miércoles, 26 de febrero de 2025

La balada del cuatro de febrero

 

"Tenía que escoger entre ser un líder y ser un político, en el sentido más tortuoso de la palabra, y Petro escogió ser un político": William Ospina.
"Tenía que escoger entre ser un líder y ser un político, en el sentido más tortuoso de la palabra, y Petro escogió ser un político": William Ospina.
Foto: EFE - Presidencia de Colombia
"Tenía que escoger entre ser un líder y ser un político, en el sentido más tortuoso de la palabra, y Petro escogió ser un político": William Ospina.

La balada del cuatro de febrero


William Ospina
16 defebrero de 2025

Tenía que escoger entre ser un líder y ser un político, en el sentido más tortuoso de la palabra, y Petro escogió ser un político.

"Tenía que escoger entre ser un líder y ser un político, en el sentido más tortuoso de la palabra, y Petro escogió ser un político": William Ospina.

Tenía que escoger entre apoyar a sus compañeros más abnegados y comprometidos con su causa, como Susana Muhamad, Gustavo Bolívar, Gloria Inés Ramírez, Juan David Correa, Jorge Rojas y Francia Márquez o apoyar a un alfil del viejo establecimiento, de la politiquería y de la astucia electorera como Armando Benedetti, y escogió a Benedetti.

Tal vez no está pensando en el presente sino en el futuro; no está pensando en el nuevo país que prometió sino en las nuevas elecciones; acaso siente que un proyecto de cambio ya no es lo suyo, o ha llegado a la extraña conclusión de que lo que le dio su triunfo en 2022 no fue la mística del Pacto Histórico sino la intervención decisiva de Armando Benedetti, y que por ello su compañía le es indispensable. Es a eso a lo que llaman pensamiento estratégico y real política.

Desde los tiempos de Samper, o acaso antes, la financiación de las campañas ha sido definitiva en nuestra historia. Y cuando no fue el dinero lo que a última hora decidió, fue la guerra, el poder de las guerrillas, el poder de los paramilitares, el poder de las mafias.

En cambio en las últimas elecciones sentimos que todo iba a ser definido por un voto de opinión. Nunca se había movilizado tanta gente rechazando la política tradicional, optando a conciencia por un cambio.

Estoy seguro de que en la campaña de Rodolfo Hernández lo que pesó no fue el dinero ni las alianzas políticas. Sé que movilizó un voto de opinión gigantesco, que fue ese voto de opinión el que dejó por fuera a los candidatos del viejo establecimiento, y la inversión de dinero fue mínima. Y también estoy seguro de que en la campaña de Petro, aunque se invirtió mucho dinero, la mística del electorado fue decisiva. Por eso me extraña que ahora digan que el triunfo de Petro se debió a Benedetti.

Petro tiene una idea absurda e infantil del oficio de gobernar: cree que consiste en dar órdenes y exigir resultados. Es una suerte de idea monárquica del poder, pero de una monarquía fantasiosa que no consulta la realidad ni la historia. Nombra a una ministra, le dice que hay que hacer una reforma agraria, y a los ocho meses le manda decir que está despedida porque la reforma no se hizo. Encarga a alguien de cumplir los Acuerdos de La Habana, se indigna de que no lo hagan, y cuando le informan que ese cumplimiento cuesta 120 billones y requiere un consenso político nacional, una suma de voluntades que nadie despertó, declara con asombro que hay compromiso pero que no hay dinero, y pasa a otra cosa.

Así se entiende que sus apariciones solo sean para hacer largos y digresivos discursos. Piensa tal vez que en esas variaciones sobre todos los temas de la tierra y del cielo van a encontrar sus funcionarios, el Estado, el país entero, toda la sustancia luminosa que orientará su trabajo, proveerá las soluciones y moverá las voluntades. Convencido de su poder taumatúrgico, no consigue entender que el cambio no avance, y llega a la conclusión inevitable de que sus colaboradores no le dan la talla.

