MI RINCÓN FAVORITO
Las atracciones de Gal.la Placídia
Juan Marsé
16 de agosto de 2003
Difícil escoger. Hay muchos rincones en mi ciudad y en mi país (y fuera de mi país también) que, por una razón u otra, significan algo en mi vida. Podría hablar de cierto camino al oeste de Sant Jaume dels Domenys que me llevaba a nadar en una alberca entre viñedos con los amigos adolescentes; o del patio trasero en casa de mis abuelos, en L'Arboç del Penedès; o de un repliegue del banco ondulante del parque Güell donde sucumbí a R. L. Stevenson a la edad de 10 años; o de cierto portal en la Rue de Canettes, en París. Pero voy a escoger un enclave barcelonés que frecuento, aunque de forma esporádica, desde muy niño: una esquina, o más bien una hendidura, subiendo por la Via Augusta a mano derecha, donde se ubica una plaza llamada Gal.la Placídia.
Durante la Guerra Civil, cuando yo tenía cuatro o cinco años y en mi tierna retina acababan de grabarse los bombardeos de febrero de 1938, mi abuelo materno, algunas tardes a primera hora, solía llevarnos a mi hermana y a mí a esta plaza, y juraría que ya por entonces (pero me temo que ahí la memoria arrima el ascua a su inquieta sardina) había en ese rincón predilecto algún artilugio -unos caballitos, tal vez unos simples columpios- para entretener a los críos. Años después, en 1950, mi padre frecuentaba la terraza de un bar enfrente de las atracciones de la plaza, el bar Mirasol. Pero yo entonces era un adolescente, y aquel carrusel con caballitos ya no despertaba mi interés. Lo que me tenía fascinado era un tipo verboso y divertido, de apellido dinámico, Palanca, que trabaja en el bar Mirasol y era amigo íntimo de mi padre. Gracias al Palanca recuperé a los 17 años el rincón de las atracciones. Después, en los años setenta, hice algunas visitas esporádicas con mis propios hijos, cuando estos aún eran pequeños. Y hoy, en 2003, la inercia incombustible de otro niño me devuelve a aquel lugar.
Todo empezó cuando me instalaron el satélite digital y decidí grabar, para mi nieto Guille, de tres años, una serie norteamericana de éxito de los años sesenta, basada en el cómic del superhéroe Batman. El flechazo fue fulminante y todos los días -a la misma batihora, en el mismo baticanal- la fascinación del niño por aquel misterioso y oscuro justiciero fue creciendo hasta límites insospechables. Guille fue poseído por el espíritu de Batman. Dibujarlo en lápices de colores, ceras o rotuladores, modelarlo en barro o en plastilina, trazar la señal con tiza sobre la pizarra, sobre la arena del mar, improvisar capas o recortar máscaras, reproducir escenas y diálogos aun a riesgo de recibir broncas por las réplicas mal dadas, inexactas o desganadas, el caso es que nunca nada parecía suficiente para saciar su sed del mito. Tan intensa era esta pasión que, afligidos, comentamos el asunto con algunos amigos, y recuerdo el sabio consejo que uno de ellos nos hizo llegar por carta: no había nada, absolutamente nada que hacer contra el mito. Batman es más fuerte que la vida. Un buen día, otros amigos nos dieron las señas de un lugar que, aseguraron, colmará los apetitos fantásticos del Guille: plaza de Gal.la Placídia, subiendo por Via Augusta, en un rincón a mano derecha.
Sólo cuando llegamos allí me di cuenta de que era el mismo rincón donde solía llevarnos mi abuelo, a mi hermana y a mí, durante la guerra, y al que luego acudí con mi padre, siendo ya un muchacho, y en el que también había recalado con mis hijos, hace ya más de 30 años. Ahora llego arrastrado de la mano de mi nieto. Veo que aún están los columpios, aunque modernizados, y que en las zonas ajardinadas sobreviven algunos pinos y los enormes plátanos, incluso el bar Mirasol. Y aún estoy tratando de recordar la magia del lugar cuando veo que mi nieto ya ha encontrado su reclamo y se ha encaramado a un siniestro artilugio, una especie de vehículo galáctico, rigurosamente negro, con la silueta de un murciélago en el capó.
En las atracciones de Gal.la Placídia hay un auténtico, un genuino batimóvil, donde -por el módico precio de un euro- cualquier niño como Guille puede alegremente volar a la ciudad de Gotean, y repartir justicia, que buena falta le hace a este puto país. Que lo sepan.
EL PAÍS