sábado, 23 de diciembre de 2017

Juan José Millás / El coleccionista de Barbies

JUAN JOSÉ MILLÁS: EL COLECCIONISTA DE BARBIES


El escritor y periodista aún no entiende cómo fue que alguien tan frágil como él pudo convertirse en uno de los narradores de habla hispana más celebrados del planeta (la gente ríe a carcajadas al leerlo o cuando lo escucha dando una conferencia). Unas muñecas Barbies atestiguan esta entrevista, en la que habla de su complicada infancia y de sus ambiciones, mientras se toma un té en el piso alto de su casa de Madrid



LEILA GUERRIERO



MADRID, 18 DE MARZO DE 2012 | 00:10





Es diciembre del año 2010. En uno de los salones de la Feria del Libro de Guadalajara, México, centenares de personas escuchan a un hombre de rostro impasible que, sentado en el estrado, lee una conferencia sobre su relación con el idioma español. La conferencia se llama Las Palabras, y el hombre, que tiene una leve y encantadora dificultad para pronunciar las erres, se ve obligado a detener la lectura cada pocas líneas porque la gente aplaude y ríe con escándalo. "De pequeño, no comprendía por qué mis hermanas, siendo chicas, comían garbanzos, en lugar de garbanzas, o por qué a los chicos nos daban remolacha en vez de remolacho. Construí un mundo imaginario en el que había aspirinos y aspirinas, las primeras para los hombres y las segundas para las mujeres. Y sillos y sillas, pues si le daban tanta importancia a la división sexual, lo lógico es que hubiera también asientos machos y hembras".
El hombre dice —lee— que está desarrollando un diccionario enciclopédico en el que da cuenta de su relación con las palabras y en el que relata la historia de cada una dentro de su cabeza: "Aborto: Cuando mi tía Maruja tuvo un aborto, abrí a escondidas el tomo correspondiente de la enciclopedia Espasa, que estaba en la habitación de mis padres, y busqué la palabra para ver qué rayos era aquello de lo que sólo se podía hablar en voz baja. Decía así: 'Cosa sobrenatural, estupenda, rara o caprichosa que está fuera de las leyes normales'. De modo que mi tía había tenido una cosa sobrenatural, estupenda, rara o caprichosa que estaba fuera de las leyes normales. Aquello me excitó, y aunque no conseguí verle a mi tía la cosa sobrenatural por ninguna parte, supuse que la ocultaba debajo de la ropa, y de la ropa interior para ser más exactos (...)". La gente ríe y aplaude y el hombre, autor de un corpus invencible de treinta y un libros, mentado como uno de los mejores prosistas españoles, detiene la lectura y la retoma, como cada vez, con un gesto histriónico perfecto: imperturbable. Cuarenta minutos más tarde, en otro salón de la feria, el hombre presenta el que, hasta el año pasado, fue su último libro, una novela llamada Lo que sé de los hombrecillos, y dice: "La literatura se divide en dos campos: el de los mamíferos y el de los insectos. El Ulises pertenece a los mamíferos, y la Metamorfosis a los insectos". Y, aunque habla profundamente en serio, la gente se ríe a carcajadas. Él, como si estuviera confirmando algo aprendido hace mucho tiempo, sonríe.




