Es con toda seguridad uno de los mejores pintores del siglo XX, aquel que supo captar la esencia de la soledad, la tristeza y el espíritu individualista de una sociedad en transición marcada por dos guerras mundiales y un cambio de valores. El norteamericano Edward Hopper pasó casi toda su vida viajando y por tanto se convirtió en ciudadano del mundo y recreador, a lo largo de toda su carrera, de los estilos americanos y europeos más cercanos al realismo, pero consiguiendo a muy temprana edad una visión propia sellada con escenas de paisajes, casas y personas de trazo destellante, hipnótico por su encuadre y realmente melancólico pese a sus vivos colores.
Precisamente, esa habilidad en la perspectiva hizo que Hopper tuviera entonces, y mantenga en la actualidad, una influencia indiscutible sobre el cine. Pero aquí no queremos hacernos eco de las numerosas teorías que a este respecto pueden encontrarse en cualquier sitio. Tras la visita a la estupenda exposición que sobre este pintor alberga hasta septiembre el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid, en Cinetario hemos querido traspasar las fronteras de su arte, y utilizar algunos de sus cuadros para fantasear sobre las escenas y planos cinematográficas que a nosotros nos recuerdan. Un ejercicio individualista y subjetivo con el que esperamos contribuir a aumentar su popularidad mediante lo que vimos plasmado a través de sus manos cinéfilas.
Casas y más casas. Tomadas en su totalidad o solo una parte de ellas pero casi siempre luminosas, sin gente, pero llenas de vida, a primera vista. Porque hay una excepción: mucha gente coincide en lo inquietante que resulta contemplar el cuadro "Casa junto a la vía del tren". Es como si ya hubiéramos estado allí antes, pero no. Más bien nuestra mente nos recuerda una lúgubre casa subida a una pequeña cuesta, y a una mujer asomada a una ventana: la madre de Norman Bates (Anthony Perkins) en Psicosis (1960), de Alfred Hitchcock. Justo arriba, donde empieza la sombra, comienza el terror.
El miedo pasa rápido. "La casa Lombard" de Hopper es un remanso de paz. La perspectiva es la misma, pero hay una valla, una pequeña pradera, un árbol seco. La melancolía se desprende por cada esquina, nostalgia de días pasados, que nunca volverán, aquella que rezaba el poema de William Wordsworth: "Nada nos devolverá los días de esplendor en la hierba" y que inspiró a Elia Kazan para dirigir el drama hipnótico-sexual protagonizado en 1961 por Warren Beatty y Natalie Wood. Acaso es ese hogar al que acude Dennie al final de su locura, para visitar a su antiguo amor.
Algo más sombría, oscurecida por las sombras de los árboles y por la caída de la tarde observamos la "Casa de Marty Welch". Ya no la vemos sola, en mitad del campo, sino formando parte de un vecindario, cercana y íntima, aunque vista desde fuera. Son esas las casas en las que se suceden una y otra vez los famosos melodramas de Douglas Sirk de los años cincuenta como Escrito sobre el viento (1956) o Sólo el cielo lo sabe (1955), a los que Todd Haynes rindió homenaje en el año 2002 con la fantástica Lejos del cielo.
La cámara se acerca, el sol sale e ilumina la terraza veraniega de una blanqueada casa estadounidense. Vemos los primeros personajes: una mujer mayor permanece sentada en posición de lectura, mientras una suntuosa joven, en traje de baño deja ver casi todo su cuerpo de manera sinuosa, asomándose y buscando a algo o a alguien. "Sol en el segundo piso" es el título del cuadro, pero en realidad nos encontramos a Kim Novak, esquivando la mirada autoritaria de su madre, mientras escudriña la calle en busca del recién llegado al pueblo, el rudo, el atormentado, el sensual y endemoniado William Holden, poco antes de compartir baile en la fabolusa Picnic (1955), de Joshua Logan.
El ojo de Hopper se vuelve curioso en "Casa al anochecer", donde el título nos desvela las dos composiciones, un frondoso bosque con la línea, ya parda, del horizonte, y en primer termino la toma, casi accidental, del último piso de lo que parece un bloque de apartamentos. Hay varias ventanas iluminadas pero el rastro humano solo aparece en una de ellas, mirando hacia abajo mientras nosotros la contemplamos a ella. Estamos ante el mito 'voyeur", mirones de lo ajeno, aunque sea cotidiano y sin peligro, como al principio se entretiene un escayolado James Stewart, espiando al vecino, en La ventana indiscreta (1954), de Alfred Hitchcock, antes de que Grace Kelly entre en su juego y pase a ser la observada, la casi víctima, la de la ventana.
