Venezuela se desmorona
El país vive un tipo de implosión que casi nunca ocurre en una economía de rentas medias. Escasez, delincuencia, hambruna: escenas de la vida cotidiana en un Estado fallido.
MOISÉS NAÍM
FRANCISCO TORO
14 MAY 2016 - 17:58 COT
FRANCISCO TORO
14 MAY 2016 - 17:58 COT
Cuando un empresario venezolano que conocemos abrió un negocio
en el oeste de Venezuela, hace 20 años, nunca imaginó que un día se enfrentaría
a una pena de cárcel por culpa del papel higiénico en los baños de su fábrica.
Sin embargo, Venezuela sabe convertir lo inimaginable del pasado en lo
cotidiano del presente.
El calvario de Carlos comenzó hace un
año, cuando el sindicato de la empresa empezó a insistir en el cumplimiento de
una extraña cláusula de su convenio colectivo, según la cual los aseos de la
fábrica tenían que disponer de papel higiénico en todo momento. El problema era
que, dada la escasez creciente de todo tipo de productos
básicos (desde arroz y leche hasta desodorante y condones), encontrar un
solo rollo de papel higiénico era prácticamente imposible en Venezuela. Cuando
Carlos por fin logró hacerse con una cantidad suficiente, sus trabajadores,
como es comprensible, se lo llevaron a casa: encontrarlo en el mercado les
resultaba igual de difícil que a él.
El robo de papel higiénico puede
sonar a tomadura de pelo, pero para Carlos es un asunto grave: si no repone el
producto infringe el convenio colectivo, lo que expone a la fábrica al riesgo
de una huelga prolongada, que a su vez podría conllevar su nacionalización por
parte del Gobierno de Nicolás Maduro. Así las cosas, recurrió al mercado
negro, donde encontró una solución aparente: un proveedor capaz de entregar, de
golpe, papel higiénico para varios meses. El precio era alto, pero no tenía
elección: su empresa corría peligro. Por desgracia, conseguir suficiente papel
higiénico no acabó con el calvario de Carlos.
En cuanto la entrega llegó a la
fábrica, la policía secreta entró en escena. Se incautaron del papel higiénico
y afirmaron que habían desbaratado una importante operación de acaparamiento,
parte de la “guerra económica” respaldada por Estados Unidos que, según el
Gobierno de Maduro, es la principal causante de la escasez. Carlos y tres de
sus principales directivos se enfrentaban a un proceso penal y a una posible
condena de cárcel. Y todo por el papel higiénico.
Carlos es una de las personas reales
detrás de esas historias chistosas del tipo “no hay papel higiénico en
Venezuela”, que utilizan la crisis del país para conseguir risas y clics.
Pero a los venezolanos el giro siniestro que ha dado nuestro país no nos hace
ni pizca de gracia. El experimento del “socialismo del siglo XXI” propuesto por
Hugo Chávez, el autodenominado paladín de los pobres que juró
repartir la riqueza del país entre las masas, ha sido un cruel fracaso.
Los
países en vías de desarrollo, como los adolescentes, son propensos a tener
accidentes. Se diría que casi esperamos que tengan una crisis económica, una
crisis política, o ambas, con cierta regularidad. Las noticias que llegan de
Venezuela —como la escasez de productos básicos y, más recientemente, los
disturbios provocados por apagones, la imposición de una semana laboral de
dos días para los funcionarios, supuestamente para ahorrar energía, y una
campaña para expulsar al presidente que cobra cada vez más impulso— son tan
funestas que resulta fácil tacharlas como uno más de esos episodios
recurrentes.
Pero eso sería un error. Lo que
nuestro país está viviendo es algo monstruosamente único en los tiempos que
corren: ni más ni menos que el hundimiento de un país grande, rico,
aparentemente moderno y democrático, a solo tres horas en avión de Estados
Unidos.
