miércoles, 26 de diciembre de 2012

Oscar Collazos / Pesadillas / La masacre de Bojayá


Oscar Collazos

Pesadillas

LA MASACRE DE BOJAYÁ
Diez años después

"A veces me sueño que estoy mirando el río y me parece ver a mi abuela y a mi hermanita venir en la panga", le confesó a la periodista Jineth Bedoya una de las sobrevivientes de la masacre de Bojayá. "Me estiran los brazos y yo también las quiero abrazar, pero cuando ya están frente a mí, los hombres armados que les están apuntando les disparan y las botan al río... Luego, el agua se vuelve toda roja. Ahí me despierto y me doy cuenta de que no era una pesadilla, es verdad."

Este no es sino uno de los dramáticos testimonios dados durante diez años por los sobrevivientes de la masacre. Hablan por las 119 víctimas de la atrocidad cometida por las Farc el 2 de mayo del 2002, cuando tomaron la demencial decisión de arrojar un cilindro bomba a la iglesia donde se refugiaban más de 500 personas.
Desde ese 2 de mayo se ha estado hablando de una masacre anunciada. Existía una alerta temprana sobre el riesgo que corría la población civil de la zona en los enfrentamientos de guerrilla y paramilitares. Y aunque esta negligencia no liberará a las Farc de su responsabilidad en otra atrocidad, Bojayá muestra, como ningún otro episodio, una combinación de la demencia de guerrilleros y paramilitares con la indiferencia inexcusable del Estado.

Las condenas impuestas hasta hoy a guerrilleros responsables de la masacre alcanzan individualmente hasta 36 años de prisión. Y son muchos los responsables condenados. Pero estas condenas no cierran el ciclo de la justicia, sino que lo abren más: la responsabilidad por crímenes atroces debe recaer en los cabecillas de la organización. En ninguna circunstancia, ni siquiera en un exigente marco de paz, es posible dejar impunes esta clase de crímenes, cométalos quien los cometa, a menos que se dé paso a la intervención de la justicia penal internacional.

Tampoco cierra el ciclo de la justicia el que la Nación haya sido condenada por no haber protegido a los habitantes de Bojayá, existiendo como existía en este caso una advertencia de la Defensoría del Pueblo. Los ridículos 1.152 millones de pesos pagados a los familiares de las víctimas cuantifican miserablemente un daño incalculable y legitiman una fórmula de "reparación" sin verdadera reparación.

No se trata de la cantidad. Si fuera mayor, no cambiaría tampoco el espíritu de la "reparación". Sería plata de bolsillo, seguramente bienvenida entre las víctimas, pero en ningún caso significaría una solución a la precariedad de sus vidas. Mucho más justa y de verdad reparadora sería la inversión social sostenida, la atención especializada a las víctimas aún enfermas de pánico e insomnio, el blindaje de una seguridad permanente, la garantía de que no van a ser obligados a otro desplazamiento.

Da rabia escuchar a maestros y estudiantes de la escuelita de Bojayá, como lo hemos podido escuchar en documentos audiovisuales publicados por este diario, pidiendo una humilde cancha de fútbol, implementos deportivos o computadores para estudiar. Mucha rabia da escuchar la súplica casi humillante de sobrevivientes y familiares que cifran en el Estado la última de sus esperanzas.

Bojayá, afrodescendiente e indígena, además de muy pobre, no ha dejado de ser vulnerable. "Ni en sueños quiero volver a vivir eso. Aquí solo nos ha quedado que uno impulse al otro para seguir adelante, porque mantenemos el pánico. Diez años después, ni los unos ni los otros se han ido", le aseguró a Jineth Bedoya otro de los sobrevivientes. "Ni los unos ni los otros se han ido", es cierto.

El Tiempo, 3 de mayo de 2012

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