes, pero también que su bisabuelo, su abuelo y su padre habían sido borrachos fracasados; amaba sinceramente la vida familiar, patinaba con gracia y ligereza y se enorgullecía de su destreza cortando el césped, pero al mismo tiempo era un borracho y un adúltero; cultivaba una austera elegancia de varón mujeriego y en sus diarios confesaba sus aventuras homosexuales. Updike, que fue amigo suyo, cuenta que Cheever sentía que su vida era una equivocación, un pecado. Según su hija Susan, la mesa del comedor familiar parecía un tanque de tiburones.

Pero en su vida, como en sus cuentos, el espanto no es la única verdad, y si la negrura nos afecta en ellos como una desgracia personal es porque siempre sucede en la cercanía de instantes de felicidad o belleza, o de posibilidades tan hermosas que no pierden su brillo aunque no lleguen a cumplirse. En El nadador un hombre ve en el cielo una montaña de cúmulos y piensa que parecen una ciudad vista desde lejos, a la que se llega en un barco, y piensa un nombre, Lisboa. Quien escribe unas líneas así es que ha conocido el paraíso

156 páginas. John Cheever: Complete novels: The Wapshot Chronicle / The Wapshot Scandal / Bullet Park / Falconer / Oh What a Paradise It Seems. Library of America. 960 páginas. The stories of John Cheever. Vintage. 704 páginas. Cheever: A life. Blake Bailey. Knopf. 784 páginas.

John Cheever : Collected stories and other writings. J. Cheever. Library of America.


* Este artículo apareció en la edición impresa del viernes, 20 de marzo de 2009.




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