CIELO PARCIALMENTE NUBLADO
LA CALIDAD LITERARIA
Por Darío Jaramillo Agudelo
La primera impostergable virtud
de Cielo parcialmente nublado es su calidad literaria. Es muy
impresionante la capacidad de Octavio Escobar para desarrollar una historia en
una novela valiéndose casi exclusivamente de los diálogos, unos diálogos que
fluyen porque el autor tiene el oído para construirlos, asunto que no se
refiere solamente a la redacción de un libreto, sino que tiene raíces más
profundas y más sutiles: es que los personajes también surgen, se vuelven
tangibles para el lector a través de las conversaciones que se suceden
deleitosamente para quien lee la novela.
Son muchas más virtudes pero creo que
tengo espacio para otra: es un lugar común repetir la idea de que
solamente lo tercamente local tiene dimensiones universales. Aquí la localidad
es Manizales, que se convierte en algo más que un escenario a través del
comportamiento de los personajes, de su visión sobre la ciudad, muy
principalmente la visión del personaje central, que trasmite un antes y un
después de Manizales con un intervalo entre uno y otro. Ese carácter de lo
local sin ñoñerías lo pueden percibir con más facilidad los nativos de
Manizales que alguien ajeno a esa ciudad como yo, porque yo tengo la
posibilidad de afirmar su sabio y descarnado universalismo.
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Octavio Escobar
Bogotá, 2010
Fotografía de Triunfo Arciniegas |
Acotaciones a
Cielo parcialmente nublado
Por Antonio María Flórez
Parco en obra nueva se ha mostrado
Octavio Escobar en los últimos años, especialmente en Colombia. Desde
su atípica y reconocida 1851. Folletín de cabo roto (Intermedio, 2007),
el escritor manizaleño no publicaba novela en su país natal, salvo reediciones;
aunque, eso sí, en España se le cuenta su excelente Destinos intermedios,
editada por Periférica en 2010. Ahora, de la mano de Intermedio Editores, que
de nuevo apuesta por la narrativa colombiana contemporánea, Escobar saca a la
luz Cielo parcialmente nublado (2013). Novelas distanciadas en el tiempo
y en su temática, participan todas ellas de algo ya común en su obra: el manejo
exquisito y cuidado de su prosa, el carácter visual de la misma y la agilidad
de unos diálogos sustanciosos que son el soporte fundamental de la narración;
aparte de su interés reconocido en interpretar la historia pasada y reciente de
su país, con una agudeza analítica y una sensibilidad tal, que nos hablan de un
artista comprometido y ya en la plenitud de su capacidad creadora.
Muchos
son los escritores colombianos que hace tiempo lograron superar el pesado fardo
del influjo magistral y castrante de la obra de García Márquez y que tienen un
amplio reconocimiento en el país y fuera de sus fronteras: Laura Restrepo,
Fernando Vallejo, Tomás González, Cano Gaviria, Adalberto Agudelo, Álvarez
Gardeazábal, William Ospina, Jaime Echeverri; hecho mucho más evidente en los
más jóvenes, donde esta influencia es prácticamente nula y la figura del de
Aracataca es respetada como el clásico que ya es, sin que interfiera en sus
enfoques y temáticas; “transmutantes”
los podríamos llamar si nos acercamos al apelativo que hace unos años usara
Orlando Mejía para caracterizar a esa nueva generación de creadores compuesta
por nombres como los de Jorge Franco, Juan Gabriel Vásquez, Abad Faciolince
Sergio Álvarez, Pedro Badrán, Guido Tamayo, Juan Cárdenas, Gabriel Pabón,
Triunfo Arciniegas y, por supuesto, Octavio Escobar Giraldo, todos ellos muy
atentos al devenir histórico reciente del país, la hibridación de la cultura
popular y la urbana, el escepticismo ideológico, la asunción de las tecnologías
digitales y otras preocupaciones de la contemporaneidad como los fenómenos de
la globalización.
