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Bologna, 2025 Foto de Triunfo Arciniegas |
Triunfo Arciniegas
MALANDROS
Bologna, 2 de abril de 2025
Hoy fue un día maravilloso, pero ayer no tanto. Hoy fui a la Feria del Libro de Bologna, hablé de negocios con tres mujeres que me interesan sobre manera, conocí al magnífico ilustrador Gabriel Pacheco y conseguí tres libros absolutamente preciosos. Comí con Alejandra Ramos y una traductora española en unas escaleras, frente a un patio repleto de gente que ama los libros.
Pero ayer, después del lujoso viaje del Frecciarossa, estuve buscando el hotel mucho tiempo. Me da pena decirlo: cuatro horas. Creo que recorrí a pie y con equipaje media ciudad. Debí tomar un taxi y punto. Pero no, el señor le dio por usar google maps y llegó a la puta mierda.
El tiempo que gané con el tren de alta velocidad que me trajo desde Roma, lo perdí por mi torpeza. Ni siquiera acerté a tomar un taxi cuando vi que la cosa me quedó grande. No sé si acá no tienen la sana costumbre de sentarse porque no encontré una “piazza” con bancas o algo parecido. Maldita sea. ¿Por qué ando tan perdido? Sospecho desde cuándo. Más o menos desde que nací. Si es que no estoy perdido desde una vida anterior.
No sé si estaba girando en redondo, como hace la gente que se extravía en la selva, o qué, porque siempre me faltaban treinta minutos para llegar a mi destino. Al fin le agarré el tiro al google y de pronto me faltaban veintinco y luego veintidós minutos. Y luego se me perdió el hilo. Una señora muy querida me orientó, contradiciendo a mi fuente anterior, el vendedor de revistas y periódicos que no entendió mi angustia. Tuve que retroceder hasta llegar a la Virgen y los árboles señalados por la mujer y desde ahí vi la luz al final del tunel: llegué a la famosa torre, que conocía de un viaje anterior, y encontré la tierra prometida en la via San Vitale. Alabados sean los dioses.
Caí muerto del cansancio y decidí seguir en la cama hasta otro día. Es decir, hasta hoy, pero entonces se me ocurrió la idea de salir a tomar unas fotos con los últimos minutos de luz y fui hasta Piazza Maggiore y Piazza Nettuno, territorios que recuerdo de otro viaje, cuando fui el amante de Bologna. Y de regreso, ya noche, me encontré con los malandros. Los vi a tiempo pero no había otro camino. Están trabajando en remodelaciones o mantenimiento de la ciudad y hay algunas calles cerradas. Eran dos. Altos, delgados, jóvenes pero no adolescentes, y estaban bebiendo. Uno de ellos se me acercó y dijo algo en italiano, señalándome el iPhone, que siempre llevo en la mano porque estoy a la caza de imágenes. Extendí mi otra mano para indicarle que se detuviera y no hizo caso. Elevé el tono porque era obvio que venía por el iPhone. Me le enfrenté con algunas de mis escasas y vulgares frases en italiano y el desgraciado me arrojó el vaso de cerveza a la cara. “Figlio di puttana”, dije. Era demasiado alto para darle un golpe y, además, contaba con la ventaja del guardaespaldas. Si hubiera logrado el milagro de derribarlo, el otro vendría al ataque. Me vi muy maltrecho.
Me dio tanto coraje. Por la impotencia y la humillación. Porque en la realidad uno no se desempeña con la velocidad y la gracia de los héroes de las películas. Cómo voy a terminar bañado en cerveza si no he hecho nada, me dije, si sólo pretendía seguir mi camino hacía el hotel sin ofender o molestar a nadie, si ni siquiera soy un borracho. El tipo no hizo más nada. Volvió donde estaba el otro. Recorrí mi breve arsenal de vulgaridades italianas y seguí mi camino, muerto de rabia. Antes de encerrarme en el hotel comí unas pastas con “frutti del mare” en un restaurante chino. Muy escasos frutos, por cierto.