jueves, 31 de octubre de 2013

Roman Zaslonov / La otra orilla







Roman Zaslonov
LA OTRA ORILLA

Roman Zaslonov nació en 1962 y estudió durante trece años en la Russian Academy of Fine Artes de Minsk. Luego viajó a Francia, donde obtuvo fama y fortuna. Su pintura es sorprendente, surrealista, minuciosa, poética, fantástica. Se diría que es realista por su atención al detalle, pero onírica en su concepción y el juego de los espacios. Siempre hay dos planos: personajes centrales o grandes, gente, digamos, y numerosas y diminutas figuras que conforman una especie de coro. Lo mismo sucede con los objetos. Se trata de dos mundos muy distintos, representados en planos bien diferenciados y que parecen convivir sin conflicto. 

Los personajes duermen o se ven adormecidos, con los párpados cerrados o entreabiertos. Sueñan, respiran placidez, leen o escuchan música, extraviados en la mansedumbre de las horas.

Las mujeres dominan este mundo, y el verbo resulta excesivo. Las mujeres, colmadas de música y secretos, lánguidas, desnudas o delicadamente vestidas, cruzan o navegan estas enigmáticas orillas. Su lenguaje está más allá de las posibilidades de los hombres.

No parecen codiciarlas. Ensimismados en la música o la pintura, los hombres semejan un coro, otra dimensión de las figuras pequeñitas. Hacen música, es cierto, pero permanecen en silencio absoluto. Nada dicen. Otras son sus orillas.

Triunfo Arciniegas
Cuernava, 31 de octubre de 2013


















Endormie






La coiffure
Le divan rouge
Theatre Venitien

La Table d’Apres-Midi








Miguel Mora / Camus cumple cien años

Albert Camus
Foto de Kurt Hutton

Camus cumple cien años

El autor de 'La peste' sigue siendo un extranjero en Francia. Su hijo Jean y el hijo de su maestro Jean Grenier, Alain, glosan su figura


MIGUEL MORA
París, 31 de octubre de 2013

Albert Camus en Bougival en noviembre de 1945, en la propiedad de Guy Schoeller. / EL PAÍS
Jean Camus, el hijo de Albert Camus, atiende el teléfono gracias a la mediación de Alain Grenier, el hijo del filósofo y escritor Jean Grenier, que fuera profesor en el instituto de Argel y amigo íntimo del autor de El extranjero. Camus hijo es abogado, está delicado de salud, y prefiere no recibir a nadie en la casa de sus padres, en la Rue Madame de París. “Está destruida”, dice. Nacido en 1945, el mellizo de Catherine Camus siempre ha dejado que sea su hermana, la albacea del escritor, quien se ocupe de hablar de su padre y de gestionar sus derechos.
Pero ahora que se acerca el centenario del nacimiento del novelista, periodista, dramaturgo y ensayista, Jean Camus ha aceptado dejar ese segundo plano para compartir los —escasos— recuerdos que atesora de su padre; para reivindicar la importancia de Grenier (1898-1971) en su vida y su obra —“Camus no se entiende sin Grenier, y su libro sobre él es el más profundo que se ha escrito nunca sobre Camus”, dice—; y para afirmar que “Francia todavía no ha comprendido bien que Camus no fue un filósofo ni un pensador, sino un hombre que habitaba entre nosotros, un narrador de mundos, un extranjero”.

