martes, 18 de julio de 2023

Philip Larkin / El lobo triunfal de la poesía británica

Philip Larkin

 

El lobo triunfal de la poesía británica

La 'Poesía reunida' de Philip Larkin que publica Lumen pone el foco en la obra de uno de los grandes poetas ingleses del siglo XX, que pese al éxito prefirió vivir como fracasado
 


Antonio Lucas
10 de julio de 2014

Pocos seres menos deseosos de éxito que el poeta británico Philip Larkin (1922-1985). Y, sin embargo, qué burlón fue el triunfo con él. Tres libros de poemas, tan sólo tres, lo auparon al peldaño del más popular de los poetas de Inglaterra. Aquel hombre enjuto, esquivo, extraño, ajeno, rechazaba el ruido, la gente y casi la luz. Pero unos y otros fueron haciéndolo ídolo. No concedió más que dos o tres entrevistas. No aceptó nunca leer en público sus poemas (aunque sí aceptó grabarlos). No tuvo discípulos, ni los pretendió. No atendía con entusiasmo a los lectores. Comprendió que el «sí» suma, pero el «no» multiplica. Y en ese territorio de desafectos enclavijó su vida.

Con todo eso como forma de habitar el mundo, Philip Larkin generó una poesía extraordinaria: meditativa, coloquial, cercana, culta. Publicó su primer libro en 1945, El barco del norte, donde pesa la melodía de William Butler Yeats y los poemas aún no tienen voz ni peso propio. Tampoco le importaba. No le importaba casi nada de nadie. Y continuó escribiendo. «La poesía debería comenzar con una emoción en el poeta y debería acabar con esa emoción en el lector. El poema no es más que un instrumento de transferencias», decía.

Harold Bloom lo incluyó en su selección de autores canónicos del siglo XX. Pero dejó en las generaciones de poetas del siglo XXI la posibilidad de su permanencia. Y Larkin se mantiene. La fundamental edición de su Poesía reunida, que en edición de Damián Alou publica Lumen, confirma que aquel escritor escaleno se mantiene en pie. El volumen repasa el ciclo de sus libros principales de madurez: Engaños (1955), Las bodas de Pentecostés (1964) y Ventanas altas (su último libro, publicado en 1974). Y con ellos, una selección de poemas dispersos. El inquebrantable admirador de T. S. Eliot y W. H. Auden encontró la senda después de leer a Thomas Hardy. Sus Poemas escogidos propiciaron un necesario volantazo en su obra. Y levantó el vuelo.

Pero la manera de madurar de Larkin no fue la trascendencia, sino la exigente levedad. Buscaba una poesía que se mantuviese en los confines de la vida. Que el lector no deba entregarse sin elección a una concepción de las palabras que no sea llana, que permita tener confianza en lo que siente. Más o menos, lo que Hardy le enseñó. Para eso se fue construyendo de una soledad extrema y extremada. Trabajó casi siempre como bibliotecario (nada más propicio para su faena de escaqueo). En Shropshire. En Leicester (donde conoció a su amigo Kingsley Amis). En Belfast. En Hull (su territorio hasta la muerte). Y por el camino, tres amores: Ruth, Monica Jones y Patsy Strang, mujer de otro bibliotecario (pasión por el gremio).

Larkin se mantuvo en las letras con esa voluntad del ajeno a lo literario de los que pretenden preservarse en la pureza. Incluso en la pureza del anonimato. De ahí también la prevención de tener que explicar su escritura: «Mis poemas se explican tan bien solos que cualquier comentario sería superfluo. Todos derivan de cosas que he visto, pensado o hecho, y dudo que entre sus temas haya nada de extraordinario». Lo interpreta bien el autor de esta edición, Damián Alou: «Larkin no disfraza nada, pues lo que a él le interesa es la verdad por cruda que sea. En la fotografía que nos propone de la vida no hay retoques ni embellecimientos. Es de un blanco y negro contrastado, casi quemado en algunas zonas, quizá porque intuía que, aunque la vida es en color, el blanco y negro es más realista».

Profundamente conservador. 'Thatcherista' sin fisuras. Defensor del jazz británico frente a los que consideran que la única autenticidad posible venía de Nueva Orleans. Desconfiado de la modernidad y el progreso. Misántropo por vocación («Me encantan esos americanos que se suben al tren en King's Cross con la idea de venir a darme la tabarra, y luego miran todos los transbordos que tienen que hacer y deciden ir a Newcastle a darle el día al poeta Basil Bunting», decía). Dueño de la vanidad inversa de quien rechaza cualquier distinción. Irónico a su modo.

Larkin dragaba la materia poética de lo inmediato. De lo gris. De lo limitado. De lo tópico. De lo vulgar. Refutaba el sentido en aquello que parecía no tenerlo. Pero con una hondura que estaba en la piel. En la superficie de las cosas. En lo que sucede sin más. «Y por debajo de todo, un anhelo de olvido:/ a pesar de las astutas tensiones del calendario,/ el seguro de vida, los programados ritos de fertilidad,/ la costosa aversión de los ojos a la muerte: por debajo de todo, un anhelo de olvido». Pero aún no hubo suerte, parece.

EL MUNDO

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