Colombia,
país poseedor de inmensas riquezas, también ha sido una nación sufridora de
grandes desigualdades sociales. Y en virtud de ello, ha padecido desde su
nacimiento, infinitud de conflictos, buena parte de ellos ligados a la posesión
de la tierra y al desplazamiento forzado. La Guerra de los Mil días, la Masacre
de las bananeras, el Bogotazo, la Violencia, la Operación LASO y la toma de Marquetalia
durante el Frente Nacional, la Guerra de guerrillas utópica, la Narcoviolencia,
el Paramilitarismo reciente, son hitos y procesos que han significado desastre,
horror, muerte, destrucción; pero siempre han conllevado aparejados sucesivos
procesos de paz; en ocasiones meros encuentros, diálogos tentativos, que no han
conducido a nada o a muy poco, defraudando la voluntad y las aspiraciones del
pueblo llano de obtener la tan anhelada paz, basada, entre otras cosas, en una
reforma agraria suficiente, en el acortamiento de las desigualdades
socioeconómicas y en el logro de un estado soñado de bienestar. Aspiraciones
presentes en los actuales encuentros que adelantan el Gobierno y las FARC en
Cuba, que ya fueron defraudadas en los llamados diálogos del Caguán en 1999,
sucedidos entre los mismos actores que ahora negocian en La Habana,
esperanzadoramente para algunos.
La
historia que se nos cuenta en Cielo
parcialmente nublado es lineal, simple y creíble; enmarcada en un hecho
puntual y significativo de la historia reciente del país. Andrés Giraldo,
emigrante afectivo de larga data, ya prácticamente arraigado en España,
mientras pasa unas vacaciones familiares en Extremadura, recibe una preocupante
llamada de su madre desde Manizales, informándole del extraño comportamiento de
su esposo (loco, lo llama), por lo que lo insta a que regrese a su ciudad natal
a ayudar a solventar el problema. Su padre se ha dedicado a guardar recuerdos
en un baúl, quiere vender la casa familiar y está dispuesto a irse del país,
dado que no confía en los resultados de las conversaciones de paz que ha
iniciado el gobierno del conservador Andrés Pastrana con los insurgentes de las
FARC, liderados por el mítico guerrillero Manuel Marulanda Vélez, alias Tirofijo que, como condición previa para
sentarse a negociar, ha impuesto la desmilitarización de un inmenso territorio
de 42.000 Km2, el Caguán, reconocido por ser afecto a los “alzados en armas”.
Esta condición no la entiende ni la aprueba buena parte de la población colombiana
que ve en aquel gesto la aspiración solapada del Presidente de obtener el
Premio Nobel de la Paz y, por parte de la guerrilla, barruntan que es una
estrategia para ganar tiempo y espacio en su lucha por el poder; proceso que se
inicia con mal pie ya que Tirofijo,
días después, en la mediática jornada de instalación de las mesas, deja su
silla vacía –metáfora de su desprecio al Establecimiento-, y hace leer su
discurso reivindicatorio a uno de sus comandantes más rocosos e ideologizados.
“Lo anómalo instalado en la normalidad”, Simón Viola dixit, parafraseando a
Vila-Matas. Pues bien, ése es el espíritu que preside esta novela: cómo un
hecho ajeno a la cotidianidad, aunque trascendental para todos, afecta la vida
en general de las personas.
Andrés
Giraldo, en ese breve viaje de unos días (a finales del 98 y principios del 99
recientes) se topa con sus fantasmas juveniles y con una ciudad hermosa y
visitable, pero anclada en el pasado, émula de Vetusta: la tradicionalista, elitista, hipócrita y anodina ciudad
que tan bien retratara Clarín en su Regenta
decimonónica. Su breve periplo por la nostalgia lo obligará a enfrentarse a
Anacé, la causa cierta de su huida migrante, por un embarazo no programado e
impropiamente resuelto; también con la Nena Estrada, hedonista e insinuante,
estupendo retrato de esa doble moral tan propia de la ciudad andina; al igual
que con Germán Alfonso Vélez, político, paradigma de una sociedad arribista y
espuria; y así mismo con el siquiatra Guillermo Gómez, sujeto atípico que nos
habla de que otros comportamientos y vislumbres son posibles en aquella ciudad
que pierde ese fuelle que la impulsó en su época fundacional. Y, por supuesto,
ese viaje le permite reencontrarse con su mejor amigo en Bogotá preparándolo
para su vuelo al pasado y el choque con su entorno familiar después de tantos
años. Familia simple la suya, de clase media, de vivir anodino, cuya
tranquilidad de nuevo se ve amenazada como cuando él cometió su imprudencia con
la prima Anacé. Un padre desencantado y consecuente con el espíritu de la
época, tocado marginalmente por el conflicto, como la ciudad, pero
profundamente afectado por las consecuencias del mismo; una madre cariñosa y
manipuladora que se encarga de remover su afecto recurriendo a la memoria objetual
y gastronómica; una hermana encantadora que se le muestra como una mujer
autónoma, osada y liberal, que ha logrado romper parcialmente con los
convencionalismos sociales y recatos morales de la ciudad en virtud de que ya
no vive en ella y “pasa” de la misma, y que le servirá de guía en su nuevo
trasegar por los lugares que le hacen evocar sus vivencias de antaño; esos, sus
espacios cotidianos de entonces, que mira con nostalgia, pero ya con una cierta
distancia porque ahora su espíritu y su corazón están ligados a un futuro más
amable al otro lado del océano, para dar sentido a su desarraigo afectivo y a
la asunción de su nuevo paraíso.