Camus siempre fue diferente de Sartre, nunca quiso jugar un papel político. Quizás nunca estuvo cerca de él”, dice Alain Grenier
Alain Grenier es hijo del maestro de Camus
Camus tenía verdadera necesidad de los demás para vivir”, añade Jean Camus. “Yo lo leí tarde, después de su muerte, pero antes había leído a Borges y a Pascal, y comprendí enseguida que no era un filósofo”. Él mismo lo dijo en 1959: “Me pregunto las mismas cosas que los otros. No soy un filósofo”.
“La visión que ha dado gente como Michel Onfray y Benjamin Stora” —los dos filósofos que han competido por coordinar la truncada exposición del centenario— “son bobadas”, continúa Jean Camus, que ríe y se emociona al recordar a su padre, fallecido cuando él y su hermana tenían 15 años: “Mi libro preferido es El extranjero. Lo he leído más de 20 veces y siempre veo cosas distintas. Es el más fácil de leer, el más corto, y también el más misterioso. Está escrito para la gente. Un compositor dijo que tiene música dentro, un bajo continuo, como Bach. Recuerdo que un día mi padre estaba triste, sin dinero, tenía no sé qué problemas con el contrato de Gallimard, llamó al poeta Francis Ponge, y este le dijo: ‘No te preocupes, El extranjero quedará para siempre”.
Aquella novela de 1942, escrita y publicada durante la ocupación nazi de Francia, que interrogaba al mundo sobre el absurdo destino de la gente decente obligada a vivir en medio de la abyección moral y sometida a la arbitrariedad de fuerzas colectivas y anónimas, fue la catapulta a la fama de Camus, que había llegado a París en 1940 desde Argel, donde había publicado el ensayo El revés y el derecho, que solo reeditaría en Francia 20 años más tarde.
Camus era en ese momento colaborador de Combat, el diario de la Resistencia contra Vichy y el Tercer Reich, que duraría cuatro años pero que fue elogiado por el general De Gaulle como un ejemplo de periodismo insobornable y libre, “intratable”. Antes, el joven licenciado en Filosofía había codirigido Le Soir Républicaine en Argel, la oprimida capital de la provincia francesa de ultramar, donde publicó en 1939 un artículo-manifiesto con los mandamientos que deben guiar la acción de los periodistas en tiempos de guerra —y de paz—. El texto lo rescató Le Monde el año pasado, y se lee hoy tan moderno como entonces. Camusdefendía el derecho de cada ciudadano a “elevarse sobre el colectivo para construir su propia libertad”, y definía las cuatro columnas del buen periodismo: lucidez, desobediencia, ironía y obstinación. Los puntos cardinales que inspirarían su obra.
Camus había nacido en Mondovi el 7 de noviembre de 1913. Su padrepied-noir (colono francés) había muerto luchando en la Primera Guerra Mundial, y su madre, Catalina Sintes, nacida en Mahón (Menorca), semianalfabeta y con fama de ser casi completamente sorda, se había encargado de su educación. Jean Camus recuerda que cuando su abuela llegó a Francia, dijo: “Es bonito, pero ¿no hay árabes?”, y desmiente que fuera sorda: “Hablaba poco pero oía perfectamente”.
“Ante mi madre siento que pertenezco a un noble linaje: el que no envidia nada”, diría Camus. Su infancia y adolescencia en Argel, la figura de su brava madre española y su profesor de secundaria, Jean Grenier, marcaron profundamente la sensibilidad literaria y humanista de Camus, cuenta Alain Grenier, de 82 años, el hijo del autor de Les Îles,uno de los libros que, según ha escrito José María Ridao, más influyó en Camus. “Albert venía a menudo a nuestra casa”, recuerda Grenier sentado ante un café que acaba de traer su mujer, la encantadora Elisabeth. “A mi padre le gustaba reunir a los alumnos en casa, se interesaba mucho por ellos, y Camus y él se hicieron muy amigos.Camus se quedó deslumbrado con mi padre un día que estaba enfermo. Llevaba días sin ir al instituto, y mi padre decidió acercarse a su casa para ver cómo estaba. Camus y su madre se quedaron asombrados”.

