Ancianos despidiéndose
En estos viejos tremendos hay una celebración incondicional del mundo, no la amargura de estar cerca de dejarlo
"No hay mejor despedida que una obra maestra"
5 JUN 2015 - 10:44 COT
Hay una parte de desvergüenza y de temeridad en la maestría sin apariencia de esfuerzo del artista muy viejo, o el que no siéndolo todavía mira de cerca a la muerte. John Huston dirigió The Dead en una silla de ruedas, respirando por una mascarilla el oxígeno que apenas llegaba a sus pulmones enfermos. The Dead es una novela corta que trata del paso del tiempo y del modo en que se borra el recuerdo de los que se llevó una muerte prematura, pero fue escrita, asombrosamente, por un joven de veinticinco años. James Joyce la escribió con la lucidez adivinatoria que tiene a veces la juventud, como la que tuvo Scott Fitzgerald para escribir The Great Gatsby apenas a los 28. Estremece la sabiduría en alguien tan joven, pero más aún la inventiva fervorosa y la entrega apasionada en un viejo; y las dos, cuando suceden, muestran algo que de otro modo no se habría podido descubrir, un hallazgo que no es del todo de este mundo, porque traspasa y parece desmentir la inexperiencia del que todavía ha vivido apenas, la fragilidad y el cansancio del anciano.
Una mañana, en Nueva York, en una galería recién abierta en un barrio que es todavía de garajes y de almacenes, voy con un amigo a ver una exposición de obras recientes de Alex Katz. Nada más entrar, los dos nos quedamos parados en medio de una sala de paredes blancas y suelo de hormigón muy pulido en la que hay colgados unos pocos cuadros de gran formato. En ese espacio, a la vez dilatado y ascético, destacan más los colores puros, las formas casi abstractas de los paisajes de Alex Katz: el amarillo cegador de un campo de trigo en verano, los verdes neblinosos de un bosque muy tupido a la orilla de un río, el rojo de una cabaña solitaria en mitad del campo, los blancos y grises de una de esas grandes nevadas que borran el horizonte y sumergen el mundo en una silenciosa amplitud.
En su silla de ruedas y con su mascarilla de oxígeno, John Huston se recreaba filmando un banquete de Nochebuena
A los 87 años, Alex Katz pinta con más libertad y más energía que nunca. La dedicación y el esfuerzo físico que requieren esas extensiones de color se corresponden con una especie de jovial desenvoltura, una visible efervescencia del talento creativo, del puro gozo de los sentidos: la mirada recreándose en las formas y las manchas de color, el tacto de la mano que se abandona al impulso de un trazo, hasta el olfato estimulado por el olor del lienzo húmedo, del óleo y el aguarrás. Alex Katz, que aprendió tanto del arte japonés, ahora parece haberse adueñado de la soltura de los dibujantes calígrafos, los que logran con un solo brochazo de tinta la máxima precisión de un ideograma o de la silueta de un árbol o una espesura de bambú.
En estos viejos tremendos hay una celebración incondicional del mundo, no la amargura de estar cerca de dejarlo, la mezquindad de esos otros viejos dañinos que reniegan de lo que ya no tienen o lo que van a perder y parece que preferirían que fuera destruido. En su silla de ruedas, con su mascarilla de oxígeno y los tubos en la nariz, John Huston se recreaba filmando un banquete de Nochebuena con todos los esplendores de un bodegón holandés. A la luz de las lámparas de gas, los comensales tenían los ojos brillantes y los carrillos encendidos de gula. Mayor que John Huston cuando rodaba su última película, tan viejo como es ahora Alex Katz, a los 87 años, Verdi compuso su última ópera, Falstaff, la más jovial y probablemente la mejor, un fluir de música tan resplandeciente como de Mozart o de Bach, un tumulto de peripecias tan desbordado como el de El hombre tranquilo de John Ford.
Hay una desenvoltura común, un aire de facilidad y hasta de burla en el arte de estos viejos maestros, un fraseo sin interrupciones ni tropiezos que parece no guiado por la voluntad, porque es como el discurrir de un río, como los arroyos y deltas que forman sobre la arena los hilos del agua cuando se retira la marea. Son las improvisaciones al piano del viejo Duke Ellington, los trazos suntuosos que pintaba De Kooning hacia la mitad de los años setenta, o los del viejo Monet medio cegado por las cataratas, o los del viejo Rembrandt en ese autorretrato en el que se está muriendo de risa, vestido de harapos, con una risa de borrachín, burlándose de su propia maestría y a la vez desplegándola y celebrándola con un descaro sin soberbia; es la desmesura del Goya muy viejo que ya lo ha visto todo y la de Beethoven componiendo en el silencio de su imaginación la Gran fuga, rompiendo con ella cualquier sentido de la proporción clásica y hasta de la cordura, ese fluir que se repite y vuelve y sigue repitiéndose como si no fuera a terminar nunca.
Recién terminada la novela empezó el declive mental de Bellow, se acentuó su deterioro físico. No hay mejor despedida que una obra maestra
Hay un fraseo que no se interrumpe y un descaro ante la muerte. Goya se retrata a sí mismo congestionado y casi moribundo, sostenido por el médico que le salvó la vida. El adagio de uno de los cuartetos finales de Beethoven es un “canto de acción de gracias de un convaleciente” y también una anticipada marcha fúnebre. Cuando Alex Katz pinta esas nieblas invernales, esas cabañas iluminadas en la oscuridad, esos esplendores de verano, sin duda lo hace con la plena conciencia de que ya está despidiéndose. Muy pronto esos lugares queridos se mantendrán idénticos, pero él no podrá verlos.
Por casualidad vuelvo en estos días a otra obra maestra de la vejez: Ravelstein, la última novela de Saul Bellow, que acaba de publicar Penguin en una edición de bolsillo. Bellow tenía 85 años cuando terminó la novela. La leí en cuanto apareció, pero no me acordaba de lo buena que era. O mejor dicho, es mucho mejor de lo que recordaba, o a mí se me ha vuelto mejor con los años. También he aprendido mejor el idioma a lo largo de todo este tiempo y ahora mi oído detecta con más nitidez las sutilezas del estilo, la oralidad jugosa que hay en la escritura de Bellow, su trasfondo coloquial y judío, el habla de los hijos de los emigrantes, los que se criaron en los barrios pobres en los tiempos de la Gran Depresión y lograron ir a la universidad, divididos entre las ambiciones intelectuales y literarias y el tirón del origen, incómodos luego en la época de la gran prosperidad material y la cultura de consumo. Como en Alex Katz, o en De Kooning, lo que seduce desde la primera línea en Bellow es la naturalidad del fraseo, la libertad de una forma que va haciéndose a sí misma sin someterse a una trama o a un orden prefijado, que fluye en los borbotones de una inspiración que ha precisado de la disciplina de toda una vida para borrar cualquier huella de esfuerzo, incluso de premeditación. La celebración del gran lujo de la vida se yuxtapone sin fisuras al examen de la cercanía de la muerte. Recién terminada la novela empezó el declive mental de Bellow, se acentuó su deterioro físico. No hay mejor despedida que una obra maestra. •
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