miércoles, 2 de agosto de 2017

Sam Shepard / Te veré en mis sueños



Sam Shepard
TE VERÉ EN MIS SUEÑOS

N. del T: Te veré en mis sueños, apareció en Cruising Paradise
publicado por Knopf Edit., 1996. 
Las palabras destacadas en cursiva aparecen en castellano en el original.

Titulo originalI’ll see you in my dreams
Traducción: Martín Abadía
Fotos cedidas por ©Darren Knight [http://urbanshadow.net/blog/]

                                                                                                                                                                zzzz
Ella me contó que recién había recibido una llamada de un hombre llamado Esteban y que habían encontrado a mi padre muerto en la pequeña ciudad de Bernalillo. No lo habían encontrado en realidad, ya que murió de camino a Albuquerque y pudo vivir lo suficiente como para identificarse; pero estaba muerto de todas formas. Atropellado por un auto.
El viento batía las ventanas y la lluvia se agolpaba, golpeaba primero contra el cristal y luego bajaba. En la chimenea podías oler aún los fuegos anteriores. Fuegos de antes de que nos mudásemos.
Llamé a Esteban, el mexicano que ha pasado los últimos diez años cuidando de mi padre. Era arrendatario en el mismo complejo lúgubre en las afueras de Conejos y le había tomado cariño a mi padre desde que empezaron a hablar en español y a compartir una larga historia con la bebida. Su voz era desgarradora. Lo oía tratando de controlar el temblor en ella. Me contó que una semana atrás habían dejado en el buzón de mi padre un cheque de la ley de veteranos de guerra remitido por el gobierno. Un cheque que no esperaba. Mi padre no tardó en convertirlo en efectivo; fue al centro comercial para hacerse un corte de pelo al estilo militar, sacó una licencia para pescar en una armería y tomó un taxi hasta Pecos. Esteban lo había seguido porque le preocupaba esa cantidad de dinero en manos de un borracho profesional. Ya en Pecos, tuvo miedo de acercarse a él porque había entrado en una juerga continua. Según Esteban, se había enganchado con una mujer india llamada Matla y ambos iban a pescar truchas río arriba, con una botella de gin. Allí fue donde Esteban los perdió. Me dijo que estaba muy asustado como para seguirle el paso hasta las montañas, donde nadie vivía. Pensaba que podrían matarlo.
Evidentemente, esta mujer Matla y mi padre pasaron unos tres días pescando y bebiendo en el desierto de Sangre de Cristo y luego habían vuelto a Pecos para conseguir otro taxi que los llevara de vuelta a Bernalillo. Para el momento en que llegaron a la ciudad, Matla y el viejo ya no se llevaban tan bien. Fueron denunciados por haberse peleado a puñetazos varias veces en distintos bares. Eran fáciles de recordar: una mujer gorda de raza apache con los pies descalzos y un alto hombre fibroso de barba rojiza y corte de pelo militar, ambos enfurecidos por la bebida. Se trasladaban de un punto al otro de la ciudad y lo expulsaban de cada bar cuando el dinero se acababa. Fue entonces que mi padre se tambaleó hasta la mitad del camino y la muerte lo encontró.
La mañana siguiente tuve que ir hasta la ciudad para firmar un certificado oficial, dejando en claro que deseaba que lo cremaran. Me pareció lo más apropiado dado el mal estado en que había llegado el cuerpo. Estaban todos sus objetos personales apilados en una mesa de vidrio, esperándome para que los identificase: su billetera, su navaja, sus monedas, su licencia de pesca y una extraña piedra de color acero con un hoyo en el medio. Me enseñaron un informe por intoxicación que había hecho el equipo médico en Albuquerque, apuntando el nivel de alcohol en sangre y a un lado el máximo permitido. Había superado la media con creces. Había otras listas que detallaban fracturas, lesiones y traumas en el cuerpo. También columnas de números que daban cuenta de la cantidad de sangre perdida y de las transfusiones para reemplazarla. Oxígeno. Vendas. Tablillas. Cuellos ortopédicos. Hisopos. Algodón. Inyecciones. Todos los detalles de una emergencia y debajo, en números claros, el total de la cuenta. Me pidieron que firmase y verificaron que me haría responsable. Mientras tomaba la lapicera, el tipo a cargo del funeral empezó a recitar todas las opciones de entierros, sitios en el cementerio y lápidas. Como mi padre había sido piloto de la fuerza aérea, me decidí por el Cementerio Nacional en Santa Fe, y por un cajón común de pino, de una ocho pulgadas de espacio para sus cenizas.