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—Mira, el otro día fui a un programa de televisión y me regalaron esta Barbie, porque alguien le dijo al conductor que yo soy coleccionista de Barbies.
—¿Pero tú coleccionas Barbies?
—No, pero el hombre lo hizo con tanta ilusión, que no quise contradecirlo.
Es 2011 y Juan José Millás está en la planta alta de su casa —un suburbio de Madrid cercano al aeropuerto de Barajas—, en un espacio aboardillado, bañado por la luz blanda de una claraboya, y que, como el cuarto contiguo, está rodeado de bibliotecas ordenadas alfabéticamente.
—Un día vino una periodista de una revista femenina y vio un par de Barbies que yo tenía aquí. Y entonces escribió "Millás colecciona Barbies". Y cuando fui a ese programa de televisión ya me regalaron esta Barbie. Y yo empecé a citar a Phillip K. Dick para justificar mi adicción a las Barbies. Porque me parecía feo decirle al conductor "No, mire, esto es un malentendido". Fíjate, pobre hombre, que había hecho esto con toda la ilusión. Y me fui con la Barbie. Que no descarto que me vuelva coleccionista, eh. Porque mira, ya tengo tres. Pero yo no lucho contra eso. La imagen pública es indomable. Yo tengo una página web. Ayer entré y había un mensaje de una mujer que decía "Estimado señor Millás, yo en realidad lo único que quiero es acostarme con usted". Yo nunca contesto, pero mucha gente entrará ahí y pensará que naturalmente yo me he puesto en contacto con esa mujer. Y cómo controlas tú eso. No hay manera de controlarlo.
Hacia fines de 2008, Wikipedia mantuvo, en la entrada que correspondía a Juan José Millás, una noticia biográfica que decía que el escritor se había separado de su primera mujer, la escritora Carmen Laforet, después de confesarle su homosexualidad en la noche de bodas, y se había casado con el también escritor Sándor Márai "en una boda sin muchos lujos en una playa en las islas Canarias". En noviembre de 2008, Millás publicó un artículo en la revista Interviú, acerca del affaire Wikipedia, que decía: "(...) Inmediatamente, busco en la misma enciclopedia la biografía de Carmen Laforet y, ¡maldita sea!, no aparezco como su esposo. Tampoco se me cita en la de Sándor Márai, pese a la intimidad que mantuve con él. (...) De repente, yo, un tipo simple, de vida cotidiana aburrida, resulta que he sido marido, sucesivamente, de Carmen Laforet y de Sándor Márai. ¿Qué me quedará por ver aún? ¿Qué otras hazañas realizaré a lo largo de mi vida?"
—Ya me habría gustado a mí estar casado con Sándor Márai. ¿Leíste sus diarios? Va a comprar una pistola, cuando se da cuenta de que en algún momento se va a tener que pegar un tiro, y el dependiente le da cincuenta balas y él le dice "no necesito tantas", y el dependiente le dice "no, es que vienen con la pistola". Y Márai se pone a hacer prácticas de tiro.
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La vida pueda resumirse así: nació en Valencia en 1946, cuarto hermano de una familia de nueve, hijo de Cándida y de Vicente, un perito industrial que, al trasladarse con toda la familia a Madrid, en 1952, se sumió en una miseria rampante. Llegó a Madrid a los seis años. Cursó el colegio secundario en un instituto brutal, donde los profesores eran pródigos en castigos físicos con sus alumnos, hasta que, a los 15, se negó a seguir allí y decidió ingresar al seminario, del que salió a los 18. Luego fue profesor en un colegio privado de las sierras. Luego se casó. Luego tuvo un hijo. Luego entró a la universidad para estudiar Filosofía. Luego dejó la universidad y empezó a trabajar en el departamento de comunicaciones de Iberia. Luego se separó. Luego se casó con Isabel Menéndez, con quien tuvo a su segundo hijo. Luego renunció a Iberia y se hizo escritor de tiempo completo. Puede resumirse así y, aunque eso no es la vida, Millás no deja, nunca ha dejado, ver mucho más.

