jueves, 6 de diciembre de 2012

Martín Caparrós / Vida de pluma

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Martín Caparrós
BIOGRAFÍA
Vida de pluma

06 de diciembre de 2012

Sonaban los abrazos. En el lobby del Hilton de Guadalajara los abrazos eran tambores y rituales: los abrazos mexicanos son un baile difícil. Me llevó años pero lo aprendí: primero hay que decir fulanito qué gusto y estrecharle la mano como para romperla; enseguida –sin solución de continuidad, como en un solo movimiento–, hay que acercar el propio flanco derecho –costalar y sobaco, más que nada– al flanco derecho del coautor, en un gesto que podría ser algo así como un encuentro donde los frentes de los cuerpos evitaran recelosos el contacto; y, por fin, diligente, el paso atrás y de nuevo el estrechón de manos. Todo con grandes gritos de hombre qué gusto qué bueno verte cómo estás qué gusto, y las palmadas: lo que más suena son sin duda las palmadas.
Atronaban abrazos: en el lobby del Hilton de Guadalajara, escritores ambulantes se reencontraban con alborozo vocinglero, hombre qué gusto. Llevaban semanas, meses, incluso días sin verse: algunos desde aquel festival en Puerto Rico, ese encuentro en Madrid, el lanzamiento en Lima, la feria en Guanajuato, la charla suspendida en Bogotá; alguno, incluso, desde aquel premio en Cáceres. Pero todos guardaban, hondo en el corazón, el gozo de ser uno de ellos.
                                                    *                 *                 * 
Cambia, todo cambia –para que nada cambie, por supuesto. Hace justo veinte (20) años publiqué una contratapa de Página/12 que empezaba diciendo que la vida de escritor:
“La vida de escritor le llenaba el alma de iluminaciones. Sólo tenía algunos problemas a la hora de compatibilizar horarios, pero poco a poco fue descubriendo itinerarios inverosímiles que le permitían estar a las siete en el coctel de una fundación muy generosa en San Telmo, ocho menos cuarto en la presentación de una poetisa recién estirada en Belgrano y a las nueve en una cena en el centro, donde se anudarían alianzas fundamentales para la Cultura Nacional. Alguna vez pensó escribir una guía para estas odiseas, pero no era cosa de darle tanta ventaja a la competencia y, además, no se le ocurría nada original.
–El género de caminantes ya está completamente exhausto.
–Pero te queda la posibilidad de la parodia.
–Ay, por qué estarás siempre tan démodé...
Cuando publicó su primer libro tenía veintitrés años y tantas ideas que sólo esperaba que alguna vez dejaran de estorbarle en la imaginación; ahora, a los cuarenta y pico, disfrutaba de un nombre infaltable en congresos, cursos y encuestas de fin de año, ya no tenía que pintarse ojeras para parecerse a un maldito y nadie lo igualaba reconociendo orígenes y cosechas de los mejores clorhidratos, pero a veces no podía recordar si ese verso era de Keats o de Shelley. Algunas madrugadas se despertaba sudando de pavor.
No había perdido las ilusiones. Seguía creyendo que alguna vez escribiría una buena novela; mientras tanto publicaba libros para no perder el título y, de todas formas, había descubierto que las estudiantes de mirada lánguida y carnes de piedra sólo querían oírle recitar aquellas frases suyas que ya habían leído y que se resistían mucho más si trataba de cantarles algo que no supieran tararear. Era un hombre ordenado: cuando tardaban más de dos horas cuarenta en llevárselo al lecho las despedía con una sonrisa que supuestamente les troceaba el corazón. Las esperaba sin ansiedad: su contestador tenía una media de seis llamados por mes, lo cual no era tan malo en tiempos de crisis de la literatura, y el juego de ojos de los cocteles le deparaba una o dos más a la semana.
–Te digo que disfuté como una enana con El lógico hueso.
–Yo también.
–No sabés cómo me excité con los dos mapuches que se lamen mutuamente la salsa de arrayán.
–No. Me tenés que explicar.”
                                                    *                 *                 *