Mi padre pensó que si Camus quería hacerse comunista era mejor no decir nada, que tenía que vivir esa experiencia”
“Grenier y mi padre se querían mucho”, añade Jean Camus. “Eso es un hecho. Mi padre solía decir que tenía un amigo inglés para subrayar la elegancia y la caballerosidad de Grenier. Y es maravilloso ver que en su libro de recuerdos titulado Albert Camus. Souvenirs (1968), escribe: ‘Releyendo El extranjero y otros textos de juventud, me emociono por las cosas que creo entender’. Nadie ha hablado nunca tanto de la parte de silencio involuntaria, de esa parte secreta que mi padre no quería ver ni que se viera”.
Años más tarde, la guerra separaría a las familias. “A pesar de que mantenían posiciones distintas, mi padre y Camus se escribieron docenas de cartas y mantuvieron un lazo permanente”, recuerda Grenier. “Mi padre se fue a Lille, y aunque también se escribió con otros alumnos, Camus siempre fue especial. La luz que desprendía era tan grande que oscurecía a los demás, aunque fuera injusto era así. Era excepcional, y mi padre le aconsejó que escribiera, le ayudó a publicar, le presentó a editores. Luego, cuando yo era estudiante en París, Camus y su segunda mujer —Francine Faure— se ocupaban de mí, yo iba mucho a su casa de Rue Madame, y a veces íbamos juntos a ver a mi padre cuando se instaló en Bourg la Reine, en la periferia de París.Camus decía: “¡Vamos a ver a mi buen maestro!”.
Jean Grenier y Albert Camus pasaron años sin verse. Pero cuando tomó las riendas de Combat, el periodista llamó a su maestro para que se incorporara. “Le ofreció ser el crítico teatral, el teatro era lo que más le gustaba, pero mi padre tuvo que decirle que no porque no le daba tiempo a ir y volver desde la periferia. Así que le nombró crítico de arte, aunque mi padre había sido de los primeros que había denunciado que el comunismo era totalitario en su ensayo Sobre el espíritu de la ortodoxia, de 1936. Muchos comunistas eran estalinistas, Camus nunca lo fue”.
Jean Camus cree que la entrada de su padre en el PCF obedeció a que “era el único partido que tenía una posición presentable sobre la colonización de Argelia. En cuanto cambió esa posición, se marchó. Aunque luego le acusaron de ser trotskista, y otras cosas cómicas, lo que pasaba es que no era estalinista”. El propio Camus diría: “No estoy hecho para la política porque soy incapaz de desear o de aceptar la muerte del adversario”.
Algunos culparon y todavía culpan a Grenier por no haber evitado que su discípulo entrara en el PCF. “Creo que entendieron mal su relación”, dice el hijo de Grenier. “Eran muy amigos, aunque nunca se tutearon porque no les salía natural. Camus enviaba desde joven sus borradores a mi padre. Pero eran muy distintos. Mi padre era un hombre provinciano, respetaba mucho la religión y le interesaba el pensamiento oriental, el budismo. Era más espiritual que político. Camus venía de otro medio social, tenía otro pasado…”.
Grenier insiste en que su relación “era muy sutil. Mi padre debió pensar que si Camus quería hacerse comunista era mejor no decir nada, que tenía que vivir esa experiencia. Él no era de imponer nada a nadie, pero nunca dejó de querer a sus alumnos comunistas, y tuvo varios”. La salida del PCF en 1937 daría lugar con el paso del tiempo a uno de los episodios cruciales de la vida de Camus: la ruptura con Jean-Paul Sartre y el medio existencialista y oficialista del comunismo francés. Sucedió en 1952, después de que el combativo filósofo sartreano Francis Jeanson escribiera una crítica feroz a L’homme revolté (El hombre rebelde) enLes Temps Modernes, la revista fundada en 1945 por el pope Sartre. Camus replicó con una carta al director (Sartre), y este le acusó de ser un burgués.
En ese momento, ha escrito Ridao en la revista Turia, “Camus se decidió a mostrar la extrema miseria en la que había vivido durante su infancia, sobreponiéndose al pudor del que dejaron numerosos testimonios sus maestros y amigos, y liberándose de pronto, como él mismo explicaría en Le premier homme, de la vergüenza y de la vergüenza de haber sentido vergüenza”.
“La polémica con Sartre fue dura”, recuerda Alain Grenier. “Pero Camus siempre fue diferente a Sartre, nunca quiso jugar un papel político. Tuvieron discusiones de periódico a periódico, y Camus era una persona de mucho carácter, él decía que era orgulloso como los españoles y que se sentía más español que francés. Quizá nunca estuvo muy cerca de Sartre. Mi padre comía con él una vez por semana, en la brasserie Lipp, cerca de Gallimard, y era muy sobrio, no comía mucho, apenas bebía…”.
Jean Camus recuerda que en su casa la ruptura con Sartre se vivió con aprensión pero también con humor: “Mi madre estaba muy preocupada por la crítica de Jeanson y por la respuesta de Sartre, y cuando más tensa estaba, mi padre, para desdramatizar, dijo: ‘¿Y qué hacemos, les reto a un duelo con pistolas?’. Por supuesto, había una parte de verdad dentro de la broma”.
En 1957, al recibir el Nobel de Literatura, Camus diría: “Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea quizá sea aún más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida, en la que se mezclan las revoluciones frustradas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; cuando poderes mediocres pueden destruirlo todo, pero ya no saben convencer; cuando la inteligencia se ha rebajado hasta convertirse en criada del odio y la opresión, esta generación ha tenido, en sí misma y alrededor de sí misma, que restaurar, a partir de sus negaciones, un poco de lo que hace digno el vivir y el morir”.
En ese discurso, el escritor rindió homenaje a sus maestros Louis Germain y Jean Grenier, y recordó que convencieron a su madre para que continuara sus estudios. El Nobel, galardón que Sartre rechazaría años más tarde, fue recibido en Rue Madame con desconcierto, recuerda Jean Camus: “Nadie entendía nada, y cuando se lo dijeron estaba avergonzado. Mi madre usó una expresión pied-noir para burlarse de él: tutututú”.
Por entonces, Camus pagaba ya el ostracismo al que le condenaron Sartre y su corte; seguía sintiéndose extranjero; avejentado pese a su sempiterna cara de niño, tocado por la tuberculosis de su infancia, vivía atornillado a sus pasiones (la actriz española María Casares, sobre todas las demás) y sus problemas conyugales —Francine tuvo que ser ingresada entre 1953 y 1954 por problemas psiquiátricos—.
Pero su vieja relación con Grenier sobrevivió a los embates del siglo. Como sobrevivió el amor y el agradecimiento a Catalina, su madre, que le enseñó español y catalán, y a cuya figura recurriría en la Universidad de Uppsala cuando fue preguntado por su oposición al Frente de Liberación Nacional, y explicó así su rechazo a la violencia que intentaba liberar a Argelia de la injusta dominación colonial: “Entre la justicia y mi madre, elijo a mi madre”.
El día de su muerte, Camus tenía 47 años. El accidente de coche sucedió el 4 de enero de 1960, cerca de Villeblevin, un pueblo de la Borgoña. El editor de La Pléiade, Michel Gallimard, que conducía el coche, moriría cinco días después. Jean Camus, que heredó de su padre el amor al fútbol y jugó de extremo derecho, siempre estará agradecido a esa estirpe de editores: “Cuando hay algún problema con los derechos siempre digo lo mismo: gracias a Gallimard mi padre se pudo comprar la casa de Rue Madame. Y mi primer recuerdo es el olor a linóleo de la casa que ellos nos prestaron cuando mis padres no tenían nada”.
En la maleta que Camus llevaba en el coche, había 144 páginas de un manuscrito inacabado, El primer hombre, de fuerte contenido autobiográfico y gran belleza literaria. El libro, que se publicaría por decisión de su albacea Catherine Camus en 1994, pondría a cada uno en su sitio y demostraría que Camus nunca fue un burgués, ni un comunista, ni siquiera un filósofo, sino un hombre rebelde, un narrador de mundos y un enamorado de la libertad.
Todo estaba en la luz del Mediterráneo, esa reminiscencia infantil que Grenier siempre le animó a glosar: “En plena oscuridad de nuestro nihilismo, he buscado solamente las razones para superar ese nihilismo”, escribió. “Pero no las he buscado en absoluto por virtud, ni por una singular elevación espiritual, sino por fidelidad instintiva a la luz donde nací y donde, desde hace milenios, los hombres aprendieron a saludar a la vida hasta en el sufrimiento”.
Lo enterraron en Lourmarin, un pueblecito de la Provenza, donde se acababa de comprar una casa que hoy ocupa Catherine. Su lápida es la más sencilla del cementerio. Durante 18 años, nadie salvo Grenier escribió sobre él. Hoy, un siglo después de su nacimiento, Camus sigue siendo un cuerpo extraño para Francia, y las vergonzantes disputas políticas y personales entre sus herederos intelectuales han impedido que el Ministerio de Cultura organizara la prometida exposición del centenario —lo que se ha hecho en Aix en Provence es, según Le Monde, una sucesión de paneles para escolares—. Y mientras la fraternidad de la República cae en los peores instintos de la extrema derecha, su hijo Jean concluye: “Si Camus sigue siendo francés es porque nunca dejó de ser el extranjero”.
Pie de página:
Las frases de Camus citadas en este artículo serán publicadas en español por la editorial Plataforma con el título Breviario de la dignidad humana. La fotografía del escritor pertenece al libroAlbert Camus, solitario y solidario, publicado por el mismo sello.