Así,
pues, nos enfrentamos a una obra que se significa siguiendo cuatro líneas
claras de enfoque y desarrollo. En primer lugar, su marcado carácter histórico
situacional al centrarse en un momento crítico de la historia reciente de
Colombia, pero asumido no desde la visión del héroe y de los grandes
acontecimientos, si no desde la que tienen las personas comunes y corrientes,
aquellos que están por ahí sin jugar un papel determinante, aquellos que ni fu
ni fa, aquellos que casi nunca los determinan pero que sufren las consecuencias
de esos magnos hechos; a la manera de una “antiOdisea”, como lo señala el
autor, impregnada del espíritu alienante y desesperanzado de El extranjero. En segundo lugar, es la semblanza de una
ciudad poco tratada literariamente en los últimos tiempos (salvo los brillantes
ejercicios narrativos de Adalberto Agudelo en Pelota de trapo y Toque de
queda, y las interesantes apuestas divergentes de Jaime Echeverri en Corte final y de Eduardo García Aguilar
en Tierra de leones), contrario a lo
que sucede con Bogotá y Medellín, abundantemente abordadas por las nuevas
generaciones, especialmente desarrollando temáticas muy relacionadas con la
violencia. Esta Manizales, retratada con gran acierto, se nos muestra como lo
que es, una ciudad amable y odiable a la vez, a la que el narcotráfico ha
tocado marginalmente; amena en ocasiones, anodina a veces, arribista casi
siempre, deudora de un pasado que la lastra en exceso y la hace avanzar
paquidérmicamente. En tercer lugar, la caracterización de una familia de clase
media prototípica andina, conformada por unos seres de vivir moroso,
superficiales, sin mayores ambiciones que perpetuarse en la muelle monotonía de
su estatus mediocre, seres absolutamente anticlimáticos, ajenos al ajetreado
fluir magmático de las ancestrales montañas del Cumanday; seres irresolutos,
que dejan las cosas en remojo y que se confunden ante la perplejidad de ciertas
circunstancias vitales que los desbordan; salvo algunas de las mujeres
retratadas, aquí perfiladas con un carácter más impulsivo. Por último, el tema
de la emigración y el desarraigo valorando sus causas y consecuencias en un
sujeto concreto que sigue atado a los suyos por la vía de la nostalgia y cuyo
peso se diluye con el paso del tiempo; ya ni siquiera el afecto es capaz de
remover su decisión de no retornar, por comodidad o cobardía, eludiendo la
conducta propia de los héroes que retornan triunfantes, recurso habitual en
otros autores o medios como el cine o las telenovelas. En Andrés Giraldo las
razones de su exilio son ajenas a lo político social, tienen más que ver con su
inmadurez y su falta de agallas para enfrentarse a una situación compleja que
no sabe resolver adecuadamente en su juventud o, quizás, sea esta la razón
usada como recurso perfecto para dar aquel brinco al vacío que determinó su
vida futura, ese salto hacia adelante que le permitió escapar de la vida mole
que le esperaba si se hubiese quedado en su ciudad natal.
Pero
en el fondo de todo está el miedo, ese sentimiento que nació con el hombre en
la más remota de las edades (G. Delpierre) y éste es el sentimiento que en
realidad sobrevuela toda la novela de Octavio Escobar: el temor a la muerte, al
daño físico, a perder los bienes, las propiedades, a que la cotidianidad se
altere, a que las cosas no sean como antes, a sufrir la incomodidad de que
otros tengan la razón o, incluso, de que el poder cambie de manos. Decía G.