En los últimos dos años, Venezuela ha
vivido ese tipo de implosión que casi nunca ocurre en un país de renta media a
menos que haya una guerra: las tasas de mortalidad se disparan; los servicios
públicos se desmoronan uno tras otro; la inflación de tres cifras ha
sumido a más del 70% de la población en la pobreza; una oleada de crimen
incontrolable obliga a la gente a permanecer encerrada en sus casas; los
consumidores tienen que hacer cuatro o cinco horas de cola para comprar; los
recién nacidos, y también los ancianos y enfermos crónicos, mueren por la falta
de medicamentos y aparatos sencillos en los hospitales. Ahora hay una auténtica
hambruna en el país.
Las dimensiones de la decadencia se retroalimentan, creando un ciclo para el que no hay solución
¿Pero
por qué? No es que al país le falte dinero. Sentado sobre las reservas de
petróleo más grandes del mundo, el Gobierno dirigido primero por Chávez y desde
2013 por Maduro ha recibido más de un billón de dólares en ingresos derivados
del crudo a lo largo de los últimos 17 años, y no ha tenido que enfrentarse a
ninguna restricción institucional sobre cómo gastar esa bonanza sin
precedentes. Es cierto que el precio del petróleo lleva un tiempo
cayendo —un riesgo que todos preveían, y frente al que el Gobierno no se
preparó—, pero eso difícilmente puede explicar lo que ha ocurrido: la implosión
de Venezuela empezó mucho antes. En 2014, cuando el petróleo seguía vendiéndose
a más de 100 dólares el barril, los venezolanos ya se enfrentaban a una
importante escasez.
El
auténtico culpable es el chavismo, la filosofía imperante nombrada en
honor a Chávez y perpetuada por Maduro, y su asombrosa propensión a la mala
gestión (el Gobierno despilfarró los fondos estatales en inversiones
descabelladas), la destrucción institucional (primero Chávez y luego Maduro se
volvieron más autoritarios y paralizaron las instituciones democráticas del
país); las decisiones políticas sin sentido (como los controles de precios y
divisas) y el hurto puro y duro (la corrupción ha proliferado entre un sinfín
de mandatarios y sus familiares y amigos).
Un
buen ejemplo son los controles de precios, que se aplican a más y más
productos: alimentos y medicamentos vitales, sí, pero también baterías de
coches, servicios médicos, desodorantes, pañales y, cómo no, papel higiénico.
El objetivo aparente era controlar la inflación y hacer los productos
asequibles para los pobres, pero cualquiera con unas nociones básicas de
economía podría haber previsto las consecuencias: cuando los precios se fijan
por debajo del coste de producción, los vendedores no pueden permitirse reponer
los estantes. Los precios oficiales son bajos, pero es un espejismo: los
productos han desaparecido.
Cuando
un país está en pleno proceso de hundimiento, las dimensiones de la decadencia
se retroalimentan, creando un ciclo para el que no hay solución. Los regalos
populistas, por ejemplo, han fomentado el ruinoso flirteo de Venezuela con la
hiperinflación, y el Fondo Monetario Internacional prevé que los precios suban
un 720% este año y un 2.200% en 2017. El Gobierno prácticamente regala la
gasolina: según los tipos de cambio del mercado negro, con un billete de 100
dólares se puede comprar suficiente combustible para dar la vuelta al mundo 11
veces a bordo de un Hummer H1. Es el mismo tipo de política descabellada que ha
sumido al Estado en una escasez de fondos crónica, obligándolo a imprimir cada
vez más dinero para financiar sus gastos, lo que espolea aún más la inflación.
Más útil que el debate teórico sobre las fuerzas profundas que han destruido la
economía de Venezuela, desgarrado su sociedad y arrasado sus instituciones es
ofrecer algunos relatos que ilustran una crisis humanitaria por la que nadie
rinde cuentas.
¿QUIÉN
MATÓ A MAIKEL MANCILLA?
A
sus 14 años, Maikel Mancilla llevaba seis luchando contra la epilepsia. Su
enfermedad estaba más o menos controlada gracias a la lamotrigina, un
anticonvulsivo corriente para el que se necesita receta. Conseguirlo era desde
hace tiempo una lucha para su familia, pero a medida que aumentaba el desfase
entre el coste real del fármaco y el precio máximo que las farmacias podían
cobrar, encontrarlo se volvió imposible.