miércoles, 30 de octubre de 2013

Octavio Escobar / Cielo parcialmente nublado / Apreciaciones



CIELO PARCIALMENTE NUBLADO
LA CALIDAD LITERARIA
Por Darío Jaramillo Agudelo


La primera impostergable virtud de Cielo parcialmente nublado es su calidad literaria. Es muy impresionante la capacidad de Octavio Escobar para desarrollar una historia en una novela valiéndose casi exclusivamente de los diálogos, unos diálogos que fluyen porque el autor tiene el oído para construirlos, asunto que no se refiere solamente a la redacción de un libreto, sino que tiene raíces más profundas y más sutiles: es que los personajes también surgen, se vuelven tangibles para el lector a través de las conversaciones que se suceden deleitosamente para quien lee la novela.

Son muchas más virtudes pero creo que tengo espacio para otra: es un lugar común repetir la idea de que solamente lo tercamente local tiene dimensiones universales. Aquí la localidad es Manizales, que se convierte en algo más que un escenario a través del comportamiento de los personajes, de su visión sobre la ciudad, muy principalmente la visión del personaje central, que trasmite un antes y un después de Manizales con un intervalo entre uno y otro. Ese carácter de lo local sin ñoñerías lo pueden percibir con más facilidad los nativos de Manizales que alguien ajeno a esa ciudad como yo, porque yo tengo la posibilidad de afirmar su sabio y descarnado universalismo.

Octavio Escobar
Bogotá, 2010
Fotografía de Triunfo Arciniegas

Acotaciones a Cielo parcialmente nublado
Por Antonio María Flórez

          Parco en obra nueva se ha mostrado Octavio Escobar en los últimos años, especialmente en Colombia. Desde su atípica y reconocida 1851. Folletín de cabo roto (Intermedio, 2007), el escritor manizaleño no publicaba novela en su país natal, salvo reediciones; aunque, eso sí, en España se le cuenta su excelente Destinos intermedios, editada por Periférica en 2010. Ahora, de la mano de Intermedio Editores, que de nuevo apuesta por la narrativa colombiana contemporánea, Escobar saca a la luz Cielo parcialmente nublado (2013). Novelas distanciadas en el tiempo y en su temática, participan todas ellas de algo ya común en su obra: el manejo exquisito y cuidado de su prosa, el carácter visual de la misma y la agilidad de unos diálogos sustanciosos que son el soporte fundamental de la narración; aparte de su interés reconocido en interpretar la historia pasada y reciente de su país, con una agudeza analítica y una sensibilidad tal, que nos hablan de un artista comprometido y ya en la plenitud de su capacidad creadora.

     Muchos son los escritores colombianos que hace tiempo lograron superar el pesado fardo del influjo magistral y castrante de la obra de García Márquez y que tienen un amplio reconocimiento en el país y fuera de sus fronteras: Laura Restrepo, Fernando Vallejo, Tomás González, Cano Gaviria, Adalberto Agudelo, Álvarez Gardeazábal, William Ospina, Jaime Echeverri; hecho mucho más evidente en los más jóvenes, donde esta influencia es prácticamente nula y la figura del de Aracataca es respetada como el clásico que ya es, sin que interfiera en sus enfoques y temáticas; “transmutantes” los podríamos llamar si nos acercamos al apelativo que hace unos años usara Orlando Mejía para caracterizar a esa nueva generación de creadores compuesta por nombres como los de Jorge Franco, Juan Gabriel Vásquez, Abad Faciolince Sergio Álvarez, Pedro Badrán, Guido Tamayo, Juan Cárdenas, Gabriel Pabón, Triunfo Arciniegas y, por supuesto, Octavio Escobar Giraldo, todos ellos muy atentos al devenir histórico reciente del país, la hibridación de la cultura popular y la urbana, el escepticismo ideológico, la asunción de las tecnologías digitales y otras preocupaciones de la contemporaneidad como los fenómenos de la globalización.