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—Yo estaba en la mitad de todos mis hermanos. En un territorio de nadie, en una tierra de nadie. Los mayores iban al cine, pero yo era muy pequeño para acompañarlos. Y para los más pequeños yo era mayor. Estaba en la frontera, y era un niño raro. Y, con tanta gente como había en mi casa, yo estaba muy solo y soñaba con un espacio para mí. Con nueve hermanos, no tienes una habitación, ni siquiera un cajón donde meterte. Yo soñaba con estar solo, con ser hijo único.
En El mundo, una novela autobiográfica con la que ganó el premio Planeta en 2007, escribe, recordando su infancia en Madrid: "Como las habitaciones eran grandes y los techos altos, sólo notabas el calor en la parte del cuerpo expuesta a la estufa. Se daba el caso de tener la cara ardiendo y la nuca helada, o al revés. Era un mundo hecho a la mitad: teníamos la mitad del calor que necesitábamos, la mitad de la comida y el afecto que necesitábamos (...) De algunas cosas, sólo teníamos la cuarta parte, o menos".
—Tengo un recuerdo vago de haber empezado a disfrutar con algunas de las redacciones del colegio. Mi autoestima, que era muy baja en todas las áreas, en esto no. A partir de los 15 años, en el seminario, descubrí la gramática, tenía un profesor muy aficionado a la lengua, y ahí empecé a leer mucho. A los 18, ya volví a casa de mis padres.
Empezó, como quedó dicho, a estudiar Filosofía, pero dejó la carrera al tercer año y se fue a un pueblo, Miraflores de la Sierra, a dar clases en un colegio particular.
—Era una escuela para chicos que habían suspendido, y estuve un año viviendo allí. Me casé y vine a Madrid, donde estuve viviendo de clases particulares de latín y griego. Y luego entré en Iberia.
Entre una cosa y otra, y aunque no pensaba en vivir de la escritura, había publicado algunos libros. En 1974, con el primero, Cerbero son las sombras, ganó el premio Sésamo que incluía la publicación de la obra. Siguieron El jardín vacíoPapel Mojado (una novela juvenil que escribió por encargo y que tuvo un éxito rotundo); Letra muertaEl desorden de tu nombre, y La soledad era esto, una novela con la que, en 1990, ganó el premio Nadal.
—Pero yo no me consideraba un escritor. Entre mis ambiciones nunca había estado vivir de escribir. Mi modelo de escritor era uno que trabajaba de una cosa y, por las tardes, o cuando podía, escribía.
—¿Te abrumaba el trabajo en Iberia?
—Yo siempre he logrado que lo que tengo que hacer, me guste. Pero era una vida de oficina espantosa. Tomaba mucho optalidón, un antiácido que funcionaba contra las migrañas, y tenía un toque de barbitúricos. Yo me tomaba dos  y a los quince minutos entre la realidad y yo se interponía una especie de nube de algodón. Y te ponías budista. Me levantaba a las cinco de la mañana, escribía de cinco a siete, me daba una ducha y me iba a la oficina. Y me tomaba los optalidones. Me había hecho un poco adicto a eso. Yo sospecho que soy muy adictivo. Todos tenemos una droga que no debemos probar, que es aquella que está destinada a nosotros.
—¿Y sabes cuál es la tuya?
—Yo creo que para mí habría sido la heroína, y no probé nunca. Pero en 1993 yo ya había empezado a colaborar en El País y empecé a pensar en irme de Iberia. Quedarme allí era seguro, pero no iba a crecer. Pero claro, yo pertenecía a una generación que tenía esto de que ser artista no es trabajar. Entonces irme de Iberia me pareció muy difícil. Pero me fui y hubo momentos muy cómicos el primer año. Yo estaba con el pánico de que en cualquier momento me volviera tonto y dejara de conseguir trabajo. Estaba en casa, escribiendo una novela, y me llamaban. "Hola, somos de la revista mensual de la dirección general de tráfico, y tenemos una firma invitada. Queríamos que este mes esa firma fuera usted". Y yo decía "Sobre qué es el artículo". "Sobre los pasos de cebra". Pues bien. Allá iba yo. Luego, una revista de Mérida de los amigos de la caza: allá iba yo. Pasado ese primer año me di cuenta de que podía vivir de escribir y empecé a seleccionar, aunque ese primer año escribía los artículos más absurdos en los lugares más increíbles. Pero yo siempre he trabajado mucho.
Y mucho quiere decir mucho: escribe dos artículos por semana para El País (en los que tanto toca temas políticos como científicos como gramaticales como filosóficos); tres para periódicos regionales; uno para la revista Interviú, y los viernes tiene, en un programa de radio de la SER, una sección llamada "La ventana de Millás", donde anima a los oyentes a enviar relatos breves.
—Yo tengo horror vacui. Funciono mejor con un poco de estrés. Siempre he pensado que los escritores son muy vagos, porque si yo tengo una novela entre manos puedo trabajar en ella dos o tres horas diarias, más no. Si sólo me levantara para trabajar dos o tres horas, no lo soportaría.