Ferrero que “toda civilización es producto de una larga lucha contra el miedo”
y que éste casi siempre es un acicate para el valor y para el avance. Pero uno
de los efectos del miedo, según Don Quijote, es turbar los sentidos, como bien
se lo afirma a Sancho confundiendo dos rebaños de carneros con los ejércitos de
Pentapolín y Alifanfarón; y eso tal vez sea lo que le ocurre al padre del
protagonista, que el miedo le esté trastornando el entendimiento, que el no
saber qué pueda ocurrir en esos diálogos de paz aún no iniciados, lo esté
volviendo “loco”, como le afirma su esposa por teléfono al hijo ausente. “Todos
los hombres tienen miedo”, decía Sartre, y es natural sentirlo ante una
situación presentida o conocida de riesgo para nuestra seguridad, para nuestra
vida. Pero miedo y cobardía no son sinónimos, tal como lo sugiere Jean Delumeau
en uno de sus ensayos sobre el tema; y temor es lo que parece adivinarse en el
comportamiento de Jaime Giraldo, de su esposa, de su hija; pero la actitud de
Andrés no se corresponde con la propia ante una amenaza, ni ahora ni antes, ¿no
será y fue, más bien aquello, fruto de su falta de espíritu, de su ausencia de
valor, de sus recatos morales? Porque de esto es también de lo que trata la
novela: de aquellos otros seres inmersos en la perplejidad, que van por la vida
dejando las cosas en remojo, que tienen una tendencia mimética a la inacción,
incapaces de resolver y resolverse, que se acobardan ante situaciones que
puedan alterar su vida muelle.
Cielo
parcialmente nublado, metáfora y réplica de la condición
meteorológica habitual de la ciudad, es una novela en la que la ambientación es
adecuada y las anécdotas tienen las pinceladas justas y necesarias para
perfilar el conflicto y su resolución. La prosa es precisa, fluida y efectiva.
El uso del idioma es exquisito y se enriquece con dichos y modos propios de
Caldas, sin que ello lastre su lectura. Es llamativo el recurso que utiliza
acogiendo las noticias del diario La
Patria, para sustanciar esos hechos “históricos” que se suceden en un
periodo de tiempo tan corto. Resalta la agilidad de los diálogos, su
luminosidad y cómo contribuyen certeramente al avance de la historia. Esta
nueva novela de Octavio Escobar es una obra madura, que recuerda la brillantez
estilística de William Trevor y la lucidez estructural de John Banville, que se
lee con gran facilidad, que se asimila con naturalidad y cuya temática es de
una actualidad evidente, aportando interesantes puntos de reflexión sobre la
realidad colombiana contemporánea. Sin estridencias verbales, sin excesos
formales, la historia cautiva por su simpleza y diafanidad, llevando al lector
sin asperezas a ese desconcertante final en el que “filamentos de lluvia
atravesaban la ventanilla”. Pero el regreso del emigrante es así y de los
antihéroes sólo podemos esperar perplejidad. Indudablemente nos encontramos
ante una de las más llamativas y amenazantes novelas colombianas de la
actualidad, muy a pesar y en virtud de una silla vacía.
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Juan Manuel Roca
Bogotá, 2010
Fotografía de Triunfo Arciniegas |
CIELO PARCIALMENTE NUBLADO
UN CUADRO CLÍNICO Y COLECTIVO
Juan Manuel Roca
Sumergirse en la novela de Octavio Escobar
Giraldo, “Cielo parcialmente nublado” es, de alguna forma, hacerlo en la
historia clínica del país, de una buena parte de él que vive gobernada por sus
miedos. Miedo al mañana, miedo al presente y, sobre todo, miedo a caminar en la
cotidianidad del alma minada y colectiva.
Es el retrato hablado y sobre todo
dialogado de personajes que esperan a cada paso una presencia ominosa, como si
hubieran optado por usar lentes oscuros, a esperar siempre lo peor, como
recordando el aserto de Brecht: “el que ríe es que no ha recibido la terrible
noticia”.