          Colombia, país poseedor de inmensas riquezas, también ha sido una nación sufridora de grandes desigualdades sociales. Y en virtud de ello, ha padecido desde su nacimiento, infinitud de conflictos, buena parte de ellos ligados a la posesión de la tierra y al desplazamiento forzado. La Guerra de los Mil días, la Masacre de las bananeras, el Bogotazo, la Violencia, la Operación LASO y la toma de Marquetalia durante el Frente Nacional, la Guerra de guerrillas utópica, la Narcoviolencia, el Paramilitarismo reciente, son hitos y procesos que han significado desastre, horror, muerte, destrucción; pero siempre han conllevado aparejados sucesivos procesos de paz; en ocasiones meros encuentros, diálogos tentativos, que no han conducido a nada o a muy poco, defraudando la voluntad y las aspiraciones del pueblo llano de obtener la tan anhelada paz, basada, entre otras cosas, en una reforma agraria suficiente, en el acortamiento de las desigualdades socioeconómicas y en el logro de un estado soñado de bienestar. Aspiraciones presentes en los actuales encuentros que adelantan el Gobierno y las FARC en Cuba, que ya fueron defraudadas en los llamados diálogos del Caguán en 1999, sucedidos entre los mismos actores que ahora negocian en La Habana, esperanzadoramente para algunos.

         La historia que se nos cuenta en Cielo parcialmente nublado es lineal, simple y creíble; enmarcada en un hecho puntual y significativo de la historia reciente del país. Andrés Giraldo, emigrante afectivo de larga data, ya prácticamente arraigado en España, mientras pasa unas vacaciones familiares en Extremadura, recibe una preocupante llamada de su madre desde Manizales, informándole del extraño comportamiento de su esposo (loco, lo llama), por lo que lo insta a que regrese a su ciudad natal a ayudar a solventar el problema. Su padre se ha dedicado a guardar recuerdos en un baúl, quiere vender la casa familiar y está dispuesto a irse del país, dado que no confía en los resultados de las conversaciones de paz que ha iniciado el gobierno del conservador Andrés Pastrana con los insurgentes de las FARC, liderados por el mítico guerrillero Manuel Marulanda Vélez, alias Tirofijo que, como condición previa para sentarse a negociar, ha impuesto la desmilitarización de un inmenso territorio de 42.000 Km2, el Caguán, reconocido por ser afecto a los “alzados en armas”. Esta condición no la entiende ni la aprueba buena parte de la población colombiana que ve en aquel gesto la aspiración solapada del Presidente de obtener el Premio Nobel de la Paz y, por parte de la guerrilla, barruntan que es una estrategia para ganar tiempo y espacio en su lucha por el poder; proceso que se inicia con mal pie ya que Tirofijo, días después, en la mediática jornada de instalación de las mesas, deja su silla vacía –metáfora de su desprecio al Establecimiento-, y hace leer su discurso reivindicatorio a uno de sus comandantes más rocosos e ideologizados. “Lo anómalo instalado en la normalidad”, Simón Viola dixit, parafraseando a Vila-Matas. Pues bien, ése es el espíritu que preside esta novela: cómo un hecho ajeno a la cotidianidad, aunque trascendental para todos, afecta la vida en general de las personas.

         Andrés Giraldo, en ese breve viaje de unos días (a finales del 98 y principios del 99 recientes) se topa con sus fantasmas juveniles y con una ciudad hermosa y visitable, pero anclada en el pasado, émula de Vetusta: la tradicionalista, elitista, hipócrita y anodina ciudad que tan bien retratara Clarín en su Regenta decimonónica. Su breve periplo por la nostalgia lo obligará a enfrentarse a Anacé, la causa cierta de su huida migrante, por un embarazo no programado e impropiamente resuelto; también con la Nena Estrada, hedonista e insinuante, estupendo retrato de esa doble moral tan propia de la ciudad andina; al igual que con Germán Alfonso Vélez, político, paradigma de una sociedad arribista y espuria; y así mismo con el siquiatra Guillermo Gómez, sujeto atípico que nos habla de que otros comportamientos y vislumbres son posibles en aquella ciudad que pierde ese fuelle que la impulsó en su época fundacional. Y, por supuesto, ese viaje le permite reencontrarse con su mejor amigo en Bogotá preparándolo para su vuelo al pasado y el choque con su entorno familiar después de tantos años. Familia simple la suya, de clase media, de vivir anodino, cuya tranquilidad de nuevo se ve amenazada como cuando él cometió su imprudencia con la prima Anacé. Un padre desencantado y consecuente con el espíritu de la época, tocado marginalmente por el conflicto, como la ciudad, pero profundamente afectado por las consecuencias del mismo; una madre cariñosa y manipuladora que se encarga de remover su afecto recurriendo a la memoria objetual y gastronómica; una hermana encantadora que se le muestra como una mujer autónoma, osada y liberal, que ha logrado romper parcialmente con los convencionalismos sociales y recatos morales de la ciudad en virtud de que ya no vive en ella y “pasa” de la misma, y que le servirá de guía en su nuevo trasegar por los lugares que le hacen evocar sus vivencias de antaño; esos, sus espacios cotidianos de entonces, que mira con nostalgia, pero ya con una cierta distancia porque ahora su espíritu y su corazón están ligados a un futuro más amable al otro lado del océano, para dar sentido a su desarraigo afectivo y a la asunción de su nuevo paraíso.