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"No me doy lástima, sino curiosidad —escribió en El mundo—. ¿Cómo logró sobrevivir a todo aquello alguien tan frágil? ¿Cómo, me pregunto, logró salir adelante aquel conjunto de huesos, aquel puñado de carne que creció en el hueco de una escalera, en la oscuridad de un sótano?".
"Escribo por las mismas razones que leo, porque no me encuentro bien", respondió el 2 de febrero de 2011 a la pregunta Por qué escribe, planteada por la revista El País Semanal a escritores de diversas nacionalidades.

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—Hay dos momentos fundacionales en mi historia. Uno es un día en que tendría 14 años y estaba viendo un programa de televisión y de repente sale un tipo con un muñeco de su estatura, con el que juega, baila, lo pone sobre una mesa. Hasta que se descubre que el muñeco era la persona y la persona era el muñeco. Todavía se me ponen los pelos de punta. Y luego hay otro momento en que yo estaba mirando un muñeco que había en casa, un ciclista de lata que se le daba cuerda y pedaleaba. Y un día me di cuenta de que no eran las piernas del ciclista las que movían los pedales, sino la rueda la que movía las piernas. Ahora creo que siempre hay que mirar a otro sitio, desviar la mirada. Como cuando el mago hace así para que mires aquí, y tu tienes que mirar la otra mano. Con la realidad pasa lo mismo.
Durante sus años en el seminario desarrolló ciertas aptitudes de mago que abandonó después: fabricaba sus propios trucos, sus propias cajas de doble fondo. Hoy, cuando se le pregunta, por ejemplo, si es verdad que guarda las cenizas de sus padres en un armario, dice "eh, sí", y empieza a hablar de su primera novela; cuando se le pregunta acerca de las razones de la mudanza de su familia desde Valencia, donde estaban muy bien, a Madrid, donde fueron tan pobres, dice que hubo un lío familiar, y empieza a hablar de la España de posguerra. Cuando se le pregunta cómo fue, en su juventud, volver a vivir a casa de sus padres después de haber vivido años solo, dice, "fue muy siniestro", y empieza a hablar de su trabajo en la escuela de la sierra.

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Después de Iberia, los libros se multiplicaron: Primavera de luto y otros cuentos (1992); Ella imagina (1994); Tonto, muerto, bastardo e invisible (1995);Algo que te concierne (1995); Trilogía de la soledad (1996); No mires debajo de la cama (1999); Dos mujeres en Praga (2002); Los sueños se cumplen, Cuentos de adúlteros desorientados (2003), Laura y Julio (2006), El mundo (2007),Los objetos nos llaman (2008), Lo que sé de los hombrecillos (2010). Eso, sin contar los que recogen su obra periodística y, ahora, un  volumen monumental, llamado Articuentos completos (Seix Barral, 2011), que recopila textos breves en los que cruza el periodismo y la ficción: "Una chica estadounidense se tomó por juego una Viagra y tuvo una erección fantasmal —escribió en un articuento llamado 'Lo real'—. Pese a que los médicos han advertido que cuando el miembro permanece en tensión más de cuatro horas seguidas hay que acudir a un servicio de urgencias para evitar daños irreparables en el tejido de la uretra, la joven no fue al hospital hasta el tercer día, presa ya de unos dolores insoportables en el pene hipotético aparecido tras la ingestión de la pastilla eréctil. Dado que los facultativos no sabían cómo detener aquella erección inexistente, pasaron todavía unas horas preciosas antes de que al jefe de urología se le ocurriera proponer a la chica una eyaculación fantasmal para acabar con aquel caso de priapismo extravagante(...)".  ¿Sobre qué escribe Millás? Sobre la viscosidad de las apariencias, sobre el original y la copia, sobre la usurpación de la identidad, sobre los desdoblamientos. Laura y Julio, por ejemplo, es la historia de una mujer que echa a su pareja de casa y el hombre se instala, sin que ella lo sepa, en el departamento contiguo, que pertenece a un vecino que está en coma, y usurpa, de esa manera, la vida y la identidad del vecino. Lo que sé de los hombrecillos es la historia de un profesor universitario que entabla una relación perturbadora con un hombrecito hecho a su imagen y semejanza: "Estaba escribiendo un articulo sobre las últimas fusiones empresariales, cuando noté un temblor en el bolsillo derecho de la bata, de donde saqué, mezclados con varios mendrugos de pan, cuatro o cinco hombrecillos que arrojé sobre la mesa, por cuya superficie corrieron en busca de huecos en los que refugiarse". La narrativa de Millás está repleta de loops abismales. Su mundo es un laberinto de espejos, una cáscara recorrida por el humor que encierra un universo repleto de chirridos, de perpleja desesperación.