Compara las incontables promesas que ha hecho con los resultados que pueden medirse, y termina pronunciando la desastrosa frase: “el presidente es revolucionario, el gobierno no”, con la cual pretende salvar su propia responsabilidad aunque haya que hundir a sus colaboradores. Es difícil concebir algo más irresponsable, desleal y soberbio. se entiende que sus apariciones solo sean para hacer largos y digresivos discursos. Piensa tal vez que en esas variaciones sobre todos los temas de la tierra y del cielo van a encontrar sus funcionarios, el Estado, el país entero, toda la sustancia luminosa que orientará su trabajo, proveerá las soluciones y moverá las voluntades. Convencido de su poder taumatúrgico, no consigue entender que el cambio no avance, y llega a la conclusión inevitable de que sus colaboradores no le dan la talla.

Compara las incontables promesas que ha hecho con los resultados que pueden medirse, y termina pronunciando la desastrosa frase: “el presidente es revolucionario, el gobierno no”, con la cual pretende salvar su propia responsabilidad aunque haya que hundir a sus colaboradores. Es difícil concebir algo más irresponsable, desleal y soberbio.

Así se entiende que sus apariciones solo sean para hacer largos y digresivos discursos. Piensa tal vez que en esas variaciones sobre todos los temas de la tierra y del cielo van a encontrar sus funcionarios, el Estado, el país entero, toda la sustancia luminosa que orientará su trabajo, proveerá las soluciones y moverá las voluntades. Convencido de su poder taumatúrgico, no consigue entender que el cambio no avance, y llega a la conclusión inevitable de que sus colaboradores no le dan la talla.

Compara las incontables promesas que ha hecho con los resultados que pueden medirse, y termina pronunciando la desastrosa frase: “el presidente es revolucionario, el gobierno no”, con la cual pretende salvar su propia responsabilidad aunque haya que hundir a sus colaboradores. Es difícil concebir algo más irresponsable, desleal y soberbio.

Y hay que ver cómo se retiró al final, sin mirar a nadie, para entender a la vez la magnitud de su delirio y el peligroso tamaño de su soledad. Ni siquiera alguien tan vanidoso como Trump trata con esa displicencia a sus colaboradores.

El sainete llenó al país de angustia y lástima, pero también fue pérfido. Porque hemos visto a un hombre que no vacila en sacrificar a sus amigos más leales y esforzados para salvar a un alfil impresentable que piensa que puede asegurarle alguna nueva ayuda. Sería absurdo pensar que esa ayuda tenga que ver con la perpetuación de su poder, tiene que ser alguna otra cosa.

Pero a estas alturas ya el país y su suerte se han perdido de vista. El país es ahora ese público que está frente a las pantallas, ante el que hay que hacer la pirueta demagógica de la transparencia, sirviendo en bandeja las cabezas de los “culpables”. Porque, ya se sabe, “solo el presidente ha cumplido”.

Pero ay, el sacrificio de los amigos es solo la mitad de la ceremonia: la otra mitad es la exaltación del gran socio político. Y así se redondea la fórmula perfecta: “todo se divide entre Benedetti y antiBenedetti”: en un plato de la balanza “los sectarios”, en la otra “la nueva oportunidad”, que curiosamente no ha tenido nadie más. Y entonces nos llega a la memoria la frase de Rodolfo Hernández: “¿Van a entregarle la chequera a Benedetti?”.

Porque también en esto hay dos opciones: o Benedetti es el dueño de los secretos de la anterior campaña, el que tiene al presidente cautivo de algo inconfesable, o Benedetti es el dueño de los arcanos de la próxima campaña, y de sus claves todavía indecibles.

“Mejor ganar sin pureza que perder con ella”, ha dicho un conocido caricaturista. A eso se llama pragmatismo. El proyecto sin duda debe ser muy grande, pero ya no parece ser cambiar el país. Será tal vez salvar el pellejo, o tal vez afiliarse sin restricciones a los viejos esquemas del poder, aunque haya que traicionarlo todo.

No, doctor Leyva. Tal vez no es en el alma de Sarabia o de Benedetti donde asustan.

https://www.elespectador.com/opinion/columnistas/william-ospina/la-balada-del-cuatro-de-febrero/

EL ESPECTADOR 



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