         Así, pues, nos enfrentamos a una obra que se significa siguiendo cuatro líneas claras de enfoque y desarrollo. En primer lugar, su marcado carácter histórico situacional al centrarse en un momento crítico de la historia reciente de Colombia, pero asumido no desde la visión del héroe y de los grandes acontecimientos, si no desde la que tienen las personas comunes y corrientes, aquellos que están por ahí sin jugar un papel determinante, aquellos que ni fu ni fa, aquellos que casi nunca los determinan pero que sufren las consecuencias de esos magnos hechos; a la manera de una “antiOdisea”, como lo señala el autor, impregnada del espíritu alienante y desesperanzado de El extranjero.  En segundo lugar, es la semblanza de una ciudad poco tratada literariamente en los últimos tiempos (salvo los brillantes ejercicios narrativos de Adalberto Agudelo en Pelota de trapo y Toque de queda, y las interesantes apuestas divergentes de Jaime Echeverri en Corte final y de Eduardo García Aguilar en Tierra de leones), contrario a lo que sucede con Bogotá y Medellín, abundantemente abordadas por las nuevas generaciones, especialmente desarrollando temáticas muy relacionadas con la violencia. Esta Manizales, retratada con gran acierto, se nos muestra como lo que es, una ciudad amable y odiable a la vez, a la que el narcotráfico ha tocado marginalmente; amena en ocasiones, anodina a veces, arribista casi siempre, deudora de un pasado que la lastra en exceso y la hace avanzar paquidérmicamente. En tercer lugar, la caracterización de una familia de clase media prototípica andina, conformada por unos seres de vivir moroso, superficiales, sin mayores ambiciones que perpetuarse en la muelle monotonía de su estatus mediocre, seres absolutamente anticlimáticos, ajenos al ajetreado fluir magmático de las ancestrales montañas del Cumanday; seres irresolutos, que dejan las cosas en remojo y que se confunden ante la perplejidad de ciertas circunstancias vitales que los desbordan; salvo algunas de las mujeres retratadas, aquí perfiladas con un carácter más impulsivo. Por último, el tema de la emigración y el desarraigo valorando sus causas y consecuencias en un sujeto concreto que sigue atado a los suyos por la vía de la nostalgia y cuyo peso se diluye con el paso del tiempo; ya ni siquiera el afecto es capaz de remover su decisión de no retornar, por comodidad o cobardía, eludiendo la conducta propia de los héroes que retornan triunfantes, recurso habitual en otros autores o medios como el cine o las telenovelas. En Andrés Giraldo las razones de su exilio son ajenas a lo político social, tienen más que ver con su inmadurez y su falta de agallas para enfrentarse a una situación compleja que no sabe resolver adecuadamente en su juventud o, quizás, sea esta la razón usada como recurso perfecto para dar aquel brinco al vacío que determinó su vida futura, ese salto hacia adelante que le permitió escapar de la vida mole que le esperaba si se hubiese quedado en su ciudad natal.

         Pero en el fondo de todo está el miedo, ese sentimiento que nació con el hombre en la más remota de las edades (G. Delpierre) y éste es el sentimiento que en realidad sobrevuela toda la novela de Octavio Escobar: el temor a la muerte, al daño físico, a perder los bienes, las propiedades, a que la cotidianidad se altere, a que las cosas no sean como antes, a sufrir la incomodidad de que otros tengan la razón o, incluso, de que el poder cambie de manos. Decía G. Ferrero que “toda civilización es producto de una larga lucha contra el miedo” y que éste casi siempre es un acicate para el valor y para el avance. Pero uno de los efectos del miedo, según Don Quijote, es turbar los sentidos, como bien se lo afirma a Sancho confundiendo dos rebaños de carneros con los ejércitos de Pentapolín y Alifanfarón; y eso tal vez sea lo que le ocurre al padre del protagonista, que el miedo le esté trastornando el entendimiento, que el no saber qué pueda ocurrir en esos diálogos de paz aún no iniciados, lo esté volviendo “loco”, como le afirma su esposa por teléfono al hijo ausente. “Todos los hombres tienen miedo”, decía Sartre, y es natural sentirlo ante una situación presentida o conocida de riesgo para nuestra seguridad, para nuestra vida. Pero miedo y cobardía no son sinónimos, tal como lo sugiere Jean Delumeau en uno de sus ensayos sobre el tema; y temor es lo que parece adivinarse en el comportamiento de Jaime Giraldo, de su esposa, de su hija; pero la actitud de Andrés no se corresponde con la propia ante una amenaza, ni ahora ni antes, ¿no será y fue, más bien aquello, fruto de su falta de espíritu, de su ausencia de valor, de sus recatos morales? Porque de esto es también de lo que trata la novela: de aquellos otros seres inmersos en la perplejidad, que van por la vida dejando las cosas en remojo, que tienen una tendencia mimética a la inacción, incapaces de resolver y resolverse, que se acobardan ante situaciones que puedan alterar su vida muelle.