Eran otros tiempos. O los mismos, pero de cabotaje. Si algo cambió en la sociología de la literatura latinoamericana –o, mejor dicho: en la sociología tan menor de los escritores latinoamericanos– en los quince últimos años es la escala: ahora sus viajes pasan por aduanas. Un pelotón ha roto las fronteras. No son tantos, quizás un centenar: demasiados. Somos, de algún modo, el efecto de un mercado nuevo, inesperado.
Hace veinte años parecía que ese mercado había desaparecido: que escribir y publicar novelas era un deporte perfectamente solipsista, un negocio entre uno mismo y sus fantasmas y unos cuantos amigos. Nadie esperaba nuestros libros: los editores –eran pocos y grandes– no sabían cómo venderlos, los lectores –parecían cada vez menos– no se sentían interpelados, tan peludos. Yo hacía de necesidad virtud: me desafiaba, nos desafiaba a escribir sin justificaciones, sin escudarse en supuestos receptores; a escribir solo porque no había otro remedio u otro placer mejor; a escribir porque sí, música vana; a hacerse cargo de que eso que uno escribe es lo que puede, sin la excusa menor de lo que esperan otros.
Y después, de a poco, se fue armando un mercado y ese mercado produjo, de algún modo, un espacio latinoamericano que antes no existía, donde los escritores menores de 50 se conocen, se encuentran, se sienten parte de algo, de lo mismo. Es muy simpático. El sociólogo –¿existe todavía?– podría suponer que es un efecto del crecimiento de las clases medias en el continente, con su acceso a los consumos culturales que los ricos solían reservarse, con los viajes baratos y las comunicaciones indiscriminadas. Sea por lo que sea, lo cierto es que ahora todo parece más y más lleno de escritores y empezaron, extrañamente, a aparecer pequeñas editoriales que los o nos publican y empezaron, más extrañamente, a aparecer eventos que los o nos reúnen. Digo eventos: ni encuentros ni congresos ni discusiones; digo eventos, esa palabra tan contemporánea.
(Con los años había aprendido, sobre todo, a preparar un bolso para cinco días. Necesitaba dos pares de pantalones, un saco por si la mesa redonda era más seria que lo acostumbrado, la guayabera aquella que le había regalado la venezolana, la malla para la pileta, una camisa blanca para la fiesta más prometedora, media docena de libros propios para regalar a quien tocara, dos ajenos para poder comentarlos en las cenas, las pastillitas ésas. Había aprendido a hablar con las personas indicadas, los editores periodistas críticos organizadores a su vez de otros eventos; había aprendido a no comerse todo en el desayuno cada vez, como al principio; había aprendido los nombres de seis peruanos dos ecuatorianas una docena de chilenos 208 mexicanos un guatemalteco; había aprendido a quejarse de los cuartos de hotel aunque, todavía, solían ser mejores que el suyo de su casa: era sin duda un error que no podía durar. Había aprendido, sobre todo, a desplegar todo su encanto en esas mesas: a colocar la dosis justa de sarcasmo, citas, sonrisas displicentes, tedio disimulado y elogios zalameros que hacía las delicias de cada concurrencia. Era un león –una leona– de las mesas: un perfecto producto para eventos.)
Ahora, en Guadalajara, alguien dice que estos eventos son muy raros. Que ir a una feria como la FIL es como ir a un festival de cine sin entrar a ver las películas, solo las conferencias de prensa. Que es una gran movida montada alrededor del libro donde se venden libros, se compran libros, se contratan libros, se deciden libros, se comentan libros –pero, por supuesto, no se leen libros. En los eventos literarios la obra siempre está un poco más allá, telón de fondo; para vivir en los eventos literarios, los escritores han tenido que desarrollar habilidades que no tienen nada que ver con la escritura: esa acidez, esa dulzura, esa amargura, esa elocuencia, esa capacidad de brindar un buen show. En el congreso, esa forma tan antigua, los escritores se encontraban y discutían, a puertas cerradas, entre pares; en los eventos, tan actuales, los escritores le hablan en público a un público que no está legitimado para contestarles. De horizontal a vertical, todo un trayecto.