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—Mira, un día le pregunté a mi padre por qué la había comprado, y me respondió que eran momentos en los que el dinero se desvalorizaba muy rápidamente, y había que comprar cosas. "Bueno, me salvaste la vida", le dije.
Millás está sentado, con un tomo antiguo de la enciclopedia Espasa sobre su regazo. Fue por esa enciclopedia, durante un verano de aburrimiento calcáreo, allá en su infancia, que todo comenzó.
—Era muy pequeño y me puse a buscar aquí palabras raras. Y la primera vez que sentí que estaba frente a un texto literario fue leyendo aquí el artículo "Muerte", escrito en 1917. Explicaba cómo saber si alguien muerto estaba muerto de verdad. Un método era el de acercar una cerilla encendida al dedo gordo del supuesto cadáver. Y decía "Si se hincha y estalla, está vivo". Pero ese artículo terminaba con la historia que era la siguiente. Decía que un tipo de Segovia, cuya mujer estaba embarazada, tenía que hacer un viaje. Y cuando estaba haciendo noche en la primera posada llegaron unos mensajeros para avisarle que su esposa había muerto. Entonces el hombre regresaba a su pueblo, pero al llegar, ya la habían enterrado. El hombre pedía que le abrieran la tumba para despedirse, y, en el momento de abrir la tumba, se escucha el llanto del niño que está naciendo de la madre muerta. Y la historia terminaba con estas palabras literales referidas al niño: "Y vivió muchos años, llegando a ser alcalde de Jerez". Me he pasado la vida compitiendo con ese relato. Porque es imposible saber si es de humor o de terror. Yo creo que un texto es bueno cuando estás dentro de él y los recursos morales y estéticos con que te manejas habitualmente no te sirven. En ese texto, si te ríes te sientes mal y si no te ríes también. La extrañeza es natural a mí. Yo nunca me sentí normal. De niño, por ejemplo, recuerdo haber visto un rey mago un día de Reyes. Los niños tienen una capacidad para el delirio y parte de la educación consiste en quitarte eso. Yo no me sentía parte de esa familia. Me sentía como si formara parte de una potencia extranjera. Escribí una novela, llamada Letra muerta, en la que hay un tipo que pertenece a una organización revolucionaria y se mete en un seminario, infiltrado. Pero la organización se disuelve y él queda ahí dentro, y pasa el tiempo y nadie lo contacta. Todavía estoy intentando recuperar los contactos. Preguntándome quien me ha dejado aquí.