         Cielo parcialmente nublado,  metáfora y réplica de la condición meteorológica habitual de la ciudad, es una novela en la que la ambientación es adecuada y las anécdotas tienen las pinceladas justas y necesarias para perfilar el conflicto y su resolución. La prosa es precisa, fluida y efectiva. El uso del idioma es exquisito y se enriquece con dichos y modos propios de Caldas, sin que ello lastre su lectura. Es llamativo el recurso que utiliza acogiendo las noticias del diario La Patria, para sustanciar esos hechos “históricos” que se suceden en un periodo de tiempo tan corto. Resalta la agilidad de los diálogos, su luminosidad y cómo contribuyen certeramente al avance de la historia. Esta nueva novela de Octavio Escobar es una obra madura, que recuerda la brillantez estilística de William Trevor y la lucidez estructural de John Banville, que se lee con gran facilidad, que se asimila con naturalidad y cuya temática es de una actualidad evidente, aportando interesantes puntos de reflexión sobre la realidad colombiana contemporánea. Sin estridencias verbales, sin excesos formales, la historia cautiva por su simpleza y diafanidad, llevando al lector sin asperezas a ese desconcertante final en el que “filamentos de lluvia atravesaban la ventanilla”. Pero el regreso del emigrante es así y de los antihéroes sólo podemos esperar perplejidad. Indudablemente nos encontramos ante una de las más llamativas y amenazantes novelas colombianas de la actualidad, muy a pesar y en virtud de una silla vacía.


Juan Manuel Roca
Bogotá, 2010
Fotografía de Triunfo Arciniegas


CIELO PARCIALMENTE NUBLADO
UN CUADRO CLÍNICO Y COLECTIVO
Juan Manuel Roca

Sumergirse en la novela de Octavio Escobar Giraldo, “Cielo parcialmente nublado” es, de alguna forma, hacerlo en la historia clínica del país, de una buena parte de él que vive gobernada por sus miedos. Miedo al mañana, miedo al presente y, sobre todo, miedo a caminar en la cotidianidad del alma minada y colectiva.

Es el retrato hablado y sobre todo dialogado de personajes que esperan a cada paso una presencia ominosa, como si hubieran optado por usar lentes oscuros, a esperar siempre lo peor, como recordando el aserto de Brecht: “el que ríe es que no ha recibido la terrible noticia”.

Es la metáfora de un país que por haber vivido tanto tiempo en guerra pareciera temerle más a la paz, apoyada siempre en los acuerdos fallidos de nuestra historia, y olvidada por supuesto la desmovilización del M-19 en 1990.

El centro en el que monta su narración Escobar Giraldo se asienta en un despliegue inusual de diálogos creíbles, casi anodinos como suelen ser los que están gobernados por la rutina o la depresión, que van tejiendo un gran tapiz donde la incertidumbre y la repetición de hechos agobiantes nos mete de lleno en la violencia de las horas.

Y esto resulta un valor importante de la novela, pues a nuestros narradores parece habérseles olvidado que la gente habla. Octavio Escobar es, como pocos, un verdadero maestro del diálogo.

Todo resulta muy modoso, sin sangre ni estridencias, sin balaceras cercanas, y es en esa atmósfera de entre-casa por donde, a través de las conversaciones más llanas, desvitalizadas y paranoides, se filtra como por una fisura en la chatura aldeana, el miedo. No hay un solo asalto en esta historia de realismo mágico y todo está diseccionado con cuidado de cirujano. Parece el retrato colectivo de Manizales, de cierta modorra de tiempo detenido, pero también del país aturdido por los medios.

El miedo a que una guerrilla desbordada y cruenta se apodere del gobierno ante la ineptitud del presidente Pastrana en la zona despejada del Caguán, y que casi justifica, no sin ligeros reparos, que una sociedad ensimismada y conservadora como la de Manizales piense que los paras sean “también unas bestias” pero que al menos “están de parte del orden”, se da en un ámbito de sospechas en el campo minado de las suposiciones cruentas, que suelen darse en una larga guerra como la nuestra. 

Estos pases hipnóticos que, asaltando a don José Lezama Lima se podrían llamar el “enemigo rumor”, sumergen con frecuencia a toda una colectividad, nos dice sin palabras, como al desgaire y de manera elusiva, la dolorosa pero divertida novela de Escobar Giraldo.

Escobar sabe oír, sabe aprehender la franja no siempre lunática de nuestros habituales temores, le da voces y murmullos al aturdimiento producido por una realidad hipnótica que a veces no nos deja ver otra cosa que un destino miserable. Todo documentado en la percepción que de todos los hechos tiene la opinión pública, que es la opinión de los que no tienen opinión, arrancando de la realidad más inmediata, distorsionada por el espejo deforme y necio de una cierta y avasallante locura.

La cosa empieza con una llamada telefónica y a lo largo del libro se sostendrá un asunto de cosa hablada, como contradiciendo a quien afirma que “la realidad no es verbal”. Acá los sucesos tienen ocurrencia más en la palabra que en el acaecer cotidiano, toda vez que es una ficción fundada no en lo que sucede sino en lo que podría suceder.

El regreso de Andrés, el protagonista de la novela a la neblina espiritual de Manizales, su ciudad natal, tras una década en España, ante el imperioso llamado familiar a causa de la supuesta locura de su padre, está lleno de unos guiños de humor soterrado, de esas incongruencias que casi siempre se deslizan ante el atisbo de una tragedia.