Aquella tarde fui a pasar el día con Esteban quien aún estaba bastante conmovido. Me preparó en una taza de manija de loza un café instantáneo con crema en polvo. Nos sentamos en su pequeña habitación, frente a una fila de ajíes rojos y un crucifijo de madera colgado encima del televisor. Fotos de su hijo engarzadas por un hilo de piel de becerro, del que también pendía un almanaque de la dispensa del pueblo, anunciando puré de pollo. Esteban me contó en voz baja la premonición que había tenido acerca de la muerte de mi padre. Se lo veía venir: “Yo también era un bebedor, amigo. Oh, sí. Un bebedor duro. Muy, muy, muy duro. Muchas veces le había dicho esto a su padre, pero él no me escuchaba. Ya sabe cómo era él. No escuchaba a nadie. Yo le llevaba sopa de frijoles negros cuando sabía que no había comido por una semana o más. Podía saber cuando estaba en una de esas borracheras. No salía jamás y lo escuchabas cantar en español toda la noche. En voz alta. Le llevaba la sopa caliente hasta la puerta y salía a la ventana para gritarme como un perro. Gritaba que no necesitaba comer. ¡La comida es para los vivos!, gritaba. Me llamaba de un montón de formas horrendas. Palabras mexicanas. Y luego me arrojaba cosas, como botas o latas de cerveza. Así que sólo dejaba el tazón de sopa en la puerta; el salía y lo pateaba hasta el patio. A veces intentaba perseguirme, pero caía fácilmente. Si intentaba ayudarlo, me maldecía con el español más burdo, llamándome cabrón y cosas así. Sabía que era el trago lo que lo convertía en el diablo, así que nunca me tomé personalmente todo eso a pesar de que me hería mis sentimientos muchas veces. Intento recordar todos los buenos momentos que pasamos. Sobrios. Sentados en la puerta de enfrente, escuchando a los coyotes o a las voces, en la lejanía. Tenía una mente despierta, tu padre. Muy listo.” Los ojos de Esteban tenían un tinte azul-grisáceo, como los ojos de quien lentamente va quedándose ciego al contraer cataratas. Lloró silenciosamente por mi padre y se inclinó hacia delante en la silla, sujetándose el estómago con las manos. Extendí una mano y le acaricié la rodilla. Movió la cabeza y echó un suspiro de pesar. Sonó como un niño al llorar en sueños. “Lo voy a extrañar,” dijo. “Es difícil hacer amigos. Hacerse amigos. Muy difícil. La pasábamos bien. Nos reíamos. A veces cantábamos lo que pasaban por la radio. Su padre amaba la música. A veces 
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discutíamos por cosas tontas. Por Willie Nelson, por ejemplo. A él no le gustaba que Willie Nelson hubiese hecho tanto dinero con canciones que habían pertenecido a su infancia. Como “Moonlight in Vermont” y aquella otra – “Georgia”, esa misma. Esto lo enfurecía y yo le decía que por qué enfurecerse si estas canciones hacían feliz a la gente. Entonces él se cerraba. La furia se adueñaba de su rostro y decía que era una cuestión de honor. Ciertas cosas debían permanecer tal cual habían sido. Sagradas, usted sabe. Lo preciado, creo que dijo. Esa fue la palabra que usaba. Preciado. Y luego se quedaba como si fuese la última persona sobre la tierra en defender estas cosas. Moralmente obligado. Y luego, lentamente, yo trataba de cambiar de tema y le hablaba de algo que estuviese lejos de enfurecerlo, hasta que volviese nuevamente a respirar como un ser humano. Y compartiríamos una Coca-Cola y él armaría sus cigarrillos y los alinearía sobre la acera. Y reiríamos tontamente. Reíamos de nada. De una palabra o de una idea. Las cosas volvían a estar bien por un rato, y todo volvía a estar bien entre los dos.” Esteban se disculpó y me preguntó si quería un poco más de café, también disculpándose porque fuese instantáneo. “El café está muy caro en estos días.” Yo asentí y nos quedamos en silencio por un rato. Esteban se quedó duro en su silla y luego se río de una vieja anécdota. “Nos peleamos en otra ocasión. Fue divertido. Fue por la palabra “Chicano”. Su padre se rehusaba a usarla. Decía que se había pasado toda la vida llamando “Mexicanos” a mi gente, ¿cómo cambiarla por “Chicano” después de tanto tiempo? Me preguntó que significaba y le dije “Mexicano-Norteamericano” y él dijo que era muy confusa y que había sido inventada por los políticos o algo así sólo para confundir a la gente y separarla. Se rehusaba a usarla. Me llamaba “Paisano”, y a mí me gustaba. Yo lo llamaba de la misma forma. Éramos buenos amigos.”