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Si su obra de ficción se mueve en la frontera entre la realidad y el delirio, buena parte su obra de no ficción navega en una zona de frontera, allí donde lo cotidiano empieza a ser extraño. En el año 2001 propuso a la revista El País Semanal una serie de reportajes que llamó Proyecto Sombra. Consistía —consiste— en pasar algún tiempo con una persona y escribir la historia pasada por el filtro de sus impresiones: de las impresiones de Millás. En 2001 publicó la primera, llamada "Un día con Paco". Paco era Francisco Marín, un hombre joven con síndrome de down que se dedicaba a hacer recados en la ciudad de Barcelona. "Francisco Marín tiene 21 años y un cromosoma más que yo —escribía Millás—. Vive en una localidad de la periferia de Barcelona (Hospitalet) desde donde cada mañana se dirige a la Fundación Catalana para el Síndrome de Down, en cuyas oficinas trabaja como auxiliar administrativo. Va y viene siempre solo, aunque el pasado 17 de enero una sombra estaba esperándole en el portal de su casa para seguirle durante toda la jornada. Esa sombra era yo". Siguieron "La vida de María", la historia desquiciante de un ama de casa; "Enfermos de afecto", la historia de Pilar García, una mujer bipolar de 53 años; "Un sueño en la cabeza", la historia de Pasqual Maragall, ex alcalde de Barcelona y presidente catalán, enfermo de Alzheimer. A finales de noviembre de 2010, Millás acompañó a un hombre —diagnosticado de un tumor incurable— durante el que iba a ser el último día de su vida. El artículo se publicó el 5 de diciembre de ese año, después de que el hombre, con la ayuda de la asociación Derecho a Morir Dignamente, llevaba más de una semana muerto.
—Una de las cosas que más me impresionó no la conté. Yo lo dejé por la noche y al día siguiente lo acompañaron unos de DMD y murió en torno a las cuatro de la tarde. Estuvo muerto hasta el día siguiente en la habitación, sin que nadie, salvo cinco personas, supiéramos. Y la idea de estar en el secreto de que había un hombre muerto en una habitación de un hotel de Madrid me impresionaba mucho. Me sigue dando muchas vueltas, pero no he conseguido saber qué pasa ahí, por qué era tan perturbador ese secreto.
"Mientras escucho a Carlos cuento el número de lámparas de la habitación, primero de izquierda a derecha y después de derecha a izquierda. Y debo obtener el mismo resultado; si no, sucederá una catástrofe. Se trata de un mecanismo antiguo, infantil, para combatir la angustia. Contar me libera. Por eso cuento también ahora los dedos de las manos de mi interlocutor, siempre en las dos direcciones. Y si se levanta para ir al baño, porque tiene incontinencia urinaria, cuento los pasos que da al ir y los que da al volver, y siento un gran alivio si su número coincide", escribió Millás. Por cosas como esas, muchos suponen que Millás es un hombre maniático, hipocondríaco y, por tanto, la última persona capacitada para hacer un artículo como ése.
—No soy hipocondríaco, pero un poco te lo piden. A la gente le gusta. Muchas veces viene un periodista con una idea previa y quiere que tú respondas a esa idea y dices "Bueno, por qué no, le voy a dar el gusto". Si ves que alguien te está pidiendo que le digas que eres claustrofóbico, pues sí, soy claustrofóbico. Yo creo que no soy hipocondríaco ni claustrofóbico, pero no me molesta responder que sí. Para qué te vas a molestar. ¿Colecciona Barbies? Pues sí, colecciono Barbies.
Y ahí está Millás, tomando un té en el piso alto de su casa. Un hombre perfectamente común, en una casa perfectamente común, con una vida común.  
—El otro día estaba viendo una serie que se llama Dexter. Un psicópata, un asesino en serie que es forense de la policía y solamente mata a gente mala. Hay un momento en el que dice "En Estados Unidos hay quince asesinos en serie, sueltos. Somos quince asesinos en serie que no nos conocemos, que no formamos una sociedad, que no hacemos congresos. A veces me pregunto cómo les irá a los otros". El descubrimiento de la lectura y de los escritores es un poco el descubrimiento de los otros asesinos en serie. Yo también a veces me pregunto cómo les irá a los otros.






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