EL HOMRE DEL TREN
La amistad del poeta y el samurái
ÁNGEL FERNÁNDEZ-SANTOS
4 ABR 2003
Es El hombre del tren un reconfortante tú a tú -engarzados sus talentos por la generosa mirada de Patrice Leconte- entre dos rostros tan poderosos como antitéticos. Por un lado, el hervidero de signos expresivos del flaco y alargado gesto quijotesco de Jean Rochefort, uno de los grandes del cine francés; y, por otro, la jeta pálida, marmórea, seca y peligrosa, quizá hostil o quizá secretamente tierna del viejo rockero Johnny Hallyday, que se asoma a la pantalla y encuentra frente al espejo que le ofrece Rochefort una sorprendente (para un actor curtido, pero ocasional) capacidad de réplica. No es fácil estar a la altura de un genio de su oficio, y Hallyday lo está.
Es todo un hallazgo, toda una sacudida de originalidad, de gracia y de fuerza esperpéntica, el encuentro, el idilio y el choque de un pistolero aficionado a la poesía, que por azar se instala en su casa, con un poeta aficionado a las pistolas. Saltan chipas de ingenio de este dúo, que discurre apaciblemente, entre apacibles meandros de la vida cotidiana -y merece la pena detenerse en las inefables escenas de la cena, del tiro al blanco y de la panadería, entre muchas más-, en una pequeña ciudad francesa, hasta que el relato se acelera y conduce a una tacada de acción y violencia que, por desgracia, está resuelta de forma onírica casi metafórica, cosa que desentona y choca con un discurso cinematográfico previo lleno de fisicidad y de concreción.
EL HOMBRE DEL TREN
Dirección: Patrice Leconte. Guión: Claude Klotz. Intérpretes: Jean Rochefort, Johnny Hallyday, Charlie Nelson, Pascal Parmentier, Isabelle Petit-Jacques, Jean François Stévenin. Género: drama. Francia, 2002. Duración: 90 minutos.
Pero se trata sólo de un discutible remate de unos minutos confusos a hora y media de cine nítido y que rebosa inteligencia. Eso sí, con la inoportunidad de que tan hueca salida ocurre al final, como si la escritura de Claude Klotz hubiera buscado y rebuscado otro desenlace en acuerdo formal con el desarrollo y no lo hubiera encontrado, eligiendo como vía intermedia y mal menor un rizo literario para un planteamiento nada literario, que obedece a una austera ecuación entre gesto e imagen. Esto se pone de manifiesto en el hecho de que Patrice Leconte filma y da lógica al guión mediante largos encadenamientos de planos cercanos, de encuadres medios, que obligan a ese aludido y eminente tú a tú entre los intérpretes a tomar la batuta de la creación de fondo. De ahí que sea justo insistir en la generosidad de Leconte al cederles el mango de la sartén, o la autoría.
Una película de estas características sólo puede ser sostenida por sus intérpretes si éstos a su vez son sostenidos desde la escritura por un juego de réplicas y contrarréplicas que les deje devanar la madeja de la idea y de las situaciones a que conduce esta idea, y con su hilo tejer la secuencia graduando el gesto en el borde de la sobreactuación, pero sin caer en sus redes. Y eso hacen Rochefort y Hallyday, dar una lección de cómo conjugar con tacto las luces y las sombras de dos rostros capaces de representar formas hondas y crispadas de soledad y extraer de ellas formas igualmente hondas de amistad.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 4 de abril de 2003
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