lunes, 26 de julio de 2021

Anne Applebaum / El ocaso de la democracia / Fragmento

Anne Applebaum

Anne Applebaum

El ocaso de la democracia 

Fragmento


A lo largo de la historia, las pandemias siempre han implicado una expansión del poder del Estado: en los momentos en que la gente teme a la muerte, acepta medidas que —con razón o sin ella— cree que pueden salvarla, aunque ello entrañe una pérdida de libertad. En esta ocasión, en Gran Bretaña, Italia, Alemania, Francia, Estados Unidos y muchos otros países se impuso la opinión de que la gente debía quedarse en casa, de que era necesario hacer cumplir las cuarentenas y la policía tenía que desempeñar un papel excepcional. Pero en algunos lugares, el miedo a las enfermedades se convirtió, junto con otros aspectos inquietantes de la modernidad, en una fuente de inspiración para toda una nueva generación de nacionalistas autoritarios. Nigel Farage, Laura Ingraham, Mária Schmidt y Jacek Kurski, junto con los troles que trabajan para Vox en España o la derecha alternativa en Estados Unidos, ya habían abonado el terreno intelectual para que se produjera un cambio de esa naturaleza, así que pasó lo que tenía que pasar. A finales de marzo, el primer ministro húngaro Viktor Orbán promulgó una ley que le autorizaba a gobernar por decreto y permitía a su Gobierno detener y encarcelar durante cinco años a cualquier periodista que criticara las iniciativas oficiales para combatir el virus. No había ninguna necesidad de adoptar tales medidas, y tampoco ayudaban en nada a los hospitales húngaros que, como en Polonia, también se veían desbordados por la falta de inversión y la emigración. Pero el objetivo era utilizarlas como excusa para zanjar el debate. Los políticos de la oposición que protestaron fueron escarnecidos por los medios públicos, que los tildaron de ser «provirus».

Puede que estemos viviendo un punto de inflexión. Puede que mis hijos y sus amigos —y todos nuestros amigos, de hecho todos aquellos de nosotros que queremos seguir viviendo en un mundo donde podamos decir confiadamente lo que pensamos, donde sea posible el debate racional, donde se respete el conocimiento y la experiencia, donde sea fácil cruzar fronteras— se conviertan —nos convirtamos— en la encarnación de uno de los numerosos callejones sin salida de la historia. Quizá estemos condenados, como la brillante y multiétnica Viena de los Habsburgo o la creativa y decadente Berlín de Weimar, a vernos arrastrados a la irrelevancia. Es posible que estemos viviendo ya el ocaso de la democracia; que nuestra civilización se encamine ya hacia la anarquía o la tiranía, como temieron antaño los antiguos filósofos y más recientemente los fundadores de Estados Unidos; que en el siglo XXI llegue al poder una nueva generación de clercs defensores de ideas antiliberales o autoritarias, tal como hicieron en el XX; y que sus cosmovisiones, nacidas del resentimiento, la ira o arraigados sueños mesiánicos, triunfen. Quizá la nueva tecnología de la información siga socavando el consenso, dividiendo aún más a la gente y exacerbando la polarización hasta que solo la violencia determine quién manda. Acaso el miedo a la enfermedad acabe engendrando miedo a la libertad.

O también es posible que el coronavirus inspire un nuevo sentimiento de solidaridad global. Puede que renovemos y modernicemos nuestras instituciones. Quizá el hecho de que todo el mundo haya vivido las mismas experiencias a la vez —confinamiento, cuarentena, miedo al contagio, miedo a la muerte...— lleve a un incremento de la cooperación internacional. Tal vez los científicos de todo el mundo encuentren nuevas formas de colaborar al margen de la política. Acaso la realidad de la enfermedad y la muerte enseñe a la gente a recelar de los charlatanes, los mentirosos y los expertos en desinformación.Por exasperante que pueda parecer, debemos aceptar que ambos futuros son posibles. No hay ninguna victoria política permanente; nada garantiza la perdurabilidad de ninguna definición de «la nación», y ninguna élite de ningún tipo —llámense «populistas», «liberales» o «aristócratas»— gobierna para siempre. Desde la enorme distancia del tiempo, la historia del antiguo Egipto nos parece una monótona historia de faraones intercambiables; pero si la examinamos más de cerca veremos que incluye periodos culturalmente luminosos y épocas de despótica oscuridad. Algún día, también nuestra historia se verá así.