El
11 de febrero, la madre de Maikel, Yamaris, le dio la última pastilla de
lamotrigina que había en su botiquín; a ninguna de las farmacias a las que
acudió le quedaban anticonvulsivos. Yamaris recurrió a las redes sociales —que
actualmente en Venezuela están repletas de gente desesperada en busca de unos
medicamentos que escasean—, pero no hubo suerte. Durante los días posteriores,
Maikel sufrió una serie de ataques epilépticos cada vez más graves, ante la
mirada impotente de su familia. El 19 de febrero, a la 1.15 de la madrugada,
murió a causa de una insuficiencia respiratoria.
El hundimiento del sistema sanitario y la escasez de medicamentos se cobran vidas todos los días
El
caso de Maikel no es único. El hundimiento del sistema sanitario y la
escasez de medicamentos se cobran vidas todos los días. Los pacientes
psiquiátricos que sufren esquizofrenia tienen que apañarse sin antipsicóticos.
Decenas de miles de pacientes seropositivos se las ven y se las desean para
encontrar los antirretrovirales. Los enfermos de cáncer no disponen de
quimioterapia. Incluso la malaria —que prácticamente había desaparecido de
Venezuela hace una generación y se puede tratar con medicamentos baratos— ha
regresado con resultados mortíferos.
EL PILOTO DE CARRERAS
Mientras
los venezolanos morían por la falta de medicamentos básicos, su Gobierno
socialista radical gastaba decenas de millones al año para que su
compatriota Pastor Maldonado compitiese en el circuito mundial de
Fórmula 1. Maldonado, amigo de las hijas del presidente Chávez, solo logró
ganar una sola carrera en cinco años de competición. Así y todo, la petrolera
estatal de Venezuela, PDVSA, gastaba más de 45 millones de dólares al año para
que Maldonado siguiese corriendo con su logo. Este año, Maldonado, cuya
costumbre de estrellarse una carrera sí y otra también acabó valiéndole el
apodo de Crashtor, se vio obligado a abandonar el circuito de
Fórmula 1, cuando PDVSA no pudo aportar el dinero del patrocinio.
La
generosidad de Chávez y Maduro con el petróleo venezolano es legendaria. Han
repartido el dinero del crudo por todo el planeta, desde los 18 millones de
dólares pagados a Danny Glover en 2007 para producir una película
ideológicamente apropiada (que sigue sin verse) hasta los millones gastados para
mantener a flote la economía cubana o financiar a movimientos de izquierdas
desde El Salvador hasta Argentina, pasando por España y más allá.
EL ROBO DEL ALMUERZO
Entretanto,
el Gobierno venezolano ni siquiera puede garantizar el sistema de derecho más
elemental, lo que convierte a Caracas, la capital, en una de las ciudades
con más asesinatos del mundo. Los traficantes de droga dominan amplias zonas
rurales. En las cárceles, los líderes de las bandas disponen de armas militares
y los ataques con granadas ya no son una novedad. Hasta los niños sufren robos.
En el colegio de Nuestra Señora del Carmen, en El Cortijo, un barrio
desfavorecido de Caracas, los suministros del comedor escolar ya han sido
robados dos veces este año. El segundo robo supuso que el colegio no pudiese
dar de comer a los niños durante una semana.
En
otros sitios, el comedor escolar ha dejado de funcionar. En las comunidades más
pobres, los padres optan por sacar a sus hijos del colegio: son más útiles
haciendo cola a las puertas de un supermercado que sentados a sus pupitres, ya
que para optar a las raciones adicionales para sus hijos los padres tienen que
llevar a los niños en persona a la tienda. El régimen colocó hace tiempo la
educación en el centro de su propaganda, pero la realidad actual es que a una
generación de niños desfavorecidos se les está negando la educación a causa del
hambre.