Con una toma aérea como la que puede contemplarse en "La ciudad" de Hopper comienza uno de los thrillers de espías más inquietantes de todos los tiempos, La conversación (1974), de Francis Ford Coppola. Como el pintor, la toma del inicio de la película sobre una plaza de París es esquinada y misteriosa, sin que sepamos muy bien hacia donde dirigir la mirada, en qué lugar se encuentra el misterio de los susurros que estamos oyendo. Porque desde muy cerca, desde ese mismo edificio que aparece resaltado en el cuadro, Gene Hackman espía a dos enamorados que planean algo que no acierta a comprender pero que marcará su vida para siempre.
Uno de los cuadros más cinematográficos de Hopper es el grabado "Sombra nocturna", por su estilo story-board en el trazado cómic, y por la propia perspectiva, un encuadre superior amplísimo, casi aéreo, que muestra a un hombre solitario atravesando una calle con evidente sigilo, frente a dos casas, y a punto de encontrarse con la sombra de un poste (uno de los objetos fetiche de Hopper). Indudablemente, Orson Welles sujeta una cámara similar en Sed de mal(1958), con el mismo cuidado, mientras Charlton Heston acude en busca del caso más difícil de su vida; o Clint Eastwood se observa a sí mismo reviviendo su renegado pasado por una noche sin fin en Sin perdón (1992).
Abandonamos las casas para dirigirnos a la costa y allí encontramos "Rocas y mar", donde el pintor norteamericano plasma uno de los paisajes más evocadores de toda su obra y que muchos, ya no solo nosotros en este ejercicio de imaginería, identifican con el entorno de agua y gaviotas, en los alrededores de San Francisco, donde James Stewart y Kim Novak protagonizan uno de los besos más apasionados del cine, el de la obra maestraVértigo (1958), de Alfred Hitchcock. Sobre esta cuestión hay mucho escrito, pero en Cinetario volvemos a repetir una y otra vez esa mítica escena, llena de magia, de confusión y de angustia.
La "Puesta de sol ferroviaria" de Hopper es un cuadro de una belleza tan electrizante que es casi necesario recordar los varios anocheceres que el fallecido Richard Farnsworth recorrió, atravesando Estados Unidos en un cortacésped, para ir a visitar a su hermano en la sui generis Una historia verdadera (1999), de David Lynch. Pero en un cambio de registro no tan radical como pareciera, esta maravilla de paisaje podría ser igualmente uno las estampas del sol muriente que a Luis Ciges le gusta contemplar junto a su hijo adoptivo, sentados sobre una cumbre, en El Milagro de P. Tinto (1998), de Javier Fesser. No es broma, la escena es clavada.
Abrimos la puerta al interior y "De noche en la oficina" ofrece al espectador una de las escenas más curiosas del pintor. Dos personajes (una multitud, para la costumbres del artista): un hombre en una mesa de despacho, y una secretaria u oficinista voluptuosa que parece estar comentándole algo. La luz de las farolas nocturnas entra por la ventana, y bien podemos pensar que ambos trabajan duramente en un asunto importante. ¿Es una oficina de abogados? ¿De detectives? Abundantes en los años 40, antes de que Estados Unidos entrara en la Segunda Guerra Mundial, en ellas se inspiró Roman Polanski para crear el ambiente detectivesco de su homenaje al cine negro en Chinatown (1974).
"Habitación de hotel" es probablemente el cuadro más conocido de Hopper. La figura de la mujer solitaria, semidesnuda, sentada en la cama de una estrecha habitación, leyendo cabizbaja una carta, y rodeada por su triste equipaje, es la estampa misma de la soledad. Miles de escenas cinematográficas podrían identificarse con esta obra cumbre del pintor, pero en Cinetario hemos decidido convertir esa habitación en la celda de una cárcel, donde una Kate Winslet en la misma postura, y también sobre su cama, mantiene correspondencia con el joven amante que no conocía su terrible pasado, en la magnífica El lector (2008), de Stephen Daldry. Como en cada uno de los cuadros, sabemos el destino del personaje de la película, pero tampoco en este caso el de la pelirroja triste que Hopper inmortalizó para siempre.
Terminamos con otra faceta brillante del pintor, su papel como dibujante de cubiertas de revistas de los años 20. En este caso, elegimos una de las primeras, la del número de febrero del "Morse Dial" de 1919, una estética que recuerda la cartelería de entreguerras emanada del arte soviético de la propaganda. Un hombre corpulento, ensombrecido, sostiene un mazo en lo que parece la defensa obrera frente a las espadas amenazantes, una alegoría del carácter luchador y atormentado de Marlon Brando en la expiación que Elia Kazan quiso vomitar en La ley del silencio (1954), precisamente su justificación por haber declarado frente al Comité de Actividades Antiamericanas, la caza de brujas contra el comunismo. Otras cubiertas del pintor, evocando la entrada a los puertos de Nueva York pudieron servir igualmente a Martin Scorsese en su recreación de la vida porteña de la futura ciudad de los rascacielos. De cualquier forma, Hopper navegó por el cine, apenas casi sin saberlo, y con ello dejó imborrable la huella de su talento para mirar la luz, la figura humana, el paisaje, el mundo.
CINETARIO
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