No es el único. Lo cierto es que ser un escritor de ahora tiene ventajas muy visibles. Así que se hizo cool, se llenó de chicos y chicas que quieren y que, con tal de serlo, incluso intentan algún libro. Y que los eventos son –junto con premios y subsidios– la base de ese inverosímil star system –aunque sea un star system sin stars– y que, gracias al sistema, hay más parejas multinacionales, pero la circulación de groupies se hace más complicada: duran, si acaso, lo que dura el evento –tres días, cuatro.
Y que, sin embargo, todos estamos muy contentos.
                                                    *                 *                 * 
Hace un par de años me invitaron a dar una charla en la Cátedra Roberto Bolaño de la Universidad Diego Portales, Santiago de Chile. Era, todavía, un espacio a la antigua: estudiantes y profesores, un monólogo largo y aburrido. Me saqué. Dije, entre otras cosas –y repito:
“Vivimos una época de gran mediocridad literaria, y nos complacemos en ella. No es desagradable. Los menos mediocres de entre nosotros –o quizás debería decir los más-, los que mejor nos adaptamos a esa mediocridad dominante, la pasamos bien. El mercado nos es propicio, nuestros libros mediocres nos procuran ingresos decentes, viajamos a giras de promoción, a ferias donde la prensa nos celebra, los editores nos invitan a restoranes caros, incluso asistimos a encuentros y congresos donde debatimos y enaltecemos lo que hacemos como si fuera literatura, aunque últimamente congresos hay cada vez menos, ahora en su lugar lo que hay son festivales –el libro en la sociedad del espectáculo–; todo lo cual nos da fuerzas para seguir produciendo más libros mediocres. Digo mediocres; quiero decir: sin ninguna ambición más allá de sí mismos. Escribimos libros que hasta pueden ser relatos bien armados, graciosos, estremecedores, sugerentes. Escribimos libros que pueden incluso captar ciertos rasgos del espíritu de la época, que muchos lectores pueden disfrutar, que se traducen en idiomas. Escribimos libros que también pueden incluir giros felices, frases bien ritmadas, estructuras astutas. Pero escribimos libros que sólo quieren ser leídos, que no pretenden más que eso; sobre todo, no intentan cambiar la forma en que se escriben y se leen los libros.
Nadie o casi nadie pintaría ahora con el trazo de Modigliani o de Picasso. Quizás esto suceda también porque la plástica no tiene mercado sino compradores: para que una obra se venda bien sólo se necesitan diez críticos y un coleccionista, todos muy educados. Para que un libro se venda bien se necesitan miles y miles de televidentes. Pero en cualquier caso nosotros seguimos haciendo lo mismo que hacían nuestros colegas hace 100, 150 años. Si alguien  pintara como Delacroix sería un idiota, alguien que escribe como Flaubert, con la sintaxis y las estructuras de Flaubert, puede ser un muy buen novelista contemporáneo. ¿Qué hace que nuestras novelas pertenezcan a nuestro tiempo y no a cualquier otro? ¿Que incluyan aviones y computadoras, drogas y marginalidad, sexo gay o amores a distancia, lo que sea? ¿Que incluyan ciertos gestos, chistes pop, los ecos suaves de la tele y las grandes disqueras? ¿O que precisamente no parecen de ningún momento? Nada en la forma, nada en la forma, es como si pintáramos una rave con el academicismo gran formato de Jacques-Louis David. ¿Vale la pena escribir para que haya un par de historias más dando vueltas por ahí? ¿O para asegurarse el alquiler de los dos próximos años? ¿O para girar y viajar a festivales? ¿O para que te pongan un micrófono adelante? Supongo que sí, si aceptamos que eso es mediocridad pura, que permitimos que la literatura deje de ser un arte. Que escribimos libros que nunca van a cambiar el modo de escribir libros o de mirar el mundo. Que somos tan honestos y tan prescindibles como buen zapatero.”
Vamos a los eventos, nos la pasamos bomba: somos casi felices, por un rato.






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