Risas gélidas
Han llegado los nórdicos para sacudirnos el determinismo negativo que nos invade y levantarnos la moral por medio de la risa.
Del Norte proceden novelas de imaginación, fantasía y hasta desparrame como las de Arto Paasilinna o Jonas Jonasson
Javier Martín del Barrio
8 de marzo de 2013
"El enemigo más poderoso de los finlandeses es la oscuridad, la apatía sin fin. La melancolía flota sobre el desgraciado pueblo y durante miles de años lo ha mantenido bajo su yugo con tal fuerza que el alma de este ha terminado por volverse tenebrosa y grave. Tal es el peso de la congoja, que muchos finlandeses ven la muerte como única salida a su angustia. Una mente taciturna es un enemigo aún más encarnizado y temible que la propia Unión Soviética”. Ahí queda eso.
Aunque suene a un trágico Epitafio para Finlandia, no lo es; tampoco una versión finesa del desgarrador poema de Gil de Biedma (“… De todas las historias de la Historia / sin duda la más triste es la de España, / porque termina mal. Como si el hombre, / harto ya de luchar con sus demonios, / decidiese encargarles el gobierno / y la administración de su pobreza…”). Tan desconsolado párrafo inicial ni pertenece a un ensayo historicista ni al preámbulo de una novela negra que acabará en baño de sangre. Es, por el contrario, el comienzo de la tronchante novela Delicioso suicidio en grupo, del finlandés Arto Paasilinna.
De un tiempo a esta parte parece que todos los sobresaltos nos vienen del Norte. Si hasta hace poco fueron crímenes despiadados, desde esas mismas frías y solitarias tierras nos llega ahora el humor, en su variada gradación. Nos habíamos acostumbrado a las depres del inspector Kurt Wallander, movido magistralmente por el sueco Henning Mankell; luego llegó la trilogía de Stieg Larsson y más tarde una avalancha de suecas, que nada tenían que ver con las que perseguía Alfredo Landa por las playas de Torremolinos. La especialidad de las suecas Asa Larsson, Anna Jansson, Camilla Lackberg o Tove Alsterdal era/es la sangre, casi siempre alejada del sexo. La carne, y quizás sea esta una diferencia con la literatura negra latina, inspira poco a los nórdicos.
La sonrisa que se desprende de la lectura es de formato íntimo, individual e intransferible
Que descubriéramos que en los países del Norte había violencia más allá del suicidio fue un choque para nuestro estereotipo; de repente no es que se matara, es que Suecia parecía, por virtud de los editores españoles, el país más peligroso de la tierra. Por muy buenos que fueran sus detectives, hasta el cuarto asesinato no daban con la tecla.
Hacerse el sueco, empezaba a tener connotaciones violentas, muy alejadas de la imagen fría, imperturbable, del —vamos— sosainas total, sin sangre en las venas. Y a los suecos siguieron crímenes finlandeses y, sobre todo, islandeses, gracias a Arnaldur Indridason y su magistral La mujer de verde, aunque en su solitario país ya había despuntando antes con Las marismas.
Pero hete aquí que ahora las mismas tierras heladas nos aportan el otro extremo de la literatura, el registro humorístico, cuando no la risa a raudales; porque este verano un abuelo centenario saltó por la ventana y se largó del asilo de ancianos, según nos contaba Jonas Jonasson, otro sueco, sin parentesco alguno con las Jansson o Larsson anteriores. Su primera novela divirtió, cuando menos, a miles y miles de lectores.
Jonasson no era tampoco el primer nórdico que nos hacía reír. Desde unos años antes las locuras de Arto Paasilinna nos iban cautivando con argumentos que, sobre el papel, no habrían superado la primera ojeada de ningún editor con dos dedos de frente. Paasilinna, que lo sepan, no es de fiar. Qué se puede esperar de un exguardabosques y expoeta.
Si Jonasson nos convencía de que el abuelete trepaba por las yedras como si fuera Frank de la Jungla, el finlandés no se arredra en llevar a buen puerto la amistad de un cura tronao con un oso de lo más cuerdo o el viaje en autobús de una peña que busca el mejor lugar donde suicidarse, o el absurdo de El molinero aullador. Todos ellos, argumentos disparatados que Paasilinna los hace crecer, desarrollar y acabar con brillantez y originalidad.
Nos han llegado los nórdicos para sacudirnos el determinismo negativo que nos invade y levantarnos la moral por medio de la risa. De repente, parece que del Norte nos viene la imaginación, la fantasía y hasta el desparrame.
¿Qué tienen los nórdicos que no tengan otros? Sin duda, son originales, sus argumentos son refrescantes y, al menos para el público español, atractivos.