Es la metáfora de un país que por haber
vivido tanto tiempo en guerra pareciera temerle más a la paz, apoyada siempre
en los acuerdos fallidos de nuestra historia, y olvidada por supuesto la
desmovilización del M-19 en 1990.
El centro en el que monta su narración
Escobar Giraldo se asienta en un despliegue inusual de diálogos creíbles, casi
anodinos como suelen ser los que están gobernados por la rutina o la depresión,
que van tejiendo un gran tapiz donde la incertidumbre y la repetición de hechos
agobiantes nos mete de lleno en la violencia de las horas.
Y esto resulta un valor importante de la
novela, pues a nuestros narradores parece habérseles olvidado que la gente
habla. Octavio Escobar es, como pocos, un verdadero maestro del diálogo.
Todo resulta muy modoso, sin sangre ni
estridencias, sin balaceras cercanas, y es en esa atmósfera de entre-casa por
donde, a través de las conversaciones más llanas, desvitalizadas y paranoides,
se filtra como por una fisura en la chatura aldeana, el miedo. No hay un solo
asalto en esta historia de realismo mágico y todo está diseccionado con cuidado
de cirujano. Parece el retrato colectivo de Manizales, de cierta modorra de
tiempo detenido, pero también del país aturdido por los medios.
El miedo a que una guerrilla desbordada y
cruenta se apodere del gobierno ante la ineptitud del presidente Pastrana en la
zona despejada del Caguán, y que casi justifica, no sin ligeros reparos, que
una sociedad ensimismada y conservadora como la de Manizales piense que los
paras sean “también unas bestias” pero que al menos “están de parte del orden”,
se da en un ámbito de sospechas en el campo minado de las suposiciones
cruentas, que suelen darse en una larga guerra como la nuestra.
Estos pases hipnóticos que, asaltando a don
José Lezama Lima se podrían llamar el “enemigo rumor”, sumergen con frecuencia
a toda una colectividad, nos dice sin palabras, como al desgaire y de manera
elusiva, la dolorosa pero divertida novela de Escobar Giraldo.
Escobar sabe oír, sabe aprehender la franja
no siempre lunática de nuestros habituales temores, le da voces y murmullos al
aturdimiento producido por una realidad hipnótica que a veces no nos deja ver
otra cosa que un destino miserable. Todo documentado en la percepción que de
todos los hechos tiene la opinión pública, que es la opinión de los que no
tienen opinión, arrancando de la realidad más inmediata, distorsionada por el
espejo deforme y necio de una cierta y avasallante locura.
La cosa empieza con una llamada telefónica
y a lo largo del libro se sostendrá un asunto de cosa hablada, como
contradiciendo a quien afirma que “la realidad no es verbal”. Acá los sucesos
tienen ocurrencia más en la palabra que en el acaecer cotidiano, toda vez que
es una ficción fundada no en lo que sucede sino en lo que podría suceder.
El regreso de Andrés, el protagonista de la
novela a la neblina espiritual de Manizales, su ciudad natal, tras una década
en España, ante el imperioso llamado familiar a causa de la supuesta locura de
su padre, está lleno de unos guiños de humor soterrado, de esas incongruencias
que casi siempre se deslizan ante el atisbo de una tragedia.
A manera de ejemplo de lo anterior su
mujer, una española llamada Mariángeles, solo atina a decir ante la noticia
telefónica de la locura de su suegro, que lo siente mucho y sobre todo que la
noticia del desatino paterno se dé precisamente “en plenas fiestas”, en pleno diciembre
y antes del acontecimiento hispano de la llegada de los Reyes Magos.
Agrego, como simple lector, que estos
sucesos se dan en cercanías del mes en que la capital de Caldas se viste de
Manola, juega al realengo, bebe manzanilla, hace un despliegue de monteras y
canta pasodobles absurdos entre toreros, reinas de belleza y cabalgatas.
El de Andrés es un retorno a casa forzado,
como ocurre también con la tiranía de los recuerdos. A partir de ese momento el
narrador y con él de la misma manera su protagonista, sufre una especie de
desdoblamiento que lo lleva a atrapar una coral de voces que entonan una
opereta desafinada, en un orfeón que anuncia como una Casandra colectiva la
llegada de un inevitable desastre.
