Mark Z. Danielewski, tejiendo su próxima novela. MICHELE REVERTE |
El toro que venía del infierno
'La casa de hojas', de Mark Z. Danielewski ha sido comparada con el 'Ulises' de James Joyce y 'Rayuela', de Julio Cortázar, y a él con Herman Melville
Cuando hace 14 años publicó La casa de hojas, Mark Z. Danielewski no esperaba ni en sus mejores sueños que comparasen su novela con el Ulises de James Joyce y Rayuela, de Julio Cortázar, y a él con Herman Melville, cuando Stephen King definió su obra como “la Moby Dick de los libros de terror”. Los lectores españoles pueden comprobar si exageraba en sus 700 páginas, llenas de miedo y experimentos literarios, que se han traducido a otros 40 idiomas. Su historia es la de una pareja que se traslada a vivir a un bosque y al poco tiempo descubre en una de las paredes de su nueva casa una puerta que antes no estaba allí y va a dar a un corredor sombrío. Según pasan los días, ese túnel se hace más largo y profundo, da la impresión de ocupar mucho más espacio que el edificio que lo contiene y, lo peor de todo, empiezan a oírse en él los aullidos de algún ser siniestro que parece tener allí su guarida. El argumento, muy similar al de uno de los cuentos de fantasmas de M. R. James, en el que un cura excava en su iglesia una galería desde cuyo fondo se acerca a la superficie una bestia infernal, tiene lectores fanáticos que exhiben en la Red teorías sobre el sentido último del texto y tatuajes diabólicos relacionados con él.
Mientras desayunamos en un hotel de Madrid, le pregunto a Danielewski si su objetivo era que nadie se mude al campo después de leer su libro igual que nadie puede volver a ducharse sin echar el cerrojo del baño tras ver Psicosis, de Hitchcock. “Exacto, aunque ¿quién puede resistirse a abrir las puertas de la percepción, como las llamaba Aldous Huxley? El origen del peligro es la curiosidad”.
Resulta paradójico que La casa de hojas, publicada en 2000 en EE UU, haya llegado tan tarde a nuestro país, puesto que aquí fue donde empezó, cuando el padre de Danielewski vino a la España de la dictadura a filmar un reportaje en el cual entrevistaba a Salvador Dalí, a Andrés Segovia y a algunos artistas flamencos, y para el que no reparó en gastos, llegando a alquilar un avión con el que fueron a Córdoba, Granada, Sevilla, Barcelona… Una de las cosas que quiso inmortalizar fue una plaza de toros vacía, y su hijo aún recuerda el pánico que sintió al recorrer aquel espacio lleno de olores salvajes y, sobre todo, al entrar en el chiquero y oír los bramidos de la res en la oscuridad: “Me preguntaba de dónde vendría aquel animal impresionante. En mi imaginación, el pasadizo debía de ser muy largo y me horrorizó figurármelo abalanzándose sobre nosotros. Casi podía notar la presencia de aquella criatura satánica… Yo tenía siete años, pero todo eso tiene mucho que ver, sin duda, con lo que luego escribí en La casa de hojas”.
Las cintas fueron incautadas por las autoridades, sin que les dieran ninguna razón, aunque él sospecha que sería porque no daban una imagen positiva del régimen. Para completar el enigma, de los dos productores que financiaban el proyecto, uno desapareció sin dejar rastro y el otro fue víctima de un crimen. “Mi padre, que admiraba a Hemingway, Orwell, John Dos Passos y otros autores que habían defendido a la República en la Guerra Civil, trató incluso de grabar al propio Franco, pero no obtuvo el permiso. Logró unas imágenes suyas rodadas clandestinamente y entonces nos pusieron bajo vigilancia. Nos acosaban sin tregua y, al final, tuvimos que huir. Cuando todo acabó, estaba sin blanca, porque había invertido en aquello todos sus ahorros, y también decepcionado, porque amaba España y a sus creadores. Recuerdo que nos llevaba a mi hermana y a mí al Museo del Prado para copiar sus cuadros más notables”. Le pregunto si uno de ellos era Las Meninas, y cuando asiente le hago notar que es otra obra con una puerta al fondo y alguien misterioso bajo el dintel. “Es lo que te digo: puedes no girar el pomo o no abrir el libro, pero si lo haces, algo vendrá hacia ti, y puede que entonces tengas que echar a correr”. Todo el que lea su libro sabrá que no miente.
EL PAÍS
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