Esteban me llevó hasta el apartamento de una sola habitación que había pertenecido a mi padre, al otro lado del patio, y me dejó allí, de cara a la puerta, en una pequeña parcela de césped. Me tocó el hombro suavemente y se fue. Permanecí ahí un rato, temeroso de entrar. El mismo miedo que me daba frente a su puerta cuando aún estaba vivo. El mismo miedo. Había un letrero junto a la puerta que decía en letras rojas: Perro Demente, con la caricatura de un bulldog que gruñía y que echaba espuma por la boca. Colgando del toldo verde de fibra, había una larga cortina hecha con el aluminio de las latas de cerveza descartadas, encajadas la una en la otra, tintineando en la brisa del desierto. Atravesé la cortina y abrí la puerta. No podía entender aquel miedo que me aceleraba el corazón mientras entraba en la habitación. Mi cuerpo entero vibraba a ese ritmo, como si él aún estuviese ahí, sentando en la mecedora desvencijada que yo le había traído años atrás, agachándose para tomar su monedero, rodeado de pilas de revistas y periódicos, con su radio negra metida en un cajón de naranjas haciendo sonar polcas mexicanas estruendosamente. Corrí las cortinas de plástico y el sol bañó las paredes, tupidas de fotos recortadas de revistas y pegadas con cinta-scotch: Bing Crosby con una pipa; Loretta Lynn; Dolly Parton; pastores ingleses corriendo por un océano de césped color esmeralda; la lápida de Hank Williams; burros cargando montones de cerámica y de leña; renacuajos de ojos amarillos aferrándose a los árboles de la selva; fotos enroscadas de mi hermana y de mí, vestidos de domingo en la feria, junto a las ovejas. Sobre la pequeña mesa que estaba frente a la mecedora había latas de atún abiertas y el tazón de la sopa de frijoles de Esteban. Pilas de National GeographicLook Life, cubriendo toda la mesa y formando un muy angosto pasaje que conducía al fregadero. Una lata de manteca de cacahuate sobre el suelo, llena de agua marrón hasta la mitad y atiborrada de colillas de cigarrillos. Pilas de cartas que escribía y nunca enviaba. Una de ellas dirigida a mí, cuyo final decía: “Quizás creas que esta gran calamidad que nos sucedió, el llamado desastre entre tu madre y yo, tenga algo que ver contigo; pero estás muy equivocado. Cualquier cosa que haya sucedido entre tu madre y yo fue estrictamente personal. Te veré en mis sueños.”