Es un verdadero acierto del autor que todo
se inicie con el repicar de un teléfono, pues todo el desarrollo posterior de
la novela está estructurado en centenares de diálogos, en sucesos eminentemente verbales, en una muy justa y
verosímil manera de aprehender el habla y las costumbres de una clase social
que siempre vive a la espera de perder las pequeñas conquistas: una casa, una
posición, una vida muelle, un paisaje inalterable, una certeza.
Y todo esto tiene ocurrencia, repito como
lo hace el novelista en un clima de zozobra, en medio de la más cotidiana
realidad: un desayuno, un abrazo familiar, el futbol nuestro de cada día, el
anuncio de un diluvio expresado sin la menor de las dudas, una cortina que
agita el viento, un cura que funge de clarividente, una silla vacía, los ecos
del llamado proceso 8.000, todo, absolutamente todo parece anunciar la llegada
de algo o de alguien oprobioso escondido bajo la banda sonora del temor.
Todo está envuelto, como en el título
meteorológico del libro, en un cielo parcialmente nublado, en un aire enrarecido
desde un pequeño apocalipsis de bolsillo. Así, resulta muy afortunado el título
del libro, más aún porque la locura del padre también es parcial, como lo es en
suma y de manera constante la locura política y social que a su vez engendra
pequeñas locuras individuales, distorsiones de lo que presuntuosamente llamamos
a cada tanto la realidad.
La novela atrapa los tiempos que hoy
parecen surreales de los diálogos de paz de 1999, una época donde dos
personajes que ahora podrían resultar esperpénticos, el presidente de esos
días, el pomposo y hueco Andrés Pastrana y el guerrillero más viejo y
legendario a la sazón, “Tirofijo”, entraban a cada tanto en la casa de una
familia corriente a través de su televisor, como los más altos emisarios de una
realidad oprobiosa a la que asistían como a una víspera del horror, como a
nuevas y terribles jornadas luctuosas.
Los demás personajes del libro son una
especie de anti-héroes que viven las guerras intestinas del día a día, que
libran una pequeña guerrita de rumores en la que los campos minados son las
sospechas: las granadas de mano son los hechos imaginados, los disparos son los
asertos dictados por el miedo, el
desplazamiento forzado ya no se da de una región a otra, sino desde una
comodidad pequeño burguesa que resulta acosada por los malos augurios. Se trata
del desplazamiento forzado del hombre satisfecho hacia un territorio mental de
incertidumbres.
Es una novela que cuenta la historia
reciente del país desde el otro lado del catalejo, desde el lado de quienes han
vivido el conflicto en los telediarios, así haya tocado una y más veces a sus
puertas. Es un correlato del miedo, de ese sentimiento sobre el que prevenía un
viejo filósofo que afirmaba que no hay que tener miedo de la pobreza, ni del
destierro, ni de la cárcel, ni de la muerte. Que solo hay que tener miedo del
propio miedo.
Octavio Escobar Giraldo, como algunas veces
lo ha hecho desde una estética muy diferente Gabriel García Márquez y como
también ocurre en parajes escritos por Hernando Téllez, crea una tensión
tremenda al no hablar de la violencia que tiene ocurrencia, sino al señalarla
en un paréntesis entre una que ya pasó y una violencia por venir. Es allí,
donde los primeros caídos, que muchas veces practican una autofagia de pájaros agoreros, sustituyen su abulia por
las más variadas fantasmagorías.
Es como si la debacle de ayer ocultara la
de hoy pero anunciara la de mañana.
Se trata de una novela fundacional, muy
diferente a todo lo que se escribe actualmente cuando los narradores centran su
interés en los diferentes y reiterados conflictos de la vida nacional.
Su falta de temor ante los diálogos, algo a
lo que ha sido refractaria casi toda nuestra narrativa, la salud sin
pretensiones de su palabra, la ausencia de caimanes que bostezan mariposas, nos
lleva a pensar que ya casi solo es exuberante la sencillez, como afirma
Thoreau, y que en ello radica sin duda la salud del lenguaje. “Una frase
perfectamente saludable es muy rara”, decía, lúcido como siempre, el mismo
Henry David Thoreau.
De esto está llena la novela “Cielo
parcialmente cubierto”, que es una aguja encontrada en el inmenso pajar de la
narrativa colombiana.
Bogotá,
septiembre 11 de 2013