Si alguien creía que el humor, en su más extensa gama de colores, de la sonrisa a la carcajada, era propiedad británica, craso error. Es cierto que ahí tenemos desde hace siglos la ironía sin par de P. G. Wodehouse, con sus personajes esnobs y sarcásticos, o de Evelyn Waugh en Noticia bomba; también las islas dan el humor hilarante de Tom Sharpe, sin olvidar a David Lodge desmontando el chiringuito del mundo académico, siempre adobado con picantuelas escenas de profesores salidos. Pero, obviamente, ni el humor tiene un copyright británico ni todos los crímenes del mundo los había resuelto el inspector Maigret.
No vamos a ser tan ingenuos de pensar que los nórdicos han empezado a reírse ahora, ni siquiera a matarse, mejor es reconocer que nuestros editores han puesto sus ojos más allá de la literatura anglosajona y francófona y, por supuesto, que el consumidor ha respondido positivamente a esta nueva oferta.
¿Por qué? ¿Qué tienen los nórdicos que no tengan otros (a falta de futuros descubrimientos / atrevimientos de los editores)? Sin duda, son originales, sus argumentos son refrescantes y, al menos para el público español, atractivos. Los personajes se mueven y reaccionan por impulsos diferentes de los que estamos acostumbrados. Paasilinna lleva casi cuarenta años divirtiendo a sus paisanos; aunque en España apenas una década traduciéndose con regularidad. Aunque parezca mentira, la literatura absurda de este exdecasitodo provoca las mismas sonrisas en Finlandia que en España, al menos si nos guiamos por su éxito comercial.
Dicen los cómicos que es más fácil hacer llorar al público que hacerle reír. Pues si en la escena resulta difícil arrancar una sonrisa, conseguirlo con la sola escritura es arte de magia. Si la risa puede contagiarse entre el público del cine o del teatro, la sonrisa que se desprende de la lectura es de formato íntimo, individual e intransferible.
Si algún denominador común se puede rastrear entre la novela negra y la novela humorística nórdica, quizás sea la ausencia de pasión.
La risa o la sonrisa de la novela humorística no llega nunca de golpe, algo que sí ocurre en la escena o en las películas, incluso se pueden transgredir géneros en un instante apoyados en las imágenes, los gestos o simplemente la inflexión de la voz.
La literatura solo cuenta con el papel mellado de palabras. La intriga requiere de ambientación, que en la literatura entra por la escritura y en las otras artes por los ojos.
El maestro P. G. Wodehouse retuerce cualquier banal circunstancia hasta convertirla en una placentera y permanente sonrisa, pero una vez que el lector ha aprendido de su incomparable flemática ironía. Es cierto que ya hay personajes, como el mayordomo Jeeves, que necesitan de muy poco para llevarnos a su terreno; pero eso ocurre, como en el caso del inspector de Mankell, porque hay una comunión previa con el lector, que en esos casos, además es un fan empedernido.
La comedia, la novela humorística, discurre sobre un fino alambre que requiere de tanto riesgo como de sangre fría para no pasarse pero a la vez del suficiente arrojo como para llegar. “Tengo dos amigos. Uno bueno y otro malo. Y luego tengo a mi hermano”, así de bonito comienza Naíf. Súper, del noruego Erlend Loe, que se pasa el fino alambre por arriba, por abajo, por derecho y por revés.
Loe es de esos tipos que escriben frases con tres palabras y párrafos con dos frases; es decir, que no se las da de intelectual. Naíf. Súper es la historia de un colgao, un colgao no por culpa de las drogas, sino más bien un colgao por la sociedad del bienestar. La vida solo le ha hecho cosas buenas, sin que él tuviera que esforzarse por nada. El protagonista, sin nombre, sin estudios, sin trabajo, entra en una duda existencial a los 25 años.
El escritor noruego convierte la situación en un ejercicio original, fresco, divertido unas veces, desternillante otras, y luego el lector, si necesita adornarlo, lo puede aliñar con todas las moralejas que quiera sacar de un argumento tan elemental como difícil de mantener durante más de doscientas páginas.
Ni el humor tiene un copyright británico ni todos los crímenes del mundo los había resuelto el inspector Maigret
En el caso de Naíf. Súper pronto el protagonista se nos mete en el bolsillo con su ingenuidad autista. “Las cositas animadas y la comida animada me ponen agresivo. Las galletas que saltan de la caja bailan sobre la encimera de la cocina llamando al queso de finas hierbas que hay en la nevera y que, cuando el queso acude, se lanzan sobre él y se untan a sí mismas… para mí es un trago ver eso. Últimamente los publicistas lo animan todo. Alguien debería pegarles un tiro en un pie. Hay que poner ciertos límites a la estupidez”.