Empezamos este libro con Julien Benda, un francés que en la década de 1920 supo prever las turbulencias que deparaba el futuro. Permítaseme terminar con un italiano que en la de 1950 había vivido ya más turbulencias de las que suelen experimentarse en una vida normal. El novelista Ignazio Silone tenía exactamente la edad que yo tengo en el momento de redactar estas líneas cuando escribió «La elección de los camaradas», un ensayo en el que trataba de explicar, entre otras cosas, por qué seguía en política pese a haber sufrido tantas decepciones y derrotas. Silone se había unido al Partido Comunista, que abandonó más tarde, y hay quien cree que también pudo haber colaborado con el fascismo antes de rechazarlo. Había vivido guerras y revoluciones; había tenido ilusiones y luego se había sentido desilusionado; había escrito como anticomunista y como antifascista; había visto los excesos de dos tipos distintos de política extremista. Aun así, creía que valía la pena seguir luchando, no porque hubiera un nirvana que alcanzar, ni porque hubiera una sociedad perfecta que construir, sino porque la apatía era insensibilizadora y adormecedora, destruía el alma.

También le tocó vivir una época en la que la gente convivía, como lo hace hoy, con la extrema derecha y la extrema izquierda, con diferentes tipos de extremistas vociferando todos a la vez. Muchos de sus compatriotas reaccionaron declarando que «todos los políticos son unos granujas», o que «todos los periodistas mienten», o que «no puedes creerte nada». En la Italia de posguerra, esa forma de escepticismo antipolítico adquirió incluso un nombre, qualunquismo. Silone había visto las consecuencias. «Los regímenes políticos vienen y van —escribió— [pero] los malos hábitos permanecen»; y el peor hábito era el nihilismo, «una enfermedad del espíritu que solo pueden diagnosticar quienes son inmunes o se han curado de ella, pero a la que la mayoría de la gente es bastante ajena, ya que cree que corresponde a un modo de ser perfectamente natural: “Así ha sido siempre, y así seguirá siendo”».

Silone no ofrece ninguna panacea ni ningún antídoto milagroso, porque no existen. No hay ninguna solución definitiva, ninguna teoría que lo explique todo. No existe ninguna hoja de ruta que nos conduzca a una sociedad mejor, ninguna ideología didáctica, ningún manual. Lo único que podemos hacer es elegir con mucho cuidado a nuestros amigos y aliados —a nuestros camaradas—, porque solo con ellos, juntos, es posible evitar caer de nuevo en las tentaciones que ofrecen las diferentes formas de autoritarismo. Dado que todos los autoritarismos dividen, polarizan y separan a las personas en bandos enfrentados, combatirlos requiere nuevas coaliciones. Juntos, podemos hacer que antiguos términos a menudo malinterpretados como liberalismo vuelvan a significar algo; juntos, podemos luchar contra las mentiras y los mentirosos; juntos, podemos repensar cómo debería ser la democracia en la era digital.

Como los refugiados que luchan por alcanzar una meta lejana recorriendo una oscura senda, nos vemos obligados —escribe Silone— a abrirnos camino a través de la noche sin tener la certeza de si llegaremos o no a nuestro destino: «El cielo claro y antiguo del Mediterráneo, antaño lleno de brillantes constelaciones, está nublado; pero el pequeño círculo de luz que todavía nos queda nos permite al menos ver dónde poner los pies para dar el siguiente paso».

Me siento afortunada de haber pasado tanto tiempo con personas a las que les importa lo que sucede una vez dado ese paso.

A algunos la precariedad del momento actual les parece aterradora; sin embargo, esa incertidumbre siempre ha estado ahí. El liberalismo de John Stuart Mill, Thomas Jefferson o Václav Havel nunca prometió nada permanente. Los mecanismos de separación de poderes de las democracias constitucionales occidentales nunca han garantizado la estabilidad. Las democracias liberales siempre han exigido algo de los ciudadanos: participación, debate, esfuerzo, lucha...

Siempre han requerido cierta tolerancia frente a la cacofonía y el caos, así como cierta disposición a hacer retroceder a quienes crean cacofonía y caos. Siempre han admitido asimismo la posibilidad del fracaso; un fracaso que puede cambiar planes, alterar vidas y romper familias. Siempre hemos sabido —o deberíamos saberlo— que la historia puede volver a irrumpir en nuestra vida privada y reorganizarla. Siempre hemos sabido —o deberíamos saberlo— que ciertas visiones alternativas de nuestras naciones intentarían arrastrarnos consigo. Pero puede que, al abrirnos camino a través de la oscuridad, descubramos que juntos podemos oponerles resistencia.




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