Al
mismo tiempo, la Asamblea Nacional, controlada por la oposición, denuncia el
robo de unos 200.000 millones de dólares mediante estafas en la importación de
alimentos desde 2003.
EL BROTE DE CRIMEN ALIMENTA EL BROTE
DE ZIKA
Venezuela
se enfrenta a uno de los peores brotes de zika de Sudamérica.
El Instituto de Medicina Tropical de la Universidad Central de
Venezuela —eje de las respuestas del país a las epidemias tropicales— fue
desvalijado hasta 11 veces, que se dice pronto, en los dos primeros meses de
2016. Los últimos dos robos dejaron al laboratorio sin un solo microscopio. Así
resulta imposible que los investigadores puedan hacer su trabajo. Además, los
intentos por reparar el daño se ven afectados por las mismas disfunciones que
afligen al resto de la economía: simplemente no hay dinero para sustituir el
costoso equipo importado que los criminales robaron.
Otros
aspectos del hundimiento del Estado también agravan la crisis del zika. La
infraestructura hidráulica de las ciudades venezolanas se está viniendo abajo
tras casi dos décadas de negligencia. Este año, además, el fenómeno El
Niño ha provocado una grave sequía. Las empresas de agua públicas han
respondido a la rebaja del nivel de las reservas con duras medidas de
racionamiento. Algunos barrios pobres pasan días e incluso semanas sin agua
corriente. La mayoría de las personas llenan varios cubos cuando se restablece
el servicio, preparándose para los periodos secos. Y almacenar agua en cubos es
precisamente lo último que hay que hacer cuando uno se enfrenta a una epidemia:
los recipientes se convierten en zona de cría para los mosquitos que transmiten
el virus del zika, la chikunguña, el dengue e incluso la malaria.
FALTA ELECTRICIDAD Y SOBRA IMPUNIDAD
Vivir
sin agua y sin electricidad se ha vuelto una realidad cotidiana. Las empresas
públicas tienen problemas para mantener suficiente agua en las reservas para
evitar un colapso total de la red eléctrica. No tendría por qué ser así. Desde
2009 se han destinado centenares de millones de dólares a construir nuevas
plantas de energía a base de diésel y gas natural, cuyo objetivo era aliviar la
presión de una red hidroeléctrica antigua. Sin embargo, buena parte de la
capacidad nunca llegó al sistema, y nunca se rindieron cuentas sobre el dinero,
que fue desviado.
Es
un reflejo de la impunidad que reina en todos los ámbitos del Estado. El 4 de
marzo, 28 mineros desaparecieron cerca de la frontera brasileña, y los testigos
hablan de una masacre. Hasta ahora solo se ha detenido a cuatro personas: son
familiares de las víctimas, que habían osado pedir justicia. A finales del año
pasado, dos sobrinos de la poderosa primera dama fueron arrestados en Haití por
agentes de la DEA por tráfico de cocaína. La reacción de la primera dama fue
acusar a la DEA de secuestrar a sus sobrinos.
¿Y
qué pasó con Carlos, nuestro empresario en busca de papel higiénico? Tras ser
arrestado con absurdos cargos de “acaparamiento”, cayó en la cuenta de que
aquello solo era una extorsión por parte de la policía. “Su oferta inicial fue
alta, del orden de los cientos de miles de dólares”, asegura. Al final, los
agentes retiraron los cargos a cambio de unas decenas de miles de dólares.
No
es posible entender la Revolución Bolivariana y su fracaso sin incorporar en el
análisis el enorme impacto que ha tenido el masivo saqueo del erario público
por parte de funcionarios, oficiales militares y sus cómplices del “nuevo
sector privado”, la burguesía bolivariana enchufada al Gobierno. En Venezuela
la cleptocracia disfrazada de ideología socialista y amor a los pobres destruyó
al Estado. Es urgente comenzar la reconstrucción de un país devastado.
Moisés Naím es distinguished fellow de la Fundación Carnegie para la Paz Internacional.
Francisco Toro es editor de CaracasChronicles.com
Traducción de News Clips
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