Escrita hace 17 años, Naíf. Súper ha llegado a España gracias a la editorial Nórdica, una prueba más de la ola tragicómica norteña. Bienvenida sea.
No es menos outsider el arranque de Elling, hermanos de sangre, del también noruego Ingvar Ambjørnsen. Otra vez la inadaptación a una sociedad que lo tiene todo hecho o previsto en caso de descarrilamiento personal. En este caso son dos hermanos inadaptados que viven en un piso tutelado por los servicios sociales del Estado y que se gastan el subsidio en una línea erótica telefónica. A partir de ahí no parará el tobogán de la risa, siempre al borde del precipicio humano y social, pero del que asombrosamente salen bien parados los hermanos Elling.
Si algún denominador común se puede rastrear entre la novela negra y la novela humorística nórdica, quizás sea la ausencia de pasión. Ya sea para el crimen o para arrancar la sonrisa no se parte de situaciones impulsivas, propias de sangre caliente, más bien el origen es una época depresiva o desconsolada, alguien que quiere cambiar de vida, se mata o se ríe desde cierta planificación. Es el caso de Goran Borg, el protagonista de Las manos más hermosas de Delhi, de otro sueco, Mikael Bergstrand.
“Soy periodista. Un finlandés normal, un individuo cuya personalidad se caracterizaría por unos rasgos faltos de pretensión: educación mediocre, escasa ambición y una americana ajada”.
Sería una exageración decir que Bergstrans escribe sobre el alambre. Su argumento va sobre un camino trillado —viaje de suecos a India—, el típico choque Norte-Sur, pero en ningún caso se producen situaciones hilarantes o dramáticas, sino más bien una comedia amable, una previsible anécdota sin altibajos que a veces arranca la sonrisa.
Borg, despedido de su empresa de toda la vida, en plena depre existencial es animado por su amigo a que le acompañe en un tour por India. El viaje supone para Borg un antes y un después, que diría aquel, pero todo dentro de un orden, tanto del protagonista, que se adapta sin mayores contratiempos a la cachazuda informalidad de los indios, como de los indios que ven el lado bueno de los cabeza cuadrada.
La fiesta del holy, de por sí una locura (una especie de tomatina a lo bestia), no consigue meternos en ella por mucho bhang que nos tomáramos. Si quería una novela antropológica, llega tarde y si su pensión era entretenernos, la competencia es muy dura. La novela se deja leer, es amable y biempensante. Cubre todos los tópicos del olor, el Ganghes, las castas y el trabajo de niños para multinacionales. Pasa por encima de todo sin ahondar en la herida y, menos aún, sin retorcerla en el sentido dramático o sátiro. No es un sueco para hacernos reír en este caso, sino un sueco amable que nos deja fríos, y que nos arrancará alguna sonrisa en algún momento. Nada que ver con las calenturas de Paasilinna.
“Soy periodista. Un finlandés normal, un individuo cuya personalidad se caracterizaría por unos rasgos faltos de pretensión: educación mediocre, escasa ambición y una americana ajada. Tengo más de treinta años y soy el convencionalismo andante, cosa que de vez en cuando me irrita”, excepto por la edad, parece que Paasilinna se retrata así mismo en su última traca, Prisioneros en el paraíso. Lo que aquí sería un chiste de Lepe, el finlandés ha convertido en novela el desgraciado accidente aéreo en el que sobrevive un popurrí de enfermeras suecas, leñadores finlandeses, médicos noruegos y azafatas inglesas en medio de la jungla indonesia. Nuevamente la locura, que antes nos enseñó a matar con saña y ahora a reír con ganas, nos viene de ese Norte, aparentemente solitario y depresivo. El Norte parece el Sur y el Sur el Norte. Va a ser cosa del cambio climático ese.
Las manos más hermosas de Delhi de Mikael Bergstrand. Traducción de Mayte Giménez y Pontus Sánchez. Alfaguara, 2013. 392 páginas. 18,50 euros (electrónico: 9,99).
Prisioneros en el paraíso de Arto Paasilinna. Traducción de Dulce Fernández Anguita. Anagrama, 2012. 200 páginas. 16,90 euros.
El abuelo que saltó por la ventana y se largó de Jonas Jonasson. Sofia Pascual Pape. Salamandra, 2012. 416 páginas. 19 euros (electrónico: 9).
Naíf. Súper de Erlend Loe. Traducción de Cristina Gómez Baggethun. Nórdica, 2013. 240 páginas. 18,95 euros.
Elling. Hermanos de sangre de Ingvar Ambjørnsen. Traducción de Cristina Gómez Baggethun. Nórdica, 2013. 274 páginas. 19,50 euros.
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