Mi tía, mi tío y mis dos hermanas llegaron a la casa al día siguiente. Nos sentamos frente a la chimenea y mi tío Buzz contó viejas historias de mi papá, niño aún, en la granja, en McHenry, Illinois, junto con sus otros cinco hermanos. Historias de cómo mi papá solía alejarse y perderse en las mazorcas de maíz. Siempre acababa pasando la noche en la granja de un vecino, Gyp, hasta que mi abuelo iba a recogerlo. Historias de cómo secretamente subían al granero para ver a las yeguas reproducirse cuando mi abuelo se lo había prohibido estrictamente. “Había un muchacho allí, creo que se llamaba Wilters, que tenía uno de esos mulos de cargas –ya saben, esos que tienen rayas que caen desde la espina- enorme, hijo de un gran semental. Pero bien, este Wilters ofrecía un servicio de cópula a domicilio a todos los del condado. Se veía estúpido con aquel sombrero de hongo y su traje negro, y ataba el mulo al parachoques trasero de su coche e iba de granja en granja, ofreciéndolo a cualquier yegua que pudiese soportarlo. Recuerdo a tu papá y a mí mismo mirando hacia abajo desde aquel lugar – debíamos tener unos ocho o nueve años. Les digo, eso era algo digno de verse. Nuestra primera visión real de la “hazaña”, saben. Y luego de que la yegua había sido ya asistida, el viejo Wilters se quitaba el sombrero de hongo y se lo pasaba a tu abuelo. Tu abuelo metía allí cinco dólares y Wilters volvía a calzarse el sombrero con el dinero adentro. Luego destapaban una botella y se la pasaban hablando de la cosecha y del precio de los granos. A veces teníamos que contener el aire para no estornudar y ser descubiertos en lo alto del granero. Nos quedábamos allí hasta que finalmente Wilter se iba con su viejo mulo trotando detrás del coche. “
Nos quedamos delante del fuego un rato largo y lentamente una sonrisa se dibujó en el rostro de mi tío. Sus historias eran pequeños enlaces directos al misterio de mi padre: “También tu abuelo era un bebedor empedernido. Dios, no podía apartarse del moscatel. Te he contado acerca de cuando estaba bajando hacia Columbine aquella tarde y vi aquella humareda saliendo de la ventana. La ventana de su habitación. Nubes inmensas de humo metiéndose entre los olmos. Derribé la puerta, subí las escaleras y allí estaba él, tranquilo en la cama mientras todo el colchón se incendiaba. Estaba ahí, mirando estupefacto. Lo cogí en mis brazos – por entonces, sabes, él pesaba solamente noventa libras, estaba bastante consumido – y lo cargué hasta el sofá de abajo para después subir una vez más y agarrar el colchón y lanzarlo por la ventana, sobre el césped. Bueno, en ese momento, tu abuela volvía a casa de la iglesia y yo estaba allí, empapando el colchón 
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con la manguera y ella se acerca dando zancadas –tú sabes como era- y me pregunta por qué mierda estaba arruinando un colchón en perfecto estado. Dije,Má, se estaba quemando – había un agujero enorme en medio de la maldita cosa – y, además, he salvado a su marido. Bueno, ella no quiso saber nada acerca de él. Le dije, Má, ¡salvé a Papá! ¡Lo salvé! ¡Estaba quemándose vivo! Y ella sólo resopló igual a como acostumbraba hacerlo siempre y se volvió por donde vino. Así era ella, sí.”
Al otro día nos vestimos y fuimos hasta al Cementerio Nacional, haciendo el largo camino empinado, atravesando acres de cruces militares de mármol, todas iguales, todas engalanadas con una pequeña bandera norteamericana. Vietnam. Segunda Guerra Mundial. Corea. Como campos de hileras de maíz, quietos entre curvas pronunciadas. Yo había pedido una de esas banderitas para su lápida, pero me dijeron que ya no quedaba ninguna dada la guerra de Vietnam, de modo que me decidí por un pequeña losa blanca, bien apostada en la tierra con su nombre, su rango y la fecha de su vida y de su muerte. Se formó un velamen cubierto por un toldo verde con ramos alrededor y algunas sillas plegables sobre la colina como servicio. No estaba lloviendo, así que el toldo teñía todos los rostros de luz verde. Hubo más concurrencia de la que yo esperaba. La mayoría alcohólicos o ex alcohólicos. Podías darte cuenta por los rostros demacrados. También gente del complejo de viviendas de mi padre, que lo habían conocido de una forma u otra. Gente simple. Muchos de ellos con las manos cruzadas a la altura de las muñecas, temerosos de tomar asiento, los ojos en la tierra. No reconocí a ninguno de ellos, a excepción de Esteban, quien me sonrió y luego bajó la cabeza.
Mi hermana menor y yo nos turnamos para leer algunos poemas de Lorca (el poeta favorito de mi padre) y yo inclusive me animé con un pasaje de la Biblia, pero me atraganté con la frase “Todo es vanidad” al verme por un momento entendiendo el verdadero significado de lo que leía. No pude hablar por un rato. No me salía nada. Mi cara toda temblaba y sentí el embarazo del cortejo. No me sentía avergonzado, sino atorado en un pesar que no podía encontrar expresión alguna. Permanecí allí, esperando que pasase, pero no fue así. Me atrapó por lo que pareció un tiempo bastante largo hasta que finalmente se disolvió lo suficiente como para permitirme terminar. Leí el resto del pasaje ya sin emoción, sin sentir una conexión verdadera con las palabras. Estaba contento de haber salido del paso.
El tipo a cargo del funeral se paró al frente, con saco gris y lentes oscuros, un completo extraño que se parecía más a un agente de CIA que a alguien que mediase por los muertos. Leyó el sermón militar ordinario del Gobierno de Estados Unidos. El mismo sermón leído delante de cada cruz en este cementerio. “…con profunda gratitud por los servicios prestados en la línea del deber…”  Luego me presentó una bandera norteamericana, doblada en triángulo – como es usual – y me dió la mano. Yo les di la mano a todos los presentes y abracé a personas que no conocía.
Mientras todos se iban, volteé hacia el velamen cubierto y vi el pequeño cajón de pino con las cenizas sobre la mesa plegable, abandonado allí, sin nadie alrededor. Me sentí conducido hacia él como por fuerza de gravedad, como si hubiese quedado algo sin terminar en aquella ceremonia. Al otro lado había dos chicanos metidos dentro de una excavadora, enfrente de la tumba abierta. Esperaban a que despejasen el lugar así podrían poner el cajón en el pozo y cubrirlo. Mientras me acercaba hacia ellos, se dieron vuelta y miraron fijamente la tumba, tratando de esquivar mis ojos. Levanté el cajón de pino, sorprendido por lo mucho que pesaba. Sólo las cenizas de un hombre muerto. Los enterradores me dieron la espalda y bajaron la cabeza. Agradecí que lo que hubiesen hecho.


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