A manera de ejemplo de lo anterior su mujer, una española llamada Mariángeles, solo atina a decir ante la noticia telefónica de la locura de su suegro, que lo siente mucho y sobre todo que la noticia del desatino paterno se dé precisamente “en plenas fiestas”, en pleno diciembre y antes del acontecimiento hispano de la llegada de los Reyes Magos.

Agrego, como simple lector, que estos sucesos se dan en cercanías del mes en que la capital de Caldas se viste de Manola, juega al realengo, bebe manzanilla, hace un despliegue de monteras y canta pasodobles absurdos entre toreros, reinas de belleza y cabalgatas.

El de Andrés es un retorno a casa forzado, como ocurre también con la tiranía de los recuerdos. A partir de ese momento el narrador y con él de la misma manera su protagonista, sufre una especie de desdoblamiento que lo lleva a atrapar una coral de voces que entonan una opereta desafinada, en un orfeón que anuncia como una Casandra colectiva la llegada de un inevitable desastre.

Es un verdadero acierto del autor que todo se inicie con el repicar de un teléfono, pues todo el desarrollo posterior de la novela está estructurado en centenares de diálogos, en sucesos  eminentemente verbales, en una muy justa y verosímil manera de aprehender el habla y las costumbres de una clase social que siempre vive a la espera de perder las pequeñas conquistas: una casa, una posición, una vida muelle, un paisaje inalterable, una certeza.

Y todo esto tiene ocurrencia, repito como lo hace el novelista en un clima de zozobra, en medio de la más cotidiana realidad: un desayuno, un abrazo familiar, el futbol nuestro de cada día, el anuncio de un diluvio expresado sin la menor de las dudas, una cortina que agita el viento, un cura que funge de clarividente, una silla vacía, los ecos del llamado proceso 8.000, todo, absolutamente todo parece anunciar la llegada de algo o de alguien oprobioso escondido bajo la banda sonora del temor.

Todo está envuelto, como en el título meteorológico del libro, en un cielo parcialmente nublado, en un aire enrarecido desde un pequeño apocalipsis de bolsillo. Así, resulta muy afortunado el título del libro, más aún porque la locura del padre también es parcial, como lo es en suma y de manera constante la locura política y social que a su vez engendra pequeñas locuras individuales, distorsiones de lo que presuntuosamente llamamos a cada tanto la realidad.

La novela atrapa los tiempos que hoy parecen surreales de los diálogos de paz de 1999, una época donde dos personajes que ahora podrían resultar esperpénticos, el presidente de esos días, el pomposo y hueco Andrés Pastrana y el guerrillero más viejo y legendario a la sazón, “Tirofijo”, entraban a cada tanto en la casa de una familia corriente a través de su televisor, como los más altos emisarios de una realidad oprobiosa a la que asistían como a una víspera del horror, como a nuevas y terribles jornadas luctuosas.

Los demás personajes del libro son una especie de anti-héroes que viven las guerras intestinas del día a día, que libran una pequeña guerrita de rumores en la que los campos minados son las sospechas: las granadas de mano son los hechos imaginados, los disparos son los asertos dictados por el miedo,  el desplazamiento forzado ya no se da de una región a otra, sino desde una comodidad pequeño burguesa que resulta acosada por los malos augurios. Se trata del desplazamiento forzado del hombre satisfecho hacia un territorio mental de incertidumbres.

Es una novela que cuenta la historia reciente del país desde el otro lado del catalejo, desde el lado de quienes han vivido el conflicto en los telediarios, así haya tocado una y más veces a sus puertas. Es un correlato del miedo, de ese sentimiento sobre el que prevenía un viejo filósofo que afirmaba que no hay que tener miedo de la pobreza, ni del destierro, ni de la cárcel, ni de la muerte. Que solo hay que tener miedo del propio miedo.

Octavio Escobar Giraldo, como algunas veces lo ha hecho desde una estética muy diferente Gabriel García Márquez y como también ocurre en parajes escritos por Hernando Téllez, crea una tensión tremenda al no hablar de la violencia que tiene ocurrencia, sino al señalarla en un paréntesis entre una que ya pasó y una violencia por venir. Es allí, donde los primeros caídos, que muchas veces practican una autofagia de  pájaros agoreros, sustituyen su abulia por las más variadas fantasmagorías.

Es como si la debacle de ayer ocultara la de hoy pero anunciara la de mañana.

Se trata de una novela fundacional, muy diferente a todo lo que se escribe actualmente cuando los narradores centran su interés en los diferentes y reiterados conflictos de la vida nacional.

Su falta de temor ante los diálogos, algo a lo que ha sido refractaria casi toda nuestra narrativa, la salud sin pretensiones de su palabra, la ausencia de caimanes que bostezan mariposas, nos lleva a pensar que ya casi solo es exuberante la sencillez, como afirma Thoreau, y que en ello radica sin duda la salud del lenguaje. “Una frase perfectamente saludable es muy rara”, decía, lúcido como siempre, el mismo Henry David Thoreau.

De esto está llena la novela “Cielo parcialmente cubierto”, que es una aguja encontrada en el inmenso pajar de la narrativa colombiana.


Bogotá, septiembre 11 de 2013