Alice Munro, un elogio a través de sus obras
La escritora, acreedora al Premio Nobel de Literatura 2013, se distinguió por relatos breves de dimensión novelística que abarcaban décadas con intimidad y precisión. Murió a los 92
Gregory Cowles
14 de mayo de 2024
El primer relato de su primer libro evocaba la vida de su padre. El último relato de su último libro evocaba la muerte de su madre. Entre ambas obras, en 14 colecciones de cuentos y a lo largo de más de 40 años, Alice Munro demostró en un deslumbrante relato breve tras otro que los modestos detalles de la experiencia de una persona —sometidos a la alquimia del lenguaje, la imaginación y la agudeza psicológica— pueden ser materia prima de la gran literatura.
Y no de una persona cualquiera, sino una chica de pueblo. Importaba que Munro, quien murió el lunes por la noche a los 92 años, fuera originaria del área rural del suroeste de Ontario, pues muchas de sus historias, ambientadas en pequeñas poblaciones del lago Hurón o sus cercanías, estaban marcadas por las ambiciones de una brillante joven ansiosa por salir de ahí, una joven para quien nada está perdido. Está la narradora de “Chicos y chicas”, quien se cuenta a sí misma relatos para dormir sobre un mundo de oportunidades para que personas audaces exhiban valor, audacia y sacrificio personal. Está Rose, en ¿Quién te crees que eres?, quien gana una beca universitaria y deja atrás a su familia de clase trabajadora. Y está Del Jordan, de Las vidas de las mujeres —el segundo libro de Munro y lo más parecido a una novela que llegó a escribir— quien ve con recelo las costumbres provincianas de su pueblo mientras da los primeros y fatídicos pasos para convertirse en escritora.
¿Parece reduccionista o restrictivo sacar una especie de declaración de artista del título de ese libro temprano? No debería serlo. Sería difícil decir que Munro era una feminista doctrinaria, pero durante su carrera reveló con autoridad y dominio implacables que las vidas de las niñas y las mujeres eran tan ricas, tumultuosas, dramáticas y relevantes como las de los hombres y niños. Sus tramas estaban llenas de incidentes: la amenaza de un suicidio en el granero, el asesinato real en el lago, el encuentro sexual ambivalente, la dinámica de poder del deseo. Para una escritora cuyos títulos aluden de manera reiterada al amor (El progreso del amor, El amor de una mujer generosa, Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio), sus relatos eludían el sentimentalismo. Entre los pliegues de las majestuosas columnas en The New Yorker, donde fue una presencia constante durante décadas, era mucho más probable que describieran los trastornos y las consecuencias de rencores mezquinos, crueldades descuidadas y bajos impulsos que crecen como bolas de nieve: los chismes que importaban.
Las historias de Munro no transcurren en línea recta, sino como lo hace la mente. Da la sensación de que, si alguna vez un GPS le ofreciera una ruta más corta, la rechazaría. Capaz de dar giros vertiginosos en una frase o en un salto de frase, a menudo sus historias abarcaban décadas con intimidad y alcance; en parte a eso se referían los críticos cuando hablaban de la dimensión novelística que Munro aportó a la ficción breve.
Sus frases casi nunca se vanagloriaban, alardeaban o se aclamaban a sí mismas, pero tampoco tropezaban ni hacían estrépito: era una estilista rigurosa y precisa más que vistosa, escribía con control férreo y sus ambiciones no estaban puestas en el lenguaje sino en el tema y la estructura. (Fue una elección consciente: “Al inicio era propensa a la prosa florida”, dijo a un entrevistador cuando recibió el Premio Nobel en 2013. “Poco a poco aprendí a quitar mucho de eso”). Desde la mitad de su carrera, sus cuentos empezaron a ser más amplios y contemplativos, incluso ensayísticos; podía parecer que avanzaban sin rumbo hasta que llegabas a las últimas páginas y te dabas cuenta de que, en realidad, desde el inicio habían sido construidos de forma tan intrincada y astuta como un sudoku en donde cada pieza encajaba a la perfección.
Había un tono característico de Munro: escéptico, meditabundo, proclive a una ambigüedad crucial e ingeniosa que podía parecer singular del Medio Oeste estadounidense. Pensemos en “Ver las orejas al lobo”, que —en parte gracias a la adaptación cinematográfica de Sarah Polley nominada al Oscar, Lejos de ella (2006)— puede que sea el cuento más famoso de Munro. El relato detalla el descenso de una mujer a la senilidad y el intento de su marido mujeriego de aceptar que ella se haya apegado a un compañero de su residencia de ancianos. En este fragmento el marido está de visita y se enfrenta a los límites de lo que sabe y a la necesidad de hacer las paces con la incertidumbre. Es un pasaje característicamente munroviano:
Lo trataba con una benevolencia distraída y educada que a Grant le impedía hacer la pregunta más evidente, la más necesaria. No podía preguntarle si recordaba o no que hacía casi cincuenta años que era su marido. Tenía la impresión de que se sentiría incómoda; no por ella, sino por él. Se echaría a reír, nerviosa, lo mortificaría a fuerza de cortesía y perplejidad y se las arreglaría para no decir ni sí ni no. O bien lo diría de la manera más rotundamente insatisfactoria.
Al igual que su contemporáneo Philip Roth —otro escritor realista que se sentía cómodo desdibujando fronteras— Munro concibió tramas con varias capas de complejidad que eran explícitamente autobiográficas y al mismo tiempo estaban decididas a desviar o socavar ese impulso. Esta tensión encajaba a la perfección con sus temas frecuentes sobre la falta de fiabilidad de la memoria y la brecha entre el arte y la vida. Sus relatos rastrean los detalles de su experiencia vivida con fidelidad y astucia, de modo que cualquier intento de biografía desapasionada (en particular, el libro académico y sustancial Alice Munro: Writing Her Lives, de Robert Thacker, de 2005) resultaba a la vez invasivo y redundante. Munro estuvo siempre frente a nosotros.
Hasta que, de pronto, dejó de estarlo. El hecho de que permaneciera en silencio tras la publicación de su libro Mi vida querida en 2012, un año antes de ganar el Nobel, hace que su fallecimiento resulte aún más sorprendente: una segunda muerte, que recuerda su costumbre de volver a momentos e imágenes reconocibles en su obra. Volvió al menos tres veces a la muerte de su madre en la ficción, primero en “La paz de Utrecht”, luego en “Amistad de juventud” y de nuevo en el relato que da título a Mi vida querida: “Con quien de verdad hubiera querido hablar entonces era con mi madre”, pero ella “ya no estaba”, dice la narradora al final de ese cuento, en un epitafio que ahora se aplica igual de bien a